Sigmar, tambien conocido como Heldenhammer, que significa "Martillo de Goblins" en el antiguo Reikspiel, fue el fundador del Imperio y en la actualidad se le considera la deidad patrona de la nación.
Nacido hace más de 2500 años de la era presente, Sigmar era un mortal humano que unió a las doce tribus que vivían entre las Montañas Grises y el borde de las Montañas del Fin del Mundo en el Viejo Mundo. Tras varias decadas gobernando, abdicó de su corona y se encaminó hacia el este, para desaparecer de los anales de la historia, alcanzando la divinidad de algún modo y ahora forma parte del panteón de dioses del Viejo Mundo.
Historia[]
Nacimiento y Juventud[]
El Calendario Imperial toma como su fecha de inicio el día de la coronación de Sigmar como emperador, el lugar de su nacimiento fue en el año -30 CI, en la tierras que hoy corresponden a la provincia de Reikland, región que por aquella época se encontraba controlada por los Umberógenos, una de las tribus más poderosas.
Nacimiento[]
El padre de Sigmar era el Rey Björn, caudillo de la tribu de los Umberógenos, hijo de Dregor Melenarroja, quien también había sido un gran guerrero y rey de la tribu. Björn estaba casado con Griselda, concibiendo a su hijo poco después de haberse unido en matrimonio. El embarazo de su esposa fue motivo de celebración entre los Umberógenos, y el Rey Björn ordenó realizar banquetes en honor a su mujer y futuro hijo, sin olvidar también de honrar a los dioses por esta bendición, ofreciendo sacrificios en sus altares.
Los meses pasaron y el nacimiento de Sigmar era inminente. Los ancianos y sabios de la aldea se reunieron para discutir finalmente los signos y presagios que habían presenciado que afectaría el nacimiento del niño. Todos los signos discutidos, estuvieron de acuerdo, eran buenos. Pero un hombre mantuvo su propio consejo. El viejo Drego, el más anciano y sabio de todos, estaba inquieto, y pidió sacrificar una liebre.
Björn accedió, pues confiaba en Drego por encima de todos sus consejeros. El sabio destripó al animal, y al escudriñar las calientes vísceras, reveló un presagio funesto: cuando Griselda estuviese de parto, tanto ella como el bebé morirían sin remedio. Drego sugirio de inmediato adentrarse en los neblinosos pantanos de Brackenwalsch y buscar a la Hechicera que lo habitaba, pues solo ella tenía los conocimiento necesario para salvar a ambos.
Björn hizo lo que Drego había dicho, y partió aquella misma noche, con Griselda tumbada en un carro cubierto y Drego sentado a su lado, protegido por una guardia comprendida por una docena de hombres. Cuando llegaron a las ciénagas, abandonaron el carro porque el suelo era demasiado pantanoso, y se adentraron a pie en el lúgubre lugar para llegar hasta la morada de la Hechicera. Aceleraron el paso cuando Griselda gritó que el bebé estaban a punto de llegar.
Björn y su séquito llegaron hasta el corazón del pantano, un burdo refugio de madera y tela estaba construido al pie del tronco del árbol, donde vivía la hechicera, pero al entrar el lugar, descubrieron con horror que el lugar había sido atacado por orcos, y que habían asesinado y hervido a la hechicera en su propio caldero. La desesperación inundó a Björn y a los suyos, pues pensaba que todo estaba perdido. En ese momento Griselda se puso de parto, y el rey ordenó a Drego que la asistiera. El anciano sabio pidió que ataran a la mujer al árbol para ayudar al nacimiento y que encendieran un fuego.
El nacimiento de Sigmar se complicó, y Griselda empezó a desangrarse y a gritar de dolor. Björn y sus guerreros rodearon a su esposa para protegerla, pues sus gritos y el olor de la sangre atrajeron a varios orcos, liderados por el Kaudillo Kolmilloamarillo, deseosos por derramar a aún más sangre.
Björn y sus guerreros se prepararon para el combate, y el aire pronto se llenó con el sonido del metal chocando contra metal, gritos de guerra y rugidos de furia. Uno de los orcos consiguió atravesar las defensas de los Umberógenos y correr hacia Griselda. El anciano Drego trató de protegerla pero fue fácilmente destripado. Con su horripilante tarea hecha, el piel verde se giro hacia la indefensa mujer.
El miedo apoderándose de su corazón, Björn luchó para ir donde su esposa, pero Kolmilloamarillo se interpuso en su camino. Armado con su hacha Segadora de Almas, el rey Umberógeno se enzarzó en un combate mortal contra el Kaudillo, hasta que con un rápido movimiento desenfundó su larga daga y la hundió hasta el fondo en el cuello de su enemigo.
Al ver morir a su Kaudillo, los demás orcos huyeron siendo perseguidos por los hombres vengativos. Björn corrió hacia su esposa. El orco que la había amenazado yacía muerto en el suelo con un cuchillo clavado en el pecho. Desplomado sobre el cadáver estaba el viejo Drego, con sus delgadas manos todavía agarrando la empuñadura. Había usado sus últimos resquicios de vida para proteger a Griselda.
Se había ganado la batalla, pero los Umberógenos habían pagado un alto precio. Drego y siete de los hombres estaban muertos, y Griselda también había fallecido a causa de la perdida de sangre. Björn lloró, abrazando su cuerpo. Pero entonces, algo se movió bajo sus pies, y un llanto rompió la noche.
Björn vio a un bebé revolcándose en sangre humana y de orcos. Apenado por la muerte de su amada, pero lleno de alegría por la supervivencia de su hijo, Björn alzó al ensangrentado bebé mientras un estruendoso trueno rasgaba el cielo y un poderoso cometa iluminaba el firmamento con dos ardientes colas, anunciando su nacimiento.
Así fue como Sigmar llegó al mundo, con el sonido de la batalla en sus oídos y el tacto de sangre sobre su piel. Suya sería una vida de grandeza, pero también de guerra.
Día de la Predestinación[]
Aunque la muerte de su esposa fue un duro golpe para el Rey Björn, no dejó que eso afectara a los sentimientos por su hijo, y se esforzó por instruirlo a medida que crecía para que se convirtiera en su sucesor, asegurándose de que fuera entrenando para que se convirtiera en un gran guerrero y dándole consejos para que también fuera un digno líder de los hombres.
El joven Sigmar creció junto a otros jóvenes de Reikdorf, forjando duraderas amistades con varios de ellos. Entre ellos destacaban Wolfgart y Pendrag. También estaban Trinovantes y su hermano gemelo Gerreon. Sigmar tenia una excelente relación con el primero, siendo más tensa con el segundo. Varios de ellos se convertirían en sus hermanos de armas con el tiempo. También estaba Ravenna, la hermana de los gemelos, de la que Sigmar se enamoraría y cuyos sentimientos serían recíprocos.
Pero hasta esos momentos a Sigmar aun le quedaba mucho por aprender, y un verano, durante el día de su décimo cumpleaños, recibiría una de sus más importantes lecciones.
Sigmar estaba combatiendo con su mejor amigo, Wolfgart, en el mercado del pueblo. Wolfgart era tres años mayor que él y mucho más fuerte, pero Sigmar luchó con él de todos modos. Ese día, durante el combate de practicas, Sigmar decidió no usar su espada. Se coló en la herrería y cogió un martillo de fundición, pero la herramienta resultó ser demasiado pesada para él y Wolfgart le derrotó con facilidad, lanzándolo de cara al barro. Los ciudadanos que se reunieron alrededor rieron en silencio y sacudieron sus cabezas.
Enfurecido por la humillación sufrida, Sigmar atacó al desprevenido Wolfgart. Levantó el martillo por encima de su cabeza con ambas manos y golpeando al muchacho con fuerza en el codo, rompiéndoselo. La rabia de Sigmar desapareció en el acto al oír lo gritos de dolor de su amigo y lagrimas de remordimientos empezaron a brotar de sus ojos.
Los aldeanos se separaron cuando el padre de Sigmar apareció entre la muchedumbre. Ordenó que llevaran a Wolfgart al curandero y a su hijo que le acompañara hasta las Colina de los Guerreros. Björn amonestó a su hijo por su acto, y le impartió una importante lección. Le dijo que la cólera es un sentimiento humano, pero debía aprender a dominarla para convertirse en un gran líder. Había sucumbido a la rabia y ello desencadenó que terminase hiriendo a su amigo. Debía aprender a dirigir su fuerza por el bien de su gente, no para su mal.
Como era el día de su predestinación, debía ofrecer un sacrificio a Morr, por lo que tendría que caminar entre los muertos de la tribu y escuchar los susurros de los antepasados que descansan en el Reino de Morr. Paseó entre los túmulos, escuchando las palabras de la historia sangrienta de su tribu, representada en cada tumba hasta que llegó al lugar donde estaba enterrado su abuelo Dregor Melenarroja. La pesada roca había sido apartada de la entrada de su tumba y un humo fragante salía desde dentro. Sigmar se adentró en el túmulo, llegando a la cámara donde descansaban los huesos de Dregor. Allí Sigmar ofreció un corazón de toro, y susurró una plegaria a Morr para que aceptara el corazón del animal, en vez del suyo propio.
Concluido el ritual, se dispuso a abandonar la cámara, descubriendo con horror que el túmulo había sido cerrado, quedando sumido en la oscuridad. Empujó la piedra y pidió socorro a voces, pero la roca no se movió una pulgada y no había ninguna respuesta a sus ruegos. Atrapado en el interior de la tumba, Sigmar oró a Ulric para que le concediese la fuerzas necesarias para liberarse del túmulo de su abuelo.
La única respuesta que obtuvo fue una ráfaga de viento rozándole al cara. Entonces volvió a empujar la roca, y empujando con todas sus fuerzas, la gran piedra cedió, y Sigmar pudo sentir el sol sobre su cara una vez más. Caminó lejos de la tumba mientras dirigía unas palabras de agradecimiento a Ulric.
Cuando alcanzó la cima de la colina, vio con claridad el reino de su padre extendido ante él. Vio bosques oscuros y dispersos asentamientos, y comprendió la debilidad y la incertidumbre de los hombres, nacida para los celos, la ambición y la desconfianza. Recordó como le había roto el brazo a Wolfgart por la rabia que sintió. En aquel acto vio el destino de la humanidad. Con la voz de los fantasmas de sus antepasados, que susurraban en sus oídos, Sigmar supo lo que tenía que hacer. En aquel momento, Sigmar se comprometió a unificar a las dispersas tribus y forjar un Imperio de hombres.
Wolfgart terminaría recuperándose de aquella horrible fractura, y perdonó a su amigo por ello, pero Sigmar nunca olvidaría aquel acto indigno, ni la lección de control que su padre le había enseñado tras el combate.
Encuentro con Colmillonegro[]
Desde la época de la regencia de su abuelo Dregor Melenarroja, un enorme jabalí aterrorizaba los bosques cerca del río Skien, a unos diez kilómetros al oeste de Reikdorf. Según creían los Umberógenos, el hermano de Dregor, Sweyn Corazónroble, organizó una partida de caza que resultó ser particularmente exitosa. Celebraron aquella bonanza pero se emborracharon tanto que se olvidaron ofrecerle los debidos sacrificios al poderoso Taal tras una cacería extremadamente generosa, y enfurecido, el dios desató una tormenta que destruyó los cultivos.
Dregor ordenó a Sweyn que organizara una nueva cacería para para poder apaciguar la cólera de Taal. Solo él regresó a Reikdorf tres días después, apenas con vida, con el estómago lleno de hojas para evitar que se le cayeran las entrañas. Agonizante, contó que se habían topado con un enorme jabalí que mató a sus hombres. Tenía la ira de los dioses en sus ojos, y la venganza en sus colmillos. Murió poco después, desangrado. Los habitantes de Reikdorf consideraron que Colmillonegro, como llamaron al animal, habia sido enviado a por los dioses como castigo, y desde entonces, prohibieron acercarse al rio Skien, pues la bestia todavía vagaba por allí.
Björn le contó a su hijo la historia de Colmillonegro como advertencia de que nunca se hay que olvidar honrar a los dioses. En cambio, lo que consiguió fue alentar los deseos del muchacho por encontrarse con el jabalí, y al día siguiente, logró convencer a su amigo Wolfgart de ir a pescar al río Skien, pese a las advertencias sobre lo peligroso que era acercarse.
Los dos jóvenes comenzaron a caminar hasta llegar al vado del río Skien. Se estaban divirtiendo en su excursión y después de un rato, se olvidaron de Colmillonegro. Reían y bromeaban, y Wolfgart felicitó a Sigmar cuando pescó un pez con la lanza. Cuando trató de hacer lo mismo, una sombra cruzó su semblante, y el miedo se reflejó en sus ojos. Perdió el equilibrio, y cayó en medio del río con un sonoro chapoteo.
Al otro lado de la orilla, a pocos metros, se hallaba un jabalí de tamaño descomunal, el mismísimo Colmillonegro. El valor y el coraje de los muchachos cayó de repente, y Wolfgart intentó salir del agua, gritando y pidiendo ayuda a los dioses. Colmillonegro se lanzó al rió, provocando una enorme explosión de agua.
Viendo a su amigo en peligro, Sigmar se interpuso en el camino del jabalí, desoyendo las advertencias de Wolfgart. Mientras Colmillonegro cargaba hacia él con la intención de destriparlo, Sigmar extendió su mano y le miró directamente a los ojos. Colmillonegro se detuvo, con su hocico muy cerca de la mano de Sigmar.
La bestia ladeo la cabeza cuando Sigmar le habló, permitiéndole que le tocara. Sigmar no dejó de hablarle suavemente, mientras le acariciaba el morro y le rascaba detrás de la oreja. Entonces notó algo sobresaliendo de su flanco derecho del animal. Sigmar agarró con fuerza y tiró de él. Colmillonegro soltó un gruñido de dolor y, un momento después, con una cabezada a Sigmar, se dio la vuelta y se ocultó entre los árboles. Antes de desaparecer en el bosque, el jabalí y el hombre se miraron mutuamente y se reconocieron como únicos y especiales.
Sigmar comprobó que lo que había arrancado en un trozo de lanza rota. Aquello era lo que hacía que la bestia estuviera tan furiosa. Su tío abuelo había tratado de cazarlo en su día y desde entonces se habia estado vengando de los que le habían causado tanto dolor. Terminado todo, los muchachos emprendieron el camino a casa, deseosos de contar lo que había sucedido en el río.
Sigmar miró por última vez en el bosque donde Colmillonegro había desaparecido antes de regresar. Nunca más se le volvió a ver. En años posteriores, es honor a la nobleza de la Colmillonegro, la guardia personal de Sigmar llevaba cascos con la forma de cabeza del jabalí, y su estandarte de batalla tenía bordado un jabalí rampante.
Rescate de Kurgan Barbahierro[]
Cuando faltaba poco para que cumpliera los 15 años, Sigmar ya se había convertido en un musculoso guerrero, tan macizo como si lo hubieran tallado en piedra, de rostro franco y atractivo. A esa edad ya era un guerrero consumado incluso antes de obtener su escudo en la batalla, como dictaba las costumbres umberógenas. A esta edad es cuando realiza una de sus hazañas más recordadas de su historia: El rescate del Gran Rey de los Enanos Kurgan Barbahierro.
El Gran Rey y sus parientes viajaban por los bosques hacia las montañas Grises para visitar a uno de los grandes clanes del sur, los Corazonespiedra. Desafortunadamente, mientras se preparaban para acampar y descansar, fueron emboscados por una partida de guerra pielverde liderada por Vagraz Pisoteacabezas, un gran orco negro especialmente astuto. Varios enanos murieron en el ataque y el resto fueron capturados y atados a estacas clavadas en la tierra. Barbahierro intentó liberarse, pero resultó en vano pues había sido atado con recia cuerda Enana.
Kurgan ya se consideraba que su vida había llegado a su fin, pero cuando los orcos se preparaban para torturar a los prisioneros, de pronto el aire se llenó de flechas humanas. Desde hacia un tiempo, la banda de Sigmar había estado tras la pista de aquel mismo grupo de Orcos y Goblins cuando oyeron sus gritos de júbilo.
Al principio Kurgan no comprendía estaba ocurriendo, luego vio a Sigmar guiando a un grupo de hombres pintados de aspecto esquelético hacia el campamento orco, gritando y chillando y dando alaridos como salvajes. El Gran Rey no pudo evitar quedar impresionado al ver el coraje y ardor de aquel joven muchacho que, armado con una espada de bronce, logró matar a un gran número de orcos. Durante la refriega, los Enanos fueron liberados, y corrieron en busca de sus armas para poder ayudar a sus rescatadores.
Kurgan fue testigo de como el joven príncipe de los Umberógenos se enfrentaba al imponente Varag. A pesar de la gran fuerza y destreza que aquel muchacho había demostrado, el Orco Negro demostraba ser un adversario demasiado poderoso para él. Su espada de bronce era desviada por la armadura del orco, y cada golpe de su hacha mágica estuvo demasiado cerca de terminar con su joven vida.
Barbahierro comprendió que si no hacia algo, Sigmar moriría, asi que se abrió camino hasta la tienda del Kaudillo, pues sabia que allí se guardaba algunas de las posesiones del Rey Enano y sus mejores armas. Barbahierro removió cielo y tierra hasta encontrar a su viejo amigo Ghal Maraz. Al sostener el martillo rúnico, supo que no le correspondía a él llevarlo a la batalla. El poder de Ghal Maraz es antiguo, incluso para los propios Enanos, y el arma sabía quién se suponía que debía llevarlo. Por alguna razón, Kurgan comprendió que el arma siempre había estado destinada a ser el arma del príncipe de los Umberógenos, incluso antes de que él naciera, así que en lugar de atacar, Kurgan le lanzó Ghal Maraz a Sigmar.
Armado con aquel poderoso martillo, Sigmar hizo pedazos el cráneo de Vagraz de un solo golpe. Con la muerte de su líder, los orcos perdieron su valor y los hombres se hicieron con la victoria. Cuando la batalla terminó, Sigmar intentó devolverle Ghal Maraz a Kurgan, lo cual el pareció un gesto honorable para un hombre, pero cuando le vio a los ojos, Kurgan observó que ardían con una energía que no había visto nunca.
Al bajar la mirada hacia Ghal Maraz, Kurgan comprendió que era el momento de que le pasara aquella gran arma, una reliquia de su familia, a un hombre, y le regalo el martillo a Sigmar. Tal cosa no ha ocurrido nunca en todos los anales de los enanos, y aquel evento marcaría el inicio de una alianza y un vínculo inquebrantable de amistad entre el pueblo de Sigmar y el reino Enano de Karaz Ankor, que todavía perdura actualmente.
Tras esto, los contactos entre los Umberógenos y los Enanos aumentaron exponencialmente. Muchos Enanos se trasladaron a Reikdorf para comerciar, y como agradecimiento a su rescate, Kurgan hizo que construyeran la casa larga del Rey Björn. Alaric, el herrero rúnico de Kurgan, decidió quedarse durante unos años en la capital para enseñar a los hombres algunos secretos de la metalurgia enana que les permitieran fabricar mejores armas.
Forjando al Guerrero[]
La Batalla del Puente de Astofen[]
Con quince años, ya había llegado el momento de que Sigmar se ganara su escudo, un importante rito de iniciación en varias de las antiguas tribus, ya que simbolizaba el paso a la plena madurez. Hasta entonces había participado en escaramuzas y enfrentamientos menores contra bandas de Pieles Verdes, Hombres Bestia y miembros de otras tribus, pero ahora sería la primera vez en la que participaría en una batalla real, y además liderando el ejército Umberógeno.
Debía enfrentarse a una gran fuerza Orca que amenazaba el asentamiento de Astofen, gobernada por Eadhelm, un primo lejano de Björn. La horda estaba liderada por un Kaudillo conocido como Grimgut Aplastahuesos, quien había sido el azote de los Umberógenos durante años, y recientemente había congregado bajo su estandarte a cientos de pieles verdes, convirtiéndose en una amenaza realmente seria.
La noche antes de la partida, Sigmar celebró la Noche de Sangre, un gran banquete en honor a Ulric para los guerreros que participaban por primera vez en una batalla, pues podría ser su última noche. Junto a él también estaban sus amigos Wolfgart, Pendrag y Trinovantes. El único ausente era Gerreon, pues justo la semana anterior, Wolfgart le había tomado el pelo por el cuidado que prodigaba a su aspecto, y Gerreon lo había atacado hecho una furia, terminando con la muñeca rota, lo que le imposibilitaba participar en la batalla.
Durante el festejo, Trinovantes le dijo a Sigmar que vio posarse un cuervo en el tejado de la casa larga del rey aquella mañana, lo cual era un augurio de pesar, pero Sigmar desestimó las preocupaciones de su hermano de armas. Más tarde, tuvo una conversación con su padre Björn, quien le dio consejos sobre como debía liderar a su aliados en combate. El Rey Björn enseñó a su hijo un escudo redondo, cubierto de tachuelas de cobre y forrado de cuero. Era verde, con el dibujo de un jabalí. Sigmar sonrió al ver el diseño, ya que el jabalí representaba a Colmillonegro, y aun recordaba los acontecimientos del año pasado. Björn le pidió que regresase a su lado cuando la batalla hubiera concluido, con su escudo o sobre él.
A la mañana siguiente, el ejército Umberógeno cabalgó hasta llegar Astofen y construyeron un campamento cerca de la ciudad asediada. Tras estudiar las fuerzas enemigas y su número, Sigmar planeó al estrategia.
El príncipe Umberógeno cabalgó por la ladera de una colina junto a sus jinetes, mostrando su desdén hacia el enemigo al no llevar armadura o protección alguna. Los Orcos fueron tomados desprevenidos por este inesperado ataque, y los jinetes Umberógenos les acosaron con jabalinas y flechas, hasta que los Pieles Verdes finalmente reaccionaron furiosamente y rompieron la línea de batalla y corrieron tras los jinetes que se retiraban, derribando a varios de ellos.
Fue entonces cuando Sigmar puso en marcha su verdadero plan: con dos toques de un cuerno de guerra, los jinetes cabalgaron hasta el otro lado del puente de Astofen, y cuando el ultimo atravesó la estructura, una masa de guerreros lideradas por Trinovantes le cortó el pasó a los perseguidores, crearon un bloque sólido que obligó a los pieles verdes a acumularse en el puente y tras él, lo que hizo que no pudieran combatir en condiciones y anulando la ventaja de sus grandes números.
Sigmar y los jinetes que lograron escapar se reagruparon y se pertrecharon con nuevas armas para volver a la carga. El plan consistía en que los guerreros del puente aguantase todo lo posible para luego retirasen al toque de cuerno, pero Trinovantes y sus tropas decidieron ignorar esto ultimo y luchar hasta el final, sacrificando sus vidas para darle todo el tiempo posible a sus aliados para prepararse para la carga final. Decenas de orcos cayeron a su alrededor, hasta que finalmente fueron abrumados y el propio Trinovantes fue muerto cuando el Kaudillo Aplastahuesos le atravesó con su lanza.
Tan absortos estaban los Pieles Verdes con la batalla en el puente que no vieron a los jinetes sobre la colina, y apenas pudieron prepararse para afrontar la enloquecida carga de los jinetes Umberógenos.
Al ver a su hermano de armas morir a manos del señor de la guerra orco, un enfurecido Sigmar cargó directamente contra Grimgut Aplastahuesos, quien lo vio acercarse y le bramó un desafío. Cuando el semental ganó la última pila de cadáveres, Sigmar saltó del lomo del animal, agarrando Ghal Maraz con las dos manos. Cuando el ancestral martillo rúnico se estrelló contra el cráneo de Aplastahuesos, lo aplastó por completo, dejando solo un revoltijo de hueso y carne destrozados.
Al ver a su líder morir, el resto de pieles verdes se descorazonaron y empezaron a huir en desorden, siendo perseguidos y abatidos por los guerreros de Sigmar y los guerreros de Astofen. Al final de la tarde, el campo de batalla estaba cubierto de cuerpos. Sigmar había derrotado a la amenaza piel verde procedente de las Montañas Grises y dado muerte a su Kaudillo, y casi dos mil cadáveres de orcos y goblins fueron quemados en grandes piras.
El cacique de Astofen les dio la bienvenida al interior de los muros de la ciudad tras la batalla, su gente se ocupó de los hombres heridos de Sigmar, y por la noche festejaron aquella victoria magnífica. Sigmar se unió a sus hombres en las celebraciones pues distanciarse de ellos entristecido por los caídos sólo habría supuesto un insulto al coraje de los supervivientes. En su fuero interno, sin embargo, lloraba la muerte de Trinovantes, y sentía el dolor de la culpa por el hecho de que su decisión lo hubiera enviado a la muerte.
Al día siguiente, el ejercito regresó a Reikdorf envuelto en la victoria y la gloria, después de haber derrotado a al mayor ejercito orco que se había visto hasta ese momento. Björn abrazó a su hijo y le dio su escudo. Había demostrado ser tan buen guerrero como líder. La dicha de Sigmar duró poco cuando vio los entristecidos rostros de Ravenna y en especial Gerreon por la muerte de su hermano. El acongojado gemelo de Trinovantes estaba tan destrozado por el dolor de su perdida que no dudó incluso en acusar a Sigmar de ser el principal responsable de su muerte.
Promesas[]
Björn celebró un gran banquete por la victoria de su hijo sobre los orcos, aunque durante el festín pudo comprobar que Sigmar continuaba abatido por la muerte de su hermano de armas Trinovantes. El rey trató de consolar a su hijo, pues comprendía muy bien por lo que estaba pasando, pues el pasó por ello.
Le contó al historia de cuando hace varios años fue en ayuda del rey endalo Marbad para luchar contra los diablos que habitaban los pantanos que rodeaban su ciudad. Junto a él estaba su hermano de armas Torphin. Fue una batalla ardua, donde cayeron muchos guerreros y de la que pudieron escapar gracias a Ulfihard, la espada mágica de Marbad. Durante la batalla, Torphin fuera arrastrado al fondo del pantano por los demonios que lo habitaban, surgiendo posteriormente como un ser no muerto. Marbad le prestó Ulfihard a Björn, y dio con ella verdadera muerte a su hermano de armas, rezando por que Ulric fuera misericordioso y permitiera que el alma de Torphin entrara en sus salones.
Björn, Marbad y los demás supervivientes salieron de los pantanos, y desde entonces se convirtieron en hermanos de armas. Björn explicó que ese era el motivo por el que los Umberógenos y los endalos se ayudaban mutuamente. Asimismo, los querusenos y los taleutenos habían jurado ser sus aliados tras las batallas contra los Hombres Bestia. Se trataban de juramentos, y Björn aconsejo a Sigmar que siempre cumpliese los suyos, para que otros siguieran su ejemplo.
A la mañana siguiente, se enterraron a los caídos en la batalla de Astofen en la Colina de los Guerreros. Sigmar encabezaba el cortejo fúnebre que transportaba el féretro de Trinovantes, adentrándose en el túmulo donde reposarían sus restos. Sigmar abandonó la tumba de su hermano sosteniendo el escudo de Trinovantes ante él como si fuera una fuente.
Sigmar se acercó a Gerreon para darle el escudo de su hermano, pero este se negó aceptarlo, acusando abiertamente a Sigmar de ser el responsable de la muerte de su gemelo. Sigmar soportó al acusaciones de Gerreon, asegurándole que él también llora por su muerte, pero ambos hombres se miraron mutuamente con los ojos cargados de creciente furia. Para evitar que la situación se escapara de control, Ravenna tomó el escudo de su hermano, y dio gracias al príncipe por su consideración. Con la ayuda de Wolfgart y Pendrag, Sigmar empujó la roca que sellaría la entrada a la tumba de Trinovantes de manera irrevocable.
Cayó al noche, y mientras su padre se quedaba en la Colina de los Guerreros para realizar los últimos ritos funerarios requeridos, Sigmar se fue a la Piedra de Juramentos, una roca en mitad de Reikdorf donde lo Umberógenos tradicionalmente prometían cumplir cualquier juramento al que se comprometiesen.
Con él estaban Wolfgart y Pendrag, y Sigmar les habló de su sueño de unificar a todas las tribus en una sola nación. Sus dos hermanos de armas consideraban su sueño una locura pues las distintas tribus habían estado enemistadas durante generaciones, pero Sigmar logró convencerlos que, aunque el camino será largo y difícil, no era imposible de lograrlo.
Sigmar se sacó a Ghal Maraz del cinto y lo colocó sobre la Piedra de Juramentos. Los tres posaron sus manos sobre el martillo de guerra y juraron por todos los dioses de la tierra y sobre aquella poderosa arma que no descansarían hasta lograr la unificación de todas las tribus de los hombres. Tras prometer aquello, Sigmar vio a Ravenna de pie al borde de la plaza, y Pendrag le instó a que fuera junto a ella.
Mientras caminaban junto al río, Sigmar se disculpó por la muerte de Trinovantes, pero a diferencia de su hermano Gerreon, Ravenna no le culpo de su muerte. Aun así, aunque sabia que era inevitable, no soportaba la idea que muchos perdieran la vida en la guerra, y le entristecía la posibilidad de que Sigmar también muriera en alguna batalla.
Tras ser consolada, Ravenna desvió la conversación de su hermano y le preguntó a Sigmar de que había hablado con Wolfgart y Pendrag. Él respondió que juraron unificar a los hombres en una sola nación. Ravenna realmente creyó que fuera capaz de cumplir ese objetivo, pero le hizo prometer que cuando hubiera logrado todo lo que se proponga, que depusiera sus armas y lo dejara todo atrás. Sigmar lo prometió sin dudarlo.
La vida en Reikdorf[]
Los meses pasaron hasta que el invierno cayó sobre Reikdorf como un puño. Sigmar hizo una visita a Alaric y a Prendrag a su forja. El maestro enano estaba enseñando a como trabajar el hierro para fabricar mejores armas y armaduras que las que estaban empleando hasta ahora los Umberógenos. Al comprobar su eficacia, Sigmar decretó que, una vez pasado el invierno, debían reunirse a todos los herreros de las tierras de los umberógenos para que aprendieran a trabajar el hierro.
Una semana después de que la nieve se fundiera, el rey Marbad de los Endalos fue hacerle una visita a su aliado y amigo Björn. Sigmar le contó sus hazañas en la batalla de Astofen y así como también su visión de un Imperio. Marbad reconoció el valor y la audacia de Sigmar, y no descartó al posibilidad de que lograra su objetivo pese a las dificultades y obstáculos que implicaban. Tras unas semanas disfrutando de la hospitalidad del rey Björn, Marbad y su séquito regresaron a Marburgo. A Sigmar le cayó bien el rey de los Endalos desde el primer momento, y su padre le aseguró que sería un aliado incondicional.
Por estas fechas, Sigmar empezó a cortejar a Ravenna y a verse con mas frecuencia. Ambos estaban profundamente enamorados, y él le prometió que en cuanto sucediera a su padre, la desposaría y sería su reina, formando una gran familia.
En cuanto a su hermano Gerreon, terminó por pedirle disculpas a Sigmar, asegurando que estaba avergonzado de las cosas que dijo e hizo tras la muerte de Trinovantes. Wolfgart y Pendrag se mostraron desconfiados de aquel repentino arrepentimiento; sin embargo, en los años siguientes, la confianza de Sigmar se había visto justificada. Gerreon se había ganado el respeto de los otros en docenas de combates desesperados, llegando a salvar la vida de Sigmar en más de una ocasión, y él salvo la suya en otras tantas.
Seis años pasaron desde que hicieron las paces. En ese tiempo Reikdorf siguió creciendo y prosperando, mientras que Sigmar continuó liderando a los suyos en numerosas escaramuzas y batallas contra los numerosos enemigos de los Umberógenos.
Sigmar emprendió una purga de los terribles Hombres Bestia que moraban en los extensos bosques el reino de su padre, masacrando tribus enteras y vengando sus depredaciones anteriores contra los asentamientos de los Umberógenos. Sigmar incluso llegó a comandar a sus guerreros para ayudar a aldeas y miembros de otras tribus, pues consideraba que esto beneficiaría en su empresa de unificarlas a todas.
Gracias a las enseñanzas de Alaric, se fabricaron más y mejores armas, y con tantos conflictos en el porvenir, se entrenaron a las futuras generaciones de guerreros en el campo de espadas bajo la supervisión de Gerreon y Alfgeir, Paladín del rey Björn y mariscal del Reik.
Y así llegamos al año -8, un año que seria trascendental en la vida de Sigmar como en la existencia del propio Imperio.
La invasión de los Norses[]
Sigmar fue de visita a una de las sesiones de entrenamiento para comprobar los progresos. Un joven llamado Brant resultó herido pues entrenaban con espadas afiladas a sugerencia de Gerreon y con la aprobación de Alfgeir y Björn. Sigmar estaba de acuerdo con esto, pues consideraba que era mejor que los entrenamientos fueran lo mas realistas posibles para prepararlos mejor para los combates de verdad. Cuando se llevaron el chico para que lo curaran, Sigmar comprobó que Gerreon estaba totalmente pálido, mirándolo fijamente. Sigmar vio que tenía la huella de una mano ensangrentada en el centro de su pecho. Antes de que pudiera comprender que le pasaba a su amigo, sonaron las campanas de alerta.
Al llegar a las murallas comprobó que se trataban de un gran grupo de refugiados querusenos, que huyeron de sus tierras ante una poderosa invasión de los norses. En menos de una hora, los guerreros de los umberógenos se habían reunido en la casa larga para escuchar las palabras de dos hombres que habían venido con los refugiados, emisarios del rey Krugar de los taleutenos y del rey Aloysis de los querusenos.
En nombre de sus oscuras deidades, los norses habían surgido de su reino helado y abierto camino a través de las tierras tribales de los Udoses, y ahora se preparaban para invadir las tierras de los querusenos y los taleutenos. El ejército invasor era inmenso, de más de seis mil efectivos, ya que se les habían unido las tribus que habitaban las desoladas tierras del lejano norte. Ante esta amenaza, ambas tribus dejaron de lado su larga rivalidad territorial para combatir a los Hombres del Norte como aliados, pero ni siquiera la fuerza combinada de dos tribus era suficiente contra la furia insaciable de las hordas norse. En su desesperación, tanto Krugar como Aloysis solicitaron ayuda al rey Björn, ofreciéndole su juramento de espadas si los ayudaba.
Tras oír a los emisarios Björn, se retiró con su consejero y erudito Eoforth y el mariscal Alfgeir, además de Sigmar, para considerar la situación. Sospechaban que primero habían pedido ayuda a los teutógenos, pero el Rey Artur se negó a ello, creyéndose a salvo sobre la Fauschlag y sin duda planeaba invadir las tierras de sus vecinos cuando los querusenos y los taleutenos fueran derrotados y los norses tuvieran menos fuerza.
Sigmar expresó su deseo de ir en ayuda de Krugar y a Aloysis. Contar con Juramentos de Espada de dos reyes tan poderosos beneficiaría a los Umberógenos en gran medida, pues mucha de la frontera septentrional estaría segura, y además podrían contar con la caballería taleutena y a los salvajes querusenos como aliados en conflictos futuros. Björn estaba de acuerdo con los argumentos, pero no podía dejar sus propias tierras sin protección, así que partiría al norte con todos los guerreros que pudieran, dejando a su hijo la responsabilidad de salvaguardar su reino durante su ausencia.
Al principio Sigmar se sintió ofendido de que su padre lo dejaba atrás mientras el partía a la guerra, pero Ravenna le hizo ver la gran confianza que su padre depositaba en él al dejarle al cargo de la defensa del reino de su padre, asegurándole además que no estaría falto de batallas.
Las palabras de Ravenna no estuvieron desacertadas pues, tuvieron que hacer frente a las amenazas habituales, pero por desgracia Sigmar y sus guerreros no podían estar en todos lados. Aprovechando la ausencia del rey Björn y de buena parte de sus tropas, el rey Artur de los Teutógenos ordenó que atacaran y saquearan asentamientos Umberógenos. Especialmente devastador fue el ataque al asentamiento de Ubersreik, donde todos sus habitantes fueron masacrados.
Pese aquella matanza, Sigmar decidió no tomar represalias contra Artur. Con la mayor parte del ejercito combatiendo en el norte no contaba con efectivos suficientes para iniciar una guerra contra los Teutogenos, así que muy a su pesar debía tragarse su orgullo, y esperar que volviera su padre. Entonces ajustaría cuentas con Artur.
A raiz de estos ataque, también consideró la idea de establecer un sistema de adiestramiento de modo que todos los hombres supieran combatir. El territorio de los Umberógenos era demasiado grande para defenderlo con un solo ejército, así que cada aldea debería mantener un cuerpo de guerreros para defenderla ante los ataques.
El más vil acto de traición[]
Gobernar el reino de su padre en su ausencia estaba resultando una tarea mucho más agotadora y estresante de los que Sigmar hubiera esperado. Por fortuna para él, tenia a Ravenna a su lado. Sin embargo, las cosas no marchaban bien para Gerreon. Años atrás, tras la muerte de Trinovantes, había visitado a la Hechicera del Brackenwalsch, quien le dijo cuales serian los portentos que le indicarían el momento adecuado para vengarse de Sigmar la muerte de su gemelo. Aquellos portentos hicieron actos de presencia en el campo de espadas, cuando el joven Brant se hirió durante los entrenamientos.
Desde entonces había estado batallando entre de matar a Sigmar, o abandonar cualquier deseo de venganza pues, después de tanto años combatiendo a su lado, realmente consideraba a Sigmar como su amigo. Una noche, bajo la luz de Morrslieb, Gerreon caminaba por los lodazales de Brackenwalsch, ahogado en un mar de pesadumbre y desasosiego. Finalmente sucumbió a los designios del destino.
Gerreon embadurnó la hoja de su espada con cicuta del Brackenwalsch, y fue a por Sigmar, que en aquellos momentos había decidido ir a un lugar apartado del Reik para estar a solas con Ravenna. Cuando los dos amantes se disponían a nadar en el río, Gerreon hizo acto de presencia para asesinar al joven príncipe Umberógeno, aprovechando que estaba desarmado. Ravenna suplicó a Gerreon que se detuviera, pero este la repudió, y atacó a Sigmar, haciéndole un corte con su espada, envenenándolo.
A medida que las fuerzas de Sigmar se agotaba lentamente, Ravenna se arrojó sobre Gerreon para detenerlo. Los instintos de Gerreon como espadachín asumieron el control y eludió el ataque de la joven con facilidad, y en su rabia ciega, hundió la espada en el estómago de su hermana. Al ver morir a Ravenna, una furia berserker se desató en Sigmar, permitiéndole sobreponerse momentáneamente a los efectos del veneno, abalanzándose sobre Gerreon y empezó a estrangularlo.
Le miró a los ojos buscando algún indicio de remordimiento por lo que había hecho. Vio al niño que gritaba y lloraba por el hermano que había perdido y un alma que chillaba mientras la arrastraban hacia un atroz abismo. Vio las garras afiladas de un monstruoso poder que habían logrado agarrarse al corazón de Gerreon y la desesperada lucha que se libraba en el interior de su alma torturada. A la vez que las manos de Sigmar apretaban acabando con la vida de Gerreon, vio cómo ese monstruoso poder se alzaba y reclamaba al espadachín por completo. Una espantosa luz surgió tras los ojos de Gerreon y una maliciosa sonrisa de radiante maldad se extendió por su rostro, quitándose a Sigmar de encima. La fuerza del berserker que lo había llenado momentos antes abandonó su cuerpo.
Sigmar se lanzó al río antes de quedar paralizado por el veneno. La corriente lo atrapó y el agua le llenaba la boca y los pulmones. Mientras la oscuridad envolvía su mente, Sigmar perdió la conciencia tras ver a Gerreon sonriendo le a través de las burbujas que se arremolinaban en la superficie del agua.
Pero el destino de Sigmar no era morir ahí, y río abajo quedó enganchado en el anzuelo de un humilde pescador llamado Horst Edsel. Horst sacó su cuerpo del río, quedando horrorizado al descubrir de quien se trataba, y comenzó a remar con todas sus fuerzas hacia Reikdorf.
El cuerpo inconsciente del príncipe Umberógeno fue llevado a la casa larga y se llamó de inmediato al curandero Cradoc para tratarlo. Se limpió concienzudamente las heridas para eliminar todo rastro del veneno y se le aplicó emplastos a estas, pero era lo máximo que podía hacer para salvar a Sigmar, y con resignación dijo que ahora su vida estaba en manos de los dioses. Cradoc preguntó Horst en que zona del río encontró a Sigmar, la cual estaba cerca del que era el lugar favorito de los jóvenes enamorados para nadar. Cadroc le pidió a Pendrag que lo llevara hasta allí, y que trajera con ellos a los mejores rastreadores para dar con el asesino, pues dudaba que Sigmar fuera la única victima.
Y mientras todo esto ocurría en el reino de los vivos, Sigmar despertaba en el sombrío mundo de los muertos.
Las Bóvedas Grises[]
Sigmar abrió los ojos y se encontró un inhóspito mundo de un gris ceniciento bajo un cielo vacío y sin vida. Una cordillera se erguía a lo lejos, enorme y monolítica, con mucho, la más grande que había visto nunca. El joven príncipe Umberógeno deambuló por aquella tierra desolada durante un tiempo indeterminado. No comprendía dónde estaba y cómo había acabado allí ¿Estaría muerto? Y si fuese así ¿Por qué no estaba en los dorados salones de Ulric?
El miedo rozó su corazón mientras sentía que las sombras se congregaban a su alrededor. Esta adoptaron la forma de dos monstruosos lobos, y un demonio escamoso y cornudo armado con una espada, y que pronunciaba entre dientes palabras sobre su muerte. Sigmar deseó contar con un arma para defenderse, y al bajar la mirada vio aparecer una espada dorada en su mano. Alzó el arma y se imaginó vestido con una armadura de la mejor calidad, y no se sorprendió cuando apareció sobre su cuerpo.
Las criaturas de la oscuridad lo rodearon; pero en lugar de esperar a que ellas dieran el primer paso, Sigmar se lanzó al ataque, y atravesó a uno de los lobos de sombra y éste desapareció en medio de un remolino de humo oscuro. El segundo lobo saltó hacia él y Sigmar también acabó con su existencia. Hirió también al tercer demonio, pero este dejó escapar un estridente aullido, y el dolor que le provocó hizo que Sigmar cayera de rodillas, soltando su arma, que se esfumó en cuanto tocó el suelo.
El demonio bramó triunfalmente y su espada descendió en dirección a su cráneo..., y se encontró con una enorme hacha de dos cabezas que bloqueó el golpe. Sigmar alzó la mirada y vio a un poderoso guerrero pertrechado para la guerra. El guerrero humano acabó con el demonio y le ofreció la mano a Sigmar. Incluso antes de ver el rostro del guerrero, Sigmar supo que se trataba de su padre Björn.
En el mundo de los vivos, al igual que su hijo, el Rey de los Umberógenos también se debatía entre la vida y la muerte.
Las fuerzas combinadas de Taleutenos, Querusenos y Umberógenos habían logrado hacer frente a los ejércitos norse, y todo se resolvería en una única batalla, el mismo día en el que Sigmar fue atacado. La noche anterior, Björn fue visitado en secreto por la hechicera del Brackenwalsch para advertirle del peligro que corría su hijo, y que solo él podría salvarlo. Para ello, le hizo prometer que durante la batalla, buscase al caudillo rojo que guía al ejército de los hombres del norte y acabara con él. Björn aceptó sin dudar, y al despertar, vio que tenia en la mano un colgante de bronce con la forma de puerta cerrada.
En la batalla final, el rey Björn peleó como un poseso, arremetiendo contra lo más reñido del combate desde el principio, con su poderosa hacha Segadora de Almas despedazando a los hombres del norte con cada golpe. Como prometió, el Rey Umberógeno cargó contra el líder norse, y tras un intenso duelo, logró decapitarlo con su hacha, haciendo que su cabeza y su estandarte cayeran al suelo. Apenas Björn acababa de dar muerte al caudillo norse cuando sus paladines de armadura oscura se abalanzaron sobre él para descargar su venganza, pero sin su líder, los Norses fueron rapidamente derrotados, y los hombres de Björn rescataron a su malherido rey, tratándole de inmediato las heridas para salvar su vida.
De vuelta al mundo ultraterreno, Björn se alegró de ver a su hijo pese estar en aquel espantoso lugar. Se trataban de las Bóvedas Grises, el averno entre la vida y la muerte. No sabía como había acabado allí, pero pensaba asegurarse de que regresase a la tierra de los vivos, y para ello debían llegar a las montañas, donde se encontraba la puerta al reino de Morr.
Padre e hijo recorrieron aquel afligido paisaje. A ojos de Sigmar, las montañas no parecían acercarse, sin embargo, su padre le aseguraba que iban por el buen camino. Mientras caminaban, mantuvieron una charla. Björn le habló de la guerra en el norte y de como expulsaron a los norses de vuelta a su reino helado. Björn le aconsejó a Sigmar que, cuando fuera rey, le rindiera honores a Krugar y a Aloysis, pues era reyes honorables y aliados incondicionales de los umberógenos.
Antes de que Sigmar se diera cuenta, llegaron a las montaña, y un inmenso portal se formó en su ladera, ancho y lo bastante alto para abarcar las tierras hasta donde alcanzaba la vista. Antes de que pudieran acercarse más, un conjunto de sombras flotó por el aire formando una línea ininterrumpida entre ellos y la puerta en las montañas, adoptando la forma de un ejercito compuesto por criaturas contrahechas, monstruos y seres demoníacos.
De aquella gran hueste surgió guerrero alto y provisto de una armadura de placas rojo sangre, y pese que ahora era más demonio que mortal Björn lo reconoció al instante como el rey norse al que había matado. El Campeón del Caos le exigió al rey que le entregara a su hijo, pues los Dioses Oscuros ordenaban su muerte, y a cambio él podría volver al mundo de los vivos. Björn se negó plegarse a sus demandas. Sabía cual era la grandeza a la que estaba destinada Sigmar gracias a la hechicera de Brackenwalsch, además de que de ninguna manera sacrificaría a su hijo.
Los demonios empezaron a avanzar hacia ellos. Björn preparó Segadora de Almas y, con un pensamiento, Sigmar estuvo armado con el poderoso Ghal Maraz. Padre e hijo se mostraron desafiantes ante el ejercito de los dioses oscuros, y entonces a su alrededor empezaron a congregarse los fantasmas de los guerreros caídos de los umberógenos, preparados para luchar por su rey una vez más.
El ejército de fantasmas se abrió paso entre los demonios, sus espadas y hachas causaron estragos entre sus enemigos mientras luchaban para llevar a su rey y a su príncipe hacia la Puerta de Morr. Cada uno de los combatientes desaparecía cuando lo derrotaban, la luz o la oscuridad de su existencia se apagaba en un momento mientras una espada los atravesaba o unos colmillos los desgarraban.
Sigmar y Björn luchaban codo con codo, empujando la cuña de combate aún más en la horda demoníaca. El demonio rojo fue directamente a por Sigmar, lanzándole una serie de virulentos ataques, pero el joven príncipe logró derrotarlo, destrozándole la cabeza con Ghal Maraz. Con la muerte de su señor demoníaco, la confusión se apoderó de la horda de sombras, y el ejército Umberógeno siguió presionando hasta llegaron hasta el portal.
Mientras la hueste demoníaca se disipaba, los fantasmas Umberógenos se pararon frente a la oscuridad arremolinada de la puerta de Morr. Björn le dio sus últimas palabras de despedida y de coraje a su hijo, otorgándole el colgante de bronce con forma de puerta. Sigmar lloró mientras su padre y sus fieles guerreros realizaban el viaje desde el reino de los vivos al de los muertos. No bien habían pasado al otro lado de la puerta, ésta desapareció como si nunca hubiera existido, dejando a Sigmar solo en el vacío páramo de las Bóvedas Grises.
Sigmar respiró hondo y cerró los ojos. Y al abrirlos de nuevo, se despertó de nuevo en el mundo de los vivos, con un agudo dolor recorriéndole el cuerpo.
Rey de los Umberógenos[]
Dolorosa Recuperación[]
Las siguientes semanas fueron duras para Sigmar. Tuvo que cargar en su corazón el dolor por la muerte de su amor Ravenna. Se sentía culpable por no haber podido prever la traición de su hermano Gerreon, el cual había logrado escapar. Desde el intento de asesinato, siempre lo acompañaban seis guerreros armados. El temor a que lo asesinaran había hecho que sus hermanos de armas se volvieran excesivamente cautelosos, pero Sigmar no los culpaba. Desafortunadamente, con cada día que pasaba, se encerraba más en sí mismo, dejando fuera a Wolfgart y a Pendrag mientras éstos intentaban sacarlo de su melancolía. Sigmar prometió que no amaría a ninguna otra, la tierra de los hombres sería su único amor duradero.
Pero la muerte de Ravenna no era el único dolor que llevaba en su corazón, pues sabía que su padre había muerto también. No habían llegado noticias del norte, pero la gente de Reikdorf aguardaba con ansia el regreso de su rey. Sigmar sabía con absoluta certeza que el rey de los Umberógenos había caído, y el sentimiento de culpa por ocultarle este hecho a su gente seguía atormentándolo, pero la alternativa no era mejor, así que mantuvo la cruda verdad encerrada en el fondo de su corazón.
En las semanas que habían transcurrido desde que despertara, se había enterado de que su cuerpo había permanecido frío e inmóvil, sin vida, pero sin estar realmente muerto, durante seis días. Su vida había pendido de hilos finísimos sin que el curandero Cradoc supiera cómo explicar por qué no despertaba ni moría. Wolfgart, Pendrag e incluso el venerable Eoforth habían estado con él durante todo el tiempo que había permanecido en el umbral del reino de Morr. Sabía que tenía suerte de contar con hermanos de armas tan incondicionales, lo que hacía que su distanciamiento forzoso fuera aún más difícil de racionalizar.
Cuando recuperó las suficientes energías, Sigmar inició un riguroso régimen de entrenamiento para recuperar el vigor y las fuerzas de antaño. Un día, Wolfgart y Pendrag trataron de aconsejarlo que no se excediera, pues apenas hacia una semanas que había escapado de la muerte, pero Sigmar estaba demasiado lleno de frustración como para hacerles caso. Wolfgart comprendía a su amigo y trato de consolarlo. Debía honrar el recuerdo de Ravenna, pero también debía seguir adelante y buscar a otra mujer.
Un enfurecido Sigmar le responde que no querrá a otra mas que a Ravenna, y Wolfgart le dice una dura verdad: Aunque hubiera sobrevivido, no se hubiera podido casar con ella, pues la gente no querría a la hermana de un traidor como reina. Sigmar sintió que su dolor y su rabia se fundían en una aplastante oleada de violencia y tumbó a su amigo de potente puñetazo. No bien asestó el golpe, la vergüenza por su acción lo invadió. Sus pensamientos volvieron a su infancia, cuando le había roto el codo de Wolfgart con un martillo en un momento de rabia.
Avergonzado, Sigmar trató de disculparse pero Wolfgart no le guardaba rencor, incluso bromeaba con Pendrag sobre lo débil que había sido el golpe, pese al cardenal que empezaba a crecerla en la cara. Sigmar miró a sus amigos de armas a la cara y vio que temían por él y comprendían su rabia alimentada por el dolor. La tolerancia de sus camaradas le dio una lección de humildad.
Sigmar les pidió perdón por encerrarse en si mismo con su dolor tras la muerte de Ravenna, sus amigos le respondieron que no habia nada que perdonar. Sigmar sintió que lo invadían nuevas fuerzas y, por vez primera desde su regreso de la Bóvedas Grises, sonrió.
Reunion de reyes[]
A la mañana siguiente, el victorioso ejercito Umberógeno regresó a Reikdorf, transportando al fallecido en rey Björn. El atribulado Alfgeir se humilló ante Sigmar y pidió renunciar a su posición por haber sido incapaz de proteger a su padre, pero Sigmar le respondió que no debía preocuparse por ello, y le dijo que se sentiría honrado si le sirviera como le sirvió a él como su paladín y mariscal del Reik.
Sigmar proclamó a los entristecidos ciudadanos que enviaría jinetes a anunciar de que cuando saliera la próxima luna nueva, el Rey Björn ocupará su lugar en la Colina de los Guerreros, momento en que él le sucedería en el trono.
Varios gobernantes de otras tribus viajaron hasta Reikdorf para asistir al funeral real. Krugar de los taleutenos y Aloysis de los querusenos habían venido en persona e impresionado a Sigmar con sus sinceros elogios para con su padre. La reina Freya de los asoborneos tambien acudió, pues en el pasado se alió con Björn para luchar contra los pieles verdes. Llegó en un aullante desfile, y mostró su interés por yacer con Sigmar, al igual que lo había hecho con su padre cuando se aliaron.
El rey Marbad de los endalos fue de los últimos en llegar, acompañado de sus Yelmos de Cuervo y portando un estandarte mojado en sangre en homenaje al caído Björn. El rey Marius de los jutones no se dignó a viajar a Reikdorf aunque envió una delegación a presentar sus respetos al fallecido rey. El rey Artur de los teutógenos, por el contrario, ni fue ni envió delegación alguna.
Se organizó en la casa larga un gran banquete en honor a Björn. Cientos de personas de diversas tribus llenaban la casa larga, y los distintos soberanos hablaron de las grandes hazañas del fallecido rey Umberógeno cuando este les proporcionó su ayuda. Pero aquel ambiente festivo no duró mucho, cuando las tensiones y la animosidad que había entre algunas de ellas terminó en trifulca que acabó inmiscuyendo a todos.
Furioso por la insensatez de esta reyerta sin sentido, Sigmar destrozó una mesa con un golpe de Ghal Maraz, haciéndola astillas. El martillo rúnico golpeó el suelo y un ruido ensordecedor se extendió desde el punto de impacto mientras una potente onda de fuerza lanzaba a todos los hombres por tierra, deteniendo la pelea en el acto.
Sigmar reprochó a todos los presentes su actitud. En vez de mantenerse unidos contra las amenazas, se pelean unos contra otros, enfrentamientos donde los únicos que salen beneficiados son seres como los pieles verdes y las bestias del bosque, y les habló a todos de su idea de formar una sola nación y ayudarse mutuamente. Su discurso fue interrumpido por una voz áspera y ronca y Sigmar se alegró de ver que se trataba del Gran Rey de los Enanos Kurgan Barbahierro.
Kurgan relató a todos el día que fue rescatado por Sigmar y como le regalo Ghal Maraz en agradecimiento, el cual es más que una simple arma, también un símbolo de unidad y de lo que se puede lograr a través de la unidad, y recomendó a todos lo presentes prestasen atención a las palabras de Sigmar, pues hablaba con la sabiduría de los antiguos.
Al día siguiente, el Rey Björn fue enterrado en la Colina de los Guerreros, rindiendose tributos a él y todos los caídos. Tras esto, Sigmar fue proclamado nuevo rey de los Umberógenos, y su sueño de unificar las tribus por fin se puso en marcha.
Comienza la Unificación[]
Alianza con los Udoses y expulsión de los Norses[]
Gracias a las acciones de su padre, Sigmar ya contaba con el juramento de espadas de Marbad, Krugar, Aloysis y Freya, y con las alianzas de sus respectivas tribus con los Umberógenos, pero todavía quedaban muchas tribus que convencer, ya fuera por las armas o mediante la diplomacia. Igualmente, también había tribus que quedaban fuera del sueño de unificación de Sigmar. No bien la tumba del rey Björn se había sellado y el sacerdote de Ulric había coronado a Sigmar rey de los umberógenos, éste había ordenado una asamblea de espadas para atacar a los norses.
Los nordicos no formaban parte de su visión y nunca podrían hacerlo. Los dioses del norte eran avatares de masacre, la cultura norse era una cultura de barbarie y sacrificio humano. Tal gente no tenía cabida en el imperio de Sigmar y, puesto que no aceptarían su dominio, debían ser destruidos. Por ello, tan pronto como su padre fue enterrado en la Colina de los Guerreros, Sigmar empezó a prepararlo la campaña contra la norses para cuando llegase la primavera.
Sigmar reunió tres mil combatientes y se dirigió de nuevo al norte, hacia las atribuladas tierras de la tribu de los Udoses, un reino que sufría ataques diarios por parte de saqueadores norteños. Apelando a los Juramentos de Espada que le habían hecho a su padre, tanto Krugar como Aloysis se marcharón con el rey de los umberógenos. El rey Wolfila de los Udoses se unió a la campaña de Sigmar encantado, y hombres y mujeres de los clanes bajaron en seguida de sus cañadas y cumbres aisladas para unirse a la poderosa hueste de guerreros.
Fue una campaña que duró dos años, y los norses lucharon duro para proteger sus tierras como Sigmar había previsto; pero contra el incalculable número del ejército de Sigmar, ni siquiera su ferocidad pudo hacer nada para detenerlos, quemando y destruyendo a su paso. Sigmar siempre había procurado permitir a los norses replegarse hacia la costa más septentrional, donde estaban varados sus barcos. Aunque las gentes del norte eran fieros guerreros, también eran hombres que querían vivir, y se lanzaron al mar para tratar de escapar de los vengativos sureños.
Cuando subieron a bordo de sus buques lobos, Sigmar desató la última arma de su arsenal. Desde los acantilados que rodeaban la bahía, enormes catapultas soltaron grandes proyectiles llameantes contras las naves. Muchas acabaron en llamas, y miles de hombres, mujeres y niños perecieron en aquellas aguas. Solo unas poca naves lograron escapar de aquella masacre.
Sigmar sintió satisfacción por lo que veía. No sentía remordimientos por los miles de personas muriendo pues las atrocidades que habían cometido los norses durante generaciones eran numerosas. El rey Wolfila le agradeció a Sigmar por su ayuda, en agradecimiento, le dió su juramento de espadas, asegurando que desde ese momento los udoses y los umberógenos serían aliados.
Habiendo abordado la amenaza de los Norses por un tiempo, Sigmar dirigió su atención hacia un enemigo que había estado postergando durante mucho tiempo: el rey Artur.
Duelo contra Artur de los Teutógenos[]
Sigmar se dirigió con su ejercito hasta la ciudad de Artur, en lo alto del Fauschlag. Cabalgó hasta el castillo con Pendrag portando su estandarte bajado en señal de negociación y anunció su intención de pedirle cuentas a Artur por la sangre umberógena que habían derramado sus guerreros. Pasaron dos días sin respuesta y la frustración de Sigmar aumentaba cada día mientras aguardaba noticias del rey Artur. Por fin, al tercer día, un mensajero salió a caballo de una poterna oculta en dirección al ejército umberógeno.
Se trataba de Myrsa, el Guerrero Eterno de Ulricsberg, trayendo un mensaje de su rey en el que ordenaba que Sigmar y sus huestes abandonaran las tierras teutógenas, ya que no tendrían ninguna posibilidad de triunfar si pensaban tomar la ciudad por las armas. Sigmar le respondió que no haría falta pues contaba con suficientes hombres para rodear la montaña y sellar la ciudad de Artur hasta que todo sus habitantes murieran de inanición. Es algo que no quería hacer, pues deseaba que los Teutógenos fueran sus hermanos, y envió de vuelta a Myrsa con el mensaje de que Artur tenía un día más para enfrentarse a él. Si se negaba aparecer, juró que escalaría la montaña y le abriría la cabeza delante de toda su gente.
Como era de esperar, el rey de los teutógenos no respondió, por lo que Sigmar decidió cumplir su promesa. Despojándose de la armadura y llevando Ghal Maraz como arma, él y su guardaespaldas de confianza Alfgeir empezaron la escalara de la rocosa pared de Ulricsberg. Tras varias horas de peligroso ascenso, consiguieron la increíble proeza de llegar hasta la cumbre.
Al poco de su llegada, fueron rodeados por una hilera de guerreros teutógenos liderados por Myrsa. Sigmar pudo deducir que el Guerrero Eterno era un hombre honorable, y que no estaba de todo contento con el comportamiento de su soberano. Le dijo que si fuera su rey, se sentiría honrado de contar con un hombre como él a su servicio, y Myrsa admitió que se sentiría orgulloso de prestarlo, pero es algo no podía ser. El rey Umberógeno le respondió que eso ya se vería y le exigió que lo llevaran ante Artur.
Sigmar fue conducido hasta la Llama Eterna de Ulric, donde se encontraba arrodillado el poderoso Artur, ofreciendo oraciones al Dios del Invierno y de los Lobos. Allí, ante el fuego sagrado, Sigmar exigió a Artur que rindiera cuentas por las matanzas de las aldeas umberógenas mientras su padre luchaba contras los Norses. Artur se burlo del joven rey, alegando que él habría hecho lo mismo si sus posiciones se hubieran invertido. Enfurecido, Sigmar desafió a Artur a un combate a muerte.
El soberano teutogeno le preguntó que impediría que ordenase a Myrsa y sus guerreros os matasen que lo mataran, a lo que Sigmar le respondido que el Guerrero Eterno era un hombre honorable y nunca obedecería semejante orden, además, estaban ante la Llama de Ulric y a la vista de sus sacerdotes. Ante tales testigos, ningún hombre podría rechazar un desafío y esperar conservar el favor del dios de la guerra. Ante estas palabras, Artur desenvainó su poderosa espada del dragón de Caledfwlch.
Los dos reyes lucharon entre sí, y al principio Artur partía con ventaja pues contaba con una armadura con runas que lo protegía incluso del poderoso Ghal Maraz, además de que Sigmar estaba cansado y no disponía ni de armadura o escudo con el defenderse. Sigmar fue derribado y cayó dentro de la propia llama sagrada, pero en lugar de quemarse, emergió del fuego sin ningún rasguño y con sus fuerzas renovadas al ser, bendecido por el poder de Ulric. Sigmar reanudó el duelo y esta vez Artur no pudo defenderse de sus furiosos ataques. Con un golpe de Ghal Maraz, Sigmar destruyó la espada de Caledfwlch, y con el siguiente acabó con la vida de Artur.
Con esa victoria, Sigmar se proclamó rey de los teutógenos por derecho de combate. Tan ensimismado estaba en su visión de los umberógenos y los teutógenos logrando grandes cosas juntos que no se percató cuando Myrsa se acercó a él y le apuntó con una daga a la garganta. El Guerrero Eterno le preguntó si su intención era que los teutógenos fueran esclavos de su pueblo. Sigmar negó tal acusación, pues su deseo era que fueran sus aliados y hermanos, jurando ante el Fuego de Ulric que ningún hombre será su esclavo.
El Guerrero Eterno apartó la daga del cuello de Sigmar y se puso de rodillas, aceptando la regencia de Sigmar. Su primer decreto como rey de los teutógenos fue pedirle a Mysa y sus guerreros vigilasen las marcas septentrionales y mantuviera aquellas tierras a salvo.
Reforzando relaciones con Freya de los Asoborneos[]
Sigmar ya contaba con los Juramentos de Espada de los Endalos, los Querusenos, los Taluetenos, los Udoses y ahora también con el de los Teutogenos. Ahora su siguiente objetivo eran los Asoborneos. Los Asoborneos de la reina Freya no formaba parte de su creciente confederación, pero siempre había mantenido buenas relaciones con los Umberógenos, y se habían aliado en varias ocasiones en el pasado, por lo que buscaría un acercamiento diplomático para lograr el Juramento de Espadas de la famosa Reina Guerrera.
Después de haber obsequiado al rey Krugar y a los Taleutenos con armaduras y armas forjadas por Enanos, reforzando aún más los lazos entre ambas tribus, el rey de los Umberógenos lideró una pequeña columna de sus guerreros hacia la patria de los Asoborneos. Además de armamento forjado por Enanos, Sigmar pretendía obsequiar a Freya con los mejores sementales y yeguas criados por su amigo Wolfgart.
Su hermano de armas se mostraba reticente ante la idea de darle estos obsequios, pero Sigmar sabía que era algo esencial. Los Asoborneos eran famosos por ir a la en carros de guerra, y entregarles una nueva raza de caballos para mejorar sus caballadas reforzaría sus capacidades bélicas.
Al poco de adentrarse en las llanuras que comprendía el territorio de los Asoborneos, decenas de guerreros de la tribu surgieron de sus escondites, interceptandolo. Sigmar tuvo la suficiente sangre fría para conservar la calma y ordenar que ninguno de sus guerreros atacase. Con la situación bajo control, Sigmar comprobó que sus casi trescientos emboscadores eran casi todos guerreras asoborneas. El hecho de que no les hubiesen atacado, indicaban que no tenían intenciones hostiles
La líder de aquel batallón se presentó como Maedbh, e informó a Sigmar que su reina le había declarado amigo de su tribu, y Sigmar pidió que lo llevasen ante Freya. Maedbh aclaró que sería llevado al poblado de las Tres Colinas, pero solo bajo la condición de que su ejército se quedase donde está, y que él y quienes traían sus regalos se les vendasen los ojos, pues las sendas secretas hasta los salones de las reinas asoborneas no eran para los ojos de los hombres.
El rey Sigmar aceptó las condiciones, y fue llevado hasta el salón del trono. Una vez allí le entregó sus regalos a Freya. La reina asobornea quedó complacidas por los obsequios y, después de una larga propuesta de Sigmar, aceptó unirse a su alianza de tribus, pero primero, tendrían que sellar el trató, y para ello debía yacer con ella.
Tras una abrumadora noche de pasión, logró el Juramento de Espada de Freya y pudo regresar junto Wolfgart, totalmente agotado como si hubiera estado en una batalla. Su amigo no pudo evitar tomarle el pelo sobre su “método” para convencer a Freya, disfrutando de la incomodidad de Sigmar.
Ambos fueron devueltos a sus guerreros más tarde ese mismo día, aunque como aliados por juramento de los asoborneos, esta vez no les vendaron los ojos. Antes de partir, Maedbh mostró su interés por Wolfgart, y esta vez fue el turno de Sigmar para burlarse de su amigo.
Batalla contra el Rey Berserker de los Turingios[]
A continuación, la siguiente tribu a tratar fue el belicosos y orgulloso pueblo de los Turingios del Drakwald, gobernados por el Rey Berserker Otwin. Sigmar hizo todo lo que estaba en sus manos para evitar un conflicto, ofreciéndole a Otwin su Juramento de Espada y la oportunidad de unirse a su coalición, pero rechazó todos los emisarios que envió.
El Rey Berserker, al igual que el pueblo que gobernaba, era muy orgulloso y beligerante, y no se sometería a nadie que no se hubiera ganado su obediencia a través del combate. Por ello, decidió enfrentarse a Sigmar y a sus huestes en batalla, pese a que estas le doblaban en numero y ninguna posibilidad de ganar, pero era necesario pues, de lo contrario no seguiría siendo rey entre los suyos por mucho tiempo. Cuando su ejército fuera derrotado en batalla, buscaría condiciones, pues el honor ya se habrá satisfecho. A Sigmar se sintió frustrado que gente tuviera que morir por una mera cuestión de honor.
Como era de esperar, los turingios fueron derrotados en combate, pero demostraron ser guerreros fieros. En plena batalla, el Rey Berserker desafió a Sigmar a luchar contra él. A la vista de sus guerreros, Sigmar levantó el Ghal Maraz para aceptar el desafío. Pese a estar dominado por la furia berseker, Sigmar derrotó a Otwin e hizo que se arrodillara.
Sigmar le agarró con fuerza por el cuello hasta que la furia de combate desapareció de su mente, y le ofreció dos opciones: que hicieran el Juramento de Espada con él y pasara a formar parte de su hermandad de guerreros, o que pereciera y todo su pueblo fuera expulsado de sus tierras. Con el honor satisfecho, Otwin aceptó sin dudar unirse a Sigmar, comentando que el rey Umberógeno era un guerrero digno con el que recorrer el camino hacia el Salón de Ulric. Con esto, el rey Otwin y su temible pueblo prometieron lealtad a Sigmar.
Después de la victoria sobre la hueste turingiana, la mayoría de los guerreros del ejército de Sigmar volvieron a sus hogares. A pesar de que muchos hombres habían muerto para conseguir el juramento del rey Otwin, Sigmar se había sentido satisfecho, y no poco aliviado al ver que muchos de los heridos vivirían. Su amigo Pendrag perdió tres dedos en la batalla, pero en ningún momento permitió el estandarte cayera. Posteriormente Alaric le construiría una prótesis plateada, tan funcionales como los dedos perdidos.
Wolfgart salió de la batalla ileso salvo por algunas heridas menores, y al día siguiente al regreso de Sigmar, celebró en la Piedra de Juramentos su boda con Maedbh. Sigmar bendijo la unión y se llevó a cabo una gran celebración. Sigmar agradeció estos momentos de felicidad y jolgorio entre tanto combate.
Desde que se había convertido en Rey de los Umberógenos y empezado a unir a las tribus, la ciudad de Reikdorf había seguido creciendo a lo largo de los años, y con el descubrimiento de oro en las montañas, su prosperidad había quedado garantizada. Curtidurías, cervecerías, forjas, sastres, tejedores, tintoreros, alfareros, criadores de caballos, molineros, panaderos y escuelas se podían encontrar dentro de las murallas de Reikdorf, y su población era numerosa y estaba bien alimentada.
Sigmar aún no tenía veintisiete años, pero ya había logrado más que su padre, aunque era lo bastante sabio para comprender que se había alzado sobre hombros de gigantes para llegar tan alto. Sigmar se sentía como si su sueño estuviera a punto de completarse. Las tribus más lejanas eran las únicas que permanecían ajenas a los avances de los umberógenos: los jutones y los bretones al oeste y los brigundianos y los ostagodos al este. Más al sureste se encontraban los menogodos y los merógenos, pero si aún existían, era un misterio, pues sus tierras estaban peligrosamente cerca de las montañas donde toda suerte de bestias y tribus de orcos sedientos de sangre tenían sus guaridas.
Los exploradores ya estaban informando de un incremento de las incursiones orcas desde las montañas, y sólo era cuestión de tiempo antes de que los pieles verdes se aventurasen a salir de sus guaridas formando una estruendosa marea de destrucción y muerte. Ése, sin embargo, era un problema para mañana, pues aquella noche era para Sigmar, una noche para el recuerdo y el arrepentimiento.
Los Brigundianos y Skaranorak[]
Sigmar salió de la fiesta sin contárselo a nadie, deseoso de estar a rato a solas. Caminó por los bosques hasta llegar a la sencilla lapida donde Ravenna había muerto, y sintió el lamento de su perdida. Sus pensamientos fueron interrumpidos por la hechicera del Brackenwalsch. Su padre le había hablado de ella, por lo que Sigmar no estaba contento con su presencia ni estaba interesado en oír sus elucubraciones, por lo que la hechicera tuvo que usar sus poderes para paralizarlo y obligarle a escuchar lo que tenía que decirle.
Le advirtió que los agentes de los Dioses Oscuros estaban incitando a los orcos de las montañas a la guerra, y aún no contaba con suficientes tribus para resistir su envite, así que le encomió a partir una vez más y lograr que los brigundianos y sus tribus satélites de los menogodos y merógenos deben ofrecerte sus Juramentos de Espada antes de las primeras nevadas o no sobrevivirían.
Los Brigundianos siempre se habían mantenido al margen de los Umberógenos, sin embargo, era sabido por todos que comerciaban mucho con sus vecinos y se habían enriquecido mucho. Ya se había reflexionado el asunto de como conseguir su alianza con sus consejeros. Algunos le dijeron que había que dejar a los Brigundianos dar el primer paso. Otros dijeron que la guerra era la única solución. La hechicera le dio una tercera alternativa: debía partir él solo, pues no se ganaría a las tribus del sureste por medio de la conquista, sino del valor.
Sigmar le pregunto si había visto todo eso en una visión. Al no negarlo, le pregunto si también había previsto la muerte de Ravenna. La hechicera del Brackenwalsch tampoco lo negó, y enfurecido, Sigmar le preguntó por que no le avisó, y ella le respondió que su sacrificio fue necesario para que cumpliera su destino, y le recordó que desde entonces había prometido amar la tierra que gobernaba y a nadie.
Por mucho que le irritara seguir el consejo de la hechicera, al día siguiente Sigmar cogió sus pertenencias y partió a Siggurdheim, la capital de los Brigundianos, desoyendo los intentos de disuasión de sus hermanos de armas y consejeros. Incluso se las arregló para evadir a los exploradores más expertos de su tribu.
Caminar por tierras unberogenas a solas supuso una nueva experiencia para Sigmar. La sensación de libertad al aire libre, separado de todos los lazos de responsabilidad resultaba increíblemente liberadora. Durante la travesía pudo constató los mucho que habían prosperado sus tierras desde que fue coronado. Igualmente, al adentrarse en tierras brigundianas, bordeando los amenazantes picos orientales que eran el dominio de los pieles verdes, sintió una admiración cada vez mayor por los resistentes brigundianos y su capacidad de prosperar pese a vivir en tierras tan peligrosas.
Tras más de cuatro semanas de viaje, finalmente pudo atisbar la ciudad de Siggurdheim. En ese momento sacó Ghal Maraz de sus pertrechos, y continuo hasta las puertas de la ciudad, con los transeúntes apartándose de su camino, pues hasta allí habían llegado las historias del gran poder del arma del Sigmar. Al llegar a las puertas, se presentó a los guardias como el rey de los umberógenos, pidiendo entrevistarse con su rey.
Fue llevado al gran salón del rey Siggurd, quien todavía no daba crédito de su presencia y que hubiese realizado toda aquella para verle. Sigmar fue recibido cortésmente, aunque con cautela, y se le pidió que expusiera sus asuntos. Sigmar habló de la necesidad de unidad, de la cooperación y de la ayuda mutua entre las distintas tribus. Esto, dijo, era la base del Imperio por el que estaba luchando, y le pidió que hiciera un Juramento de Espada con él para que las tribus del sur también estuviesen unidas como un pueblo.
Al escuchar los elevados ideales de Sigmar, el Rey Siggurd decidió poner a prueba al Rey umberógeno. Si realmente creía en esos ideales de hermandad y altruismo entre tribus, le pidió entonces su ayuda para acabar con un gran mal, una bestia de tiempos inmemoriales que ya había destruido numerosos asentamientos de los brigundianos. Un Ogro Dragón Shaggoth llamado Skaranorak. Siggurd había organizado varias partidas de caza enviadas para darle muerte, ninguna regresó. En la última había participado su hijo y temía por él.
Sigmar fue conducido hasta el territorio donde habitaba el Shaggoth, viendo numerosos ejemplos de la destrucción causadas por la bestia. Cuando llegaron a las ruinas de la aldea de Krealheim, que había sido el hogar de los padres de Siggurd, fue dejado solo para que continuara con su cometido. Tras dos días con sus noches de duro ascenso, Sigmar llegó hasta la cueva que habitaba Skaranorak, y entró para darle muerte.
Incluso Sigmar se quedo impresionado al ver al enorme, imponente y aterrador aspecto de Skaranorak, pero logró dominar su miedo y cargó contra el Ogro Dragón, que a su vez respondió al desafío abalanzándose contra él armado con un gigantesca hacha de doble filo. Se produjo un duelo épico en el que el martillo y el hacha chocaron y desgarraron la piedra del macizo, y el propio Sigmar estuvo a punto de caer ante el salvaje monstruo, pero al final prevaleció, dando muerte a Skaranorak tras destrozarle la cabeza con un poderoso martillazo de su Ghal Maraz. Pese a tratarse de Ogro Dragón Shaggoth, Sigmar lo consideró un enemigo digno, y honró el espíritu de aquella bestia tan poderosa.
Tras descansar un día, Sigmar desolló a la bestia y le arrancó sus gigantescos colmillos para llevarlos como prueba de su muerte. También encontró en la cueva un anillo de oro y decidió llevárselo con él. Al regresar a la aldea en ruinas de Krealheim había encontrado a Siggurd y a sus hombres acampados con aire de desamparo en la orilla del río. El rey brigundiano había llorado de alegría al verlo a él y los trofeos que había traído consigo. Sigmar también le entregó el anillo, que congoja Siggurd identificó como el anillo de su hijo.
El rey Siggurd se sintió conmovido por esto y confesó a Sigmar que, cuando llegó a su ciudad, creía que su objetivo era esclavizar a todas las tribus con palabras bonitas y elevados ideales, por eso lo había enviado envió a luchar contra Skaranorak para librarse de él, pero cuando aceptó la tarea de dar muerte al Ogro Dragón comprendió que hablaba con sinceridad, y la culpa lo atormentó al pensar que lo había enviado a su muerte con su vil y egoísta comportamiento.
Sigmar no le guardó rencor por ello y perdonó a Siggurd allí mismo, y el rey brigundiano se comprometió sin duda en el corazón con el Rey Umberógeno y su proyecto de unificación. Una semana después de su regreso de las montañas, Henroth de los merógenos y Markus de los menogodos, aliados de Siggurd, viajaron a su ciudad. Los cuatro reyes cruzaron sus espadas sobre los colmillos de Skaranorak y sellaron su pacto con una ofrenda a Ulric de la que fueron testigos los sacerdotes de la ciudad.
Tras tres noches festejando y bebiendo, Markus y Henroth regresaron a sus reinos, pues los orcos se habían puesto en marcha y tenían batallas propias que ganar. Sigmar les prometió enviarles prometido guerreros umberógenos para sus batallas, y al siguiente día inició el viaje de regreso a Reikdorf.
La amenaza Pielverde[]
Noticias Aciagas[]
El viaje de vuelta fue mucho mas corto gracias al caballo que le regaló Siggurd. El viaje transcurrió sin incidentes y Sigmar gozó de nuevo de la soledad al atravesar terreno abierto. Cuando estaba a pocos kilómetros de llegar, vio en la lejanía que a la ciudad habían llegado miles de refugiados que no eran umberógenos.
Sigmar entro triunfalmente en la ciudad, y fue recibido por sus hermanos de armas y el maestro Alaric. Entre ellos también estaba alguien a quien no conocía. El desconocido se presentó como Galin Veneva, emisario del rey Adelhard de los Ostagodos, y que es su gente la que se encuentra al otro lado de las murallas.
Galin traía consigo funestas noticias. Los orcos se habían puesto en marcha en mayor número del que se tuviera memoria. Habían llegado formando una marea verde desde las montañas orientales, quemando y destruyéndolo todo a su paso. Asentamientos enteros de Ostagodos habían sido arrasados. No se habían hecho con ningún botín ni se habían llevado a ningún cautivo, los Pieles Verdes sencillamente habían masacrado a toda la gente del este por el puro placer de hacerlo. Todas las fuerzas que el rey Adelhard pudo reunir acabaron arrasadas ante el poderío de la hueste orca.
Ante esta situación, el rey Adelhard solicitaba ayuda a Sigmar, ahora el rey más poderoso de todos. Era tal su desesperación que le ofreció su Juramento de Espada, ofreciendole Ostvarath, la antigua espada de los reyes Ostagodos, como tributo y símbolo de su franqueza. Sigmar, al ver la oportunidad de completar su unificación de la cuenca del Reik, aceptó su Juramento de Espada y le ofreció el suyo, y le dijo a Galin que restituyera Ostvarath a su legitimo dueño, pues la necesitaría en los días venideros.
El maestro Alaric confirmó a Sigmar que el emisario Ostagodo decía la verdad, pero aclaró que la situación era aún peor. Traía consigo un mensaje del rey Kurgan Barbahierro en el que informaba que al otro lado del paso del Fuego Negro se estaba formando una horda piel verde de tamaño tan inimaginable que hacia que el ejército de orcos y goblins que estaba devastando las tierras del rey Adelhard pareciera una mera fuerza de reconocimiento.
De inmediato Sigmar envió mensajeros a sus hermanos reyes, apelando a sus Juramentos de Espada para que reunieran a sus guerreros y se preparasen para la guerra.
Reunión de Reyes[]
Las fronteras de los hombres se convirtieron en lugares peligrosos, y el infortunio y la lamentación estaban personificadas en una mera verde que amenazaba desde el sur. Los orcos y los hombres combatieron durante meses y la guerra puso a prueba la fuerza de las tribus.
En los dos años transcurridos tras la advertencia del maestro Alaric, los ejércitos de Sigmar y sus aliados se esforzaron en contener la marea de Pieles Verdes, decidida a barrer a la raza humana de la faz de la tierra. Sigmar apenas tuvo tiempo para ver sus tierras, regresando a Reikdorf dos veces en todo ese tiempo, solo para volver para guiar a sus guerreros al fuego de la batalla una vez más.
Los Enanos cumplieron su palabra y habían contenido a las tribus de Pieles Verdes para que no se adentraran más en las tierras de los Ostagodos, pero los guerreros del Rey Matador se habían visto obligados a retirarse para defender sus fortalezas de las montañas. El tiempo que se había comprado con vidas de Enanos no se había malgastado, pues el rey Adelhard lideró una fuerza compuesta por guerreros Umberógenos, hacheros Querusenos, lanceros Taleutenos y carros de guerra Asoborneos. En una gran batalla en el camino Negro, Adelhard aplastó a los orcos y goblins e hizo retroceder a los supervivientes tras los ríos Stir y Aver.
Pero las tierras entre las Montañas Negras y las Montañas Grises fueron invadidas por el enemigo, y la poca gente que logró salvarse dijeron que nunca se habían encontrado con un enemigo tan feroz. Para cuando Sigmar hubo reunido a las huestes de sus hermanos reyes para marchar al sureste, las tierras de los Merógenos y los Menogodos estaban prácticamente invadidas, con sus reyes sitiados en sus grandes castillos de piedra. Los orcos vagaban por los territorios impunemente y arrasaban las tierras de los hombres. Miles de refugiados inundaban las tierras de los umberógenos y Sigmar había dado órdenes de que los acogieran a todos. Los almacenes de grano se quedaron secos y reyes de tierras lejanas enviaron toda la ayuda de que la pudieron prescindir en un intento de aliviar el sufrimiento.
Sigmar para marchar hacia el norte con un ejercito de cincuenta mil hombres, y con la ayuda de su antiguo aliado, el rey Kurgan Barbahierro, aplastaron al ejercito pielverde en las orillas del propio río Aver. Tras las victoria en los puentes del río Aver, las tribus aliadas se dedicaron a erradicar a los Pieles Verdes de las provincias del sur, reduciéndolos antes de que llegaran a la boca del Paso del Fuego Negro, donde miles de orcos habían sido destruidos, junto a muchos caudillos. Pero el avance del vengativo Sigmar, fue parado por un invierno duro y frío, y tuvo que retirarse.
Durante un tiempo, la tierra de Sigmar gozó de paz. Sin embargo, las regiones del sur quedaron en ruinas. Se hicieron esfuerzos para reconstruirlos, pero la guerra llegó volvió una vez más. Los enviados del rey Barbahierro llegaron con noticias de la existencia de una horda de orcos de una escala tan monumental que eclipsaba a todos los demás combinados que la precedieron, concentrándose en las tierras al este de las montañas, dirigiéndose hacia el paso del Fuego Negro.
Ante estas noticias, convocó a sus hermanos reyes, y todos se reunieron en la en el palacio del rey Siggurd, ya que las tierras Brigundianas se encontraban adyacentes al Paso. Aquella reunión fue conocida como el Consejo de los Once, ya que estaban presentes todos los gobernantes de las distintas tribus, a excepción de los jutones y los bretones. Aunque no estaban aliados, Sigma decidió enviarle emisarios para solicitarles ayuda.
En esta reunión, los reyes deliberaron sobre cómo afrontarían la amenaza que se cernía sobre ellos. Algunos de los reyes reunidos se dieron cuenta que la único solución era formar una gran horda otorgándole el mando del ejército a Sigmar. Sin embargo, otros no querían ceder el mando de sus propios guerreros a otro rey. Pronto surgieron disensiones y discusiones entre los señores de la guerra reunidos. Sigmar se sintió frustrado por esto, y silenció la disidencia con una palabra. Denunció la vergüenza de sus disputas mientras una raza menor como la de los orcos se mantenía unida y preparada para matarlos a todos. Con un tono que no admitía discusión, Sigmar les hizo saber a los reyes que, si no permanecían unidos en este momento crucial, la humanidad sería destruida.
Fue Marbad de los Endalos el primero en ponerse de pie, alabando su determinación y su sacrificio por unificar las tribus, y confirmando su lealtad al rey Umberógeno, colocando su espada élfica "Ulfihard" junto a Ghal Maraz. Los restantes reyes se levantaron y siguieron su ejemplo, prometiendo su obediencia al Hijo de Bjorn. Con eso, ordenó a los reyes que se retiraran a sus tierras, y se preparasen para la guerra, pues con la llegada d ella primavera se enfrentarían a los Pieles Verdes en el Paso del Fego Negro.
Batalla del Paso del Fuego Negro[]
Durante la temporada de invierno, los Umberógenos se habían preparado para la guerra. Sigmar había dado libertad a sus guerreros para que regresaran a casa con sus familias y se les ordenó acudir a Reikdorf en primer mes de primavera, con las espadas afiladas y los corazones endurecidos.
Se enviaron varios espías a las montañas para recoger información sobre los orcos. Algunos regresaron, y todo ellos traían malas noticias. De hecho, el peligro que se aproximaba era peor de lo que había estimado el Consejo de los Once. Los orcos y los goblins estaban reunidos en una gran horda dirigida por un poderoso señor de la guerra conocido como Urgluk Colmillosangre.
Ante estos informes, Sigmar mandó emisarios para confirmar la participación de los diferentes jefes de tribu, y se alegró al ver que no había disidentes. También se puso en contacto incluso con aquellos reyes que no habían asistido con nuevas promesas de honor y gloria, pero fue en vano.
Los bretones se habían negado a enviar cualquier tipo de ayuda. Creían que eso no les concernía, y se dirigieron al sur a través de las Montañas Grises hacia tierras lejanas. Por muy desagradable que fuera esta noticia, Sigmar sabía que la partida de los bretones suponía una bendición para los Endalos, que ahora contaban con nuevas tierras hacia las que su gente podría expandirse
Todos los emisarios enviados a los jutones fueron rechazados. El rey Marius se consideró seguro es sus tierras, y se negó a mandar refuerzos para la guerra en el sur. Si envió, en cambio, un excelente arco de caza de origen élfico, símbolo de buena suerte. Sigmar cogió el arco, un artefacto realmente magnífico de incalculable valor, y lo partió sobre su rodilla, lanzándole los trozos rotos al embajador jutón con el mensaje de que habría un ajuste de cuentas entre él y Marius cuando ganara la guerra.
Y así, en el año -1, cuando la primavera comenzó, los ejércitos de los hombres marcharon hacia el sur. Los caminos estaban repletos de enormes columnas de soldados armados. Las tribus de los hombres habían combinado sus fuerzas y se reunieron en el verde valle que había antes de llegar al Paso del Fuego Negro.
El ejército resultante se unió a los recios ejércitos Enanos bajo el mando del Gran Rey Kurgan Barbahierro, y juntos marcharon a hacer frente a la vasta horda de Pieles Verdes que trataba de avanzar a través del Paso del Fuego Negro. Dicho paso es la única ruta por la cual un ejército puede albergar esperanzas de cruzar las Montañas Negras, y en él se han librado muchas batallas. Sin embargo, este épico enfrentamiento ha logrado eclipsarlos a todos.
Los ejércitos de Hombres y Enanos, ampliamente superados en número, aguantaron codo con codo contra los Pieles Verdes que manaban incesantemente por cl valle. Aunque las filas de la horda de Orcos y Goblins estaban reforzadas por terribles Trolls y Gigantes, Sigmar y el Rey Kurgan habían elegido el campo de batalla con mucha astucia, desplegando a sus tropas en la zona más elevada y estrecha del paso, de modo que los Orcos y Goblins no pudieran sacar partido a su aplastante ventaja numérica, y así el combate se equilibrara.
La brutal batalla se extendió durante muchas horas, la aullante marea verde rompiéndose una y otra vez contra la aparentemente inamovible línea de abollados escudos y ensangrentados filos de los Enanos y los Hombres. El propio Sigmar luchó con una fuerza y furia dignas del dios guerrero Ulric, ante la cual todos los enemigos que le salían al paso cayeron uno tras otro. Pero además de Sigmar Heldenharnmer, otros grandes héroes se labraron su nombre en la historia durante aquella siniestra jornada, nombres como rey tugurio Otwin, que fue el primero en mojar su hacha en sangre negra orca, o la reina Freya y sus Asoborneos, cuyas cargas de sus carros causaron gran devastación entre las filas Pieles Verdes. Y así con los otros reyes, cuyas hazañas se han convertido en materia de leyendas para todas las generaciones posteriores de los Hombres. Pero sin duda quien mas destacó fue Marbad de los Endalos.
En el fragor de la batalla, Sigmar fue abrumado por Orcos y Trolls, y privado de su poderoso martillo de guerra. Al ver el peligro que corría su aliado y viejo amigo, el rey Marbad se abrió paso hasta Sigmar y le arrojó su espada élfica. Con Ulfihard en la mano, Sigmar derribó a sus enemigos, pero ya era demasiado tarde para salvar a su hermano rey, ya que, sin su propia espada, Marbad no podía defenderse de sus asaltantes. El valiente Rey Endalo había sacrificado así su propia vida por la de Sigmar, y con ello, había asegurado la victoria en aquella batalla y la salvación de los hombres.
Tras un devastador contraataque por parte de los veteranos de elite de la tribu de los Umberógenos, la línea de batalla Orca se desintegró de forma definitiva. Sigmar en persona lideró una terrorífica carga que atravesó hasta lo más profundo de las filas enemigas, masacrando sin piedad y entre gritos de victoria a los despavoridos Pieles Verdes que trataban de huir en vano. Al ver a este gran guerrero avanzar entre las filas de los Orcos, Urgluk Colmillosangre, el vil Kaudillo de aquella horda, destrozó a sus propios guerreros para probar su fuerza en un combate contra Sigmar.
Descendiendo sobre su gran Serpiente Alada, Urgluk apuntó su hacha contra Ghal Maraz, pero el Rey Umberógeno golpeó a su bestia alada con su martillo, matándola, y obligó al brutal Kaudillo enfrentarse a él cara a cara. Después de una larga e intenso duelo, Sigmar desarmó a Colmillosangre y descargó el ancestral martillo de guerra de los Reyes Enanos sobre su cabeza, destrozándole el cráneo por completo.
Con su señor de la guerra muerto, el imponente poder que había dominado y unido a las tribus orcas había desaparecido y se habían fracturado como hierro mal forjado. Sin la fuerza de voluntad del Kaudillo, habían aparecido viejas rencillas e, incluso en medio de la carnicería de la huida en desbandada, los orcos se habían atacado unos a otros con hachas y espadas ensangrentadas.
Los agotados guerreros del ejército de Sigmar persiguieron a los orcos mientras pudieron, la vengativa caballería atropelló a miles mientras salían del paso y huían hacia la desolación del este. Únicamente la oscuridad y el agotamiento les habían impedido seguir con la persecución, y el sol se encontraba bajo en el oeste cuando los jinetes regresaron triunfalmente con sus caballos sin resuello y empapados de sudor.
Esto supuso el fin de la que posteriormente sería conocida como la Primera Batalla del Paso del Fuego Negro. La seguridad de las tierras de los hombres y el reino de los Enanos habían quedado asegurada. El ejército de Orcos y Goblins había quedado virtualmente arrasado, y tardarían muchos años en volver a suponer una amenaza.
El Primer Emperador[]
Aquella misma noche se celebró un gran fiesta para celebrar la victoria. Arrastraron lejos a los cadáveres de los Pieles Verdes y se los dejaron a los cuervos, mientras que a los caídos del ejército de Sigmar los llevaron hasta grandes piras funerarias. Un guerrero por cada una de las tribus se adelantó para encender las piras y, mientras las llamas prendían y enviaban a los muertos al Salón de Ulric, el paso resonó con los aullidos de los lobos de las montañas.
Tras honrar a los guerreros del ejército, los reyes de las tribus marcharon en solemne procesión hacia la última pira que quedaba portando el cuerpo del rey Marbad sobre andas de escudos dorados. Llevaban al rey de los Endalos Otwin de los turingios, Krugar de los taleutenos, Aloysis de los querusenos, Siggurd de los brigundianos, Freya de los asoborneos y el hijo de Marbad, Aldred. Sigmar iba detrás del rey caído con Wolfila de los udoses, Henroth de los merógenos, Adelhard de los Ostagodos y Markus de los menogodos. Cada uno de estos reyes llevaba un escudo dorado, y nadie habló mientras seguían al cuerpo de su hermano rey hasta su última morada.
En sincero agradecimiento a Sigmar por su hermandad compartida, el rey Kurgan Barbahierro prometió encargar a Alaric la creación de doce magníficas espadas, una para cada uno de sus aliados. Estas espadas se conocerían más tarde como los Doce Colmillos Rúnicos del Imperio, que continúan siendo empuñados por los Condes del Imperio hasta el día de hoy. Sigmar le hizo una reverencia al Gran Rey de los Enanos, abrumado por la generosidad de su oferta. Mientras se enderezaba y se volvía de nuevo hacia la pira de Marbad, vio a sus hermanos reyes reunidos ante él.
Todos mostraban sin excepción una expresión de lealtad que hizo que el corazón de Sigmar se hinchiera de orgullo. Le dijeron que gracias a sus actos las tierras de los hombres se habían salvado, había logrado unificar a las tribus pese a generaciones de enemistades y enfrentamientos, y había logrado forjar el imperio que siempre había deseado. Y un imperio necesita un emperador.
Como uno solo, los reyes congregados se pusieron de rodillas con las cabezas inclinadas. Tras ellos, las huestes de los hombres siguieron el ejemplo de sus reyes y muy pronto todos los guerreros que se encontraban en el paso se arrodillaron ante Sigmar.
Así, por fin se creó el Imperio.
El inicio del reinado del Emperador[]
Coronación[]
El año transcurrido desde la batalla del Paso del Fuego Negro había sido un año tranquilo. Los caminos habían estado tranquilos, prácticamente sin bandidos ni Pieles Verdes. Incluso las bestias de los bosques parecían haberse acobardado. Igualmente, las cosechas habían sido ubérrimas, ya que los campos habían proporcionado el cereal que tanto necesitaban para alimentar a los guerreros que regresaban y a sus familias. No había hecho mucho frío durante el invierno, el verano había sido templado y tranquilo, y la reciente cosecha había resultado una de las más abundantes que nadie podía recordar. Eoforth afirmaba que se trataba de una recompensa de los dioses por el valor que habían mostrado los guerreros del Imperio, y Sigmar había aceptado encantado la interpretación de su venerable consejero.
Todos los reyes aliados de Sigmar viajaron a Reikdorf para asistir a la coronación. Despues de que llevase a cabo los ritos funerarios pertinentes en la Colina de los Guerreros para honrar a los caídos y a sus antecesores, Sigmar condujo a los reyes desde la Colina de los Guerreros a la Piedra de Juramentos de Reikdorf, donde le aguardaba la figura del Ar-Ulric, y a la vista de sus hermanos reyes, se arrodilló ante el poderoso sacerdote guerrero, mostrando toda su reverencia por el Señor del Invierno.
A pesar de que había atravesado el fuego sagrado de Ulric, el Ar-Ulric vio dentro del corazón de Sigmar su ansia de gloria inmortal, un impulso para rivalizar incluso su devoción al dios de los lobos y del invierno. Le dijo que intentaba competir con sus poderosas hazañas y grabar tu nombre en las páginas de la historia, y le aconsejo que abandonara tales pretensiones, que formase una familia que perpetuase su nombre, pero Sigmar rechazó tales designios, pues la vida hogareña no estaba hecha para él, vivía para combatir.
Ante esta respuesta, el Ar-Ulric le aseguró que entonces una vida de lucha era lo que le aguardaba, y eso era algo que agradaba al Dios Lobo. Como prueba final de su valía, debía sumergirse en las aguas heladas del Caldero de la Aflicción; si podía sobrevivir al juicio del caldero y demostrar su fuerza, entonces recibiría la bendición de Ulric en su coronación. Tras ser denudado por sus hermanos de armas Wolfgart y Pendrag, Sigmar se sumergió en las aguas del caldero.
La oscuridad bajo la superficie del agua era absoluta, interminable y persistente, y el frio mortal entumecía todo su cuerpo. Fugaces imágenes de su vida aparecieron ante él mientras se ahogaba: la batalla de Astofen y la abrumadora pena por la muerte de Trinovantes, el combate contra Skaranorak, la batalla contra los turingios y las guerras que había librado contra los norses, etc. También apareció ante él rostro de Gerreon, el traidor que había asesinado a su propia hermana y al gran amor de Sigmar, la maravillosa Ravenna.
El rostro de Gerreon desapareció, y vio una gran torre nacarada, habitada por una repugnante criatura poseedora de una corona de antiguo poder. Eso también se desvaneció de su vista y fue reemplazado por una visión de la roca Fauschlag, cuya ciudad estaba siendo asediada hombres y bestias adoradores de los dioses oscuros. Vio a un guerrero vestido con una brillante armadura blanca como principal defensa contra esta amenaza, y aunque no lo reconoció, Sigmar supo que su vida estaba ligada a la de la ciudad. Si él caía, la ciudad caería.
Antes de que Sigmar pudiera ver algo más, la visión de la batalla se desvaneció y él se hundió aún más en las frías profundidades del caldero. Casi no le quedaban fuerzas y sus pulmones ansiaban aire. El rey umberógeno se negaba a morir de aquella manera, siendo considerado indigno por Ulric, y la ira prendió en su corazón. Un rayo de luz atravesó la oscuridad, y Sigmar se dirigió hacia allí, mientras las aguas empezaban a teñirse de rojo. Con un último y desesperado esfuerzo, el rey de los umberógenos atravesó la superficie del agua, habiendo superado la prueba.
Vio a sus hermanos reyes rodeaban el caldero, todos con los brazos descubiertos, que sangraban debido a cortes profundos en la carne. Bajó la mirada y vio que el agua se había teñido de rojo a causa de la sangre. Sigmar salió del caldero y se plantó desnudo delante de su gente y se mantuvo erguido haciendo uso de una enorme fuerza de voluntad. La fría figura de Ar-Ulric se acercó a Sigmar y le colocó una gruesa capa de piel de lobo sobre los hombros, y el doloroso frío de la inmersión desapareció. Sigmar se arrodillo, posando su mano sobre la Piedra de Juramentos.
Kurgan Barbahierro se apartó del círculo de reyes portando una obra maestra de Alaric: una corona de maravilloso diseño en las manos, un aro de oro y marfil grabado con runas y con incrustaciones de piedras preciosas. Sigmar bajó la cabeza mientras el rey enano le pasaba la corona a Ar-Ulric, quien la levantó por encima de la cabeza para que todos la vieran. Declaró que había renacido en sangre de reyes, y mientras sirviera a Ulric, su nombre seguiría viviendo a través de las eras, prometió Ar-Ulric a la vez que colocaba la corona sobre la cabeza empapada de Sigmar.
Le quedó perfecta y, mientras la corona se posaba sobre su frente, el pueblo de Reikdorf estalló en entusiasmados vítores y la música de los gaiteros comenzó de nuevo. Los tambores resonaron y los cuernos tocaron mientras hombres y mujeres de todas las tribus soltaban gritos de aprobación, bailando y cantando, y golpeando las espadas contra los escudos mientras el clima de júbilo se extendía por toda la ciudad.
Wolfgart se acercó y le ofreció su poderoso martillo de guerra. Sigmar agarró a Ghal Maraz y sintió el inmenso poder del que la antigua habilidad del pueblo de la montaña lo había dotado. El mango del martillo se ajustaba a su mano como nunca, y Sigmar supo que ese momento viviría en los corazones de los hombres para siempre.
El Ar-Ulric lo declaró como Emperador de todas las tierras de los hombres.
Primeras Proclamas[]
Se celebró un evento en la casa larga y, como dictaba la tradición cuando se coronaba a un nuevo rey, debía conceder favores a aquellos que lo apoyaron, y lo mismo ocurria como Emperador. En las semanas previas a su coronación, Sigmar había pensado largo y tendido en qué favores concederles a aquellos que le habían jurado lealtad.
El primer acto de Sigmar también fue sido el más grandioso. Suprimió el título de rey, declarando que nadie que se llamara a sí mismo rey debería estar sujeto a la autoridad de otro. En su lugar, cada uno de los reyes tribales tendría el título de Conde y conservarían todas sus tierras y derechos como gobernantes de sus gentes. Sus juramentos de espada todavía los unían a Sigmar, así como el suyo a ellos. A cada uno de los condes se le encomendó su territorio para siempre, y Sigmar juró sobre Ghal Maraz que ellos y sus descendientes seguirían siendo sus honrados hermanos mientras defendieran los ideales por los que se habían ganado y salvaguardado sus reinos.
Una vez hecha y aceptada la mayor proclamación, Sigmar había pasado entonces a los honores individuales. Nombró a Alfgeir gran caballero del Imperio y le confió la protección de Reikdorf y su gente. Sigmar obsequió al atónito Alfgeir con un maravilloso estandarte tejido con seda blanca, que había sido adquirida por una suma de dinero exorbitante a los comerciantes de tez aceitunada del sur. El estandarte representaba una cruz negra y un cráneo con una corona de laurel en el centro, y Sigmar anunció que lo portarían por siempre aquellos que lucharan en defensa de Reikdorf.
En medio de vítores de entusiasmo, Sigmar había declarado que Reikdorf sería la ciudad más importante del Imperio, su capital y sede de poder. Se convertiría en un faro de esperanza y aprendizaje para su gente, un lugar en el que guerreros y eruditos se reunirían para fomentar los conocimientos del hombre acerca del mundo en el que vivía.
Con este fin, Sigmar anunció la construcción de una gran biblioteca y nombró al venerable Eoforth su primer conservador. Había sido el consejero de el y de su padre durante décadas, y había acumulado una enorme colección de pergaminos escritos por algunos de los hombres más sabios del Imperio. A Eoforth se le encomendaría la tarea de reunir todo el saber de un extremo a otro de las tierras de los hombres y juntarlo bajo un mismo techo, para que todo el que buscara sabiduría pudiera encontrarla dentro de las paredes de la biblioteca.
Nombró a su amigo y hermano de armas Pendrag conde de Middenland y le confió el gobierno de las marcas septentrionales del Imperio. Luego honró a guerreros de todas las tribus por su valor en el Paso del Fuego Negro: Maedbh de los asoborneos, Ulfdar de los turingios, Wenyld de los umberógenos, Vash de los ostagodos, y otra veintena más. La casa larga tembló debido al sonido de espadas y hachas golpeando escudos, y una vez cumplido su deber para con sus guerreros.
La última profecía[]
Sigmar dejó a sus aliados con sus celebraciones, y el se retiró a dormir, cansado después de un agotador día de su coronación. Anhelaba dormir, pero, a medida que transcurrían las horas, el sueño no acudía. Abrió los ojos, y vio una sombra en un rincón de su habitación. Esta le dijo que no pretendía hacerle ningún mal, y Sigmar reconoció para su desagrado que se trataba de la Hechicera del Brackenwalsch.
Sigmar le preguntó cuando aparecería, pues desde hace un tiempo había notado su presencia. la hechicera comprobó que la corona de Sigmar agudizaba su percepción, y aconsejó al emperador de no remplazar nunca la corona de Alaric. Sigmar le respondió que estaba demasiado cansado y no tenia las ganas ni la paciencia para escuchar sus palabras agoreras. Ignorando sus quejas, la Hechicera del Brackenwalsch dijo que había venido para darle una advertencia y hacerle una petición.
La advertencia era de que se guardase de la oscuridad que habitaba en su interior. Como todos los guerreros, tenía una oscuridad en el corazón que anhela violencia. Es lo que origina el impulso de matar y destruir en los hombres. Hasta ahora le había servido bien para derrotar a sus enemigos y constituir su Imperio, pero debía atenuarla con compasión, misericordia y amor para no ser consumido por ella. Sólo entonces sería el emperador que esta tierra necesita para sobrevivir.
En cuanto a la petición, la hechicera le pidió a Sigmar que salvaguardara la vida de Myrsa, el "Guerrero Eterno" de la ciudad de Fauschlag. Una antigua profecía advertía de la caída de su ciudad sin este guerrero para guiar sus ejércitos en tiempos de guerra. Aunque la profecía era falsa, habia adquirido cierto grado de veracidad. En cualquier caso, no debía permitir que el Guerrero Eterno muriera antes de que le llegase la hora.
Sigmar le preguntó cómo puede alguien saber cuándo le ha llegado la hora de abandonar este mundo, y la hechicera le respondió que algunas personas lo saben, y a su debido tiempo él lo sabrá, aunque no se trataría de su muerte. Sigmar le exigió saber a que se refería pero la hechicera prefirió no decirle nada mas, pues dejarlo a la incertidumbre hace que la vida sea interesante.
Cansado de sus cripticas palabras, Sigmar le exigió que se marchara de inmediato, y que si la volvía a ver la mataría sin dudarlo. Con tristeza, la Hechicera del Brackenwalsch le aseguró ya que ésa será la última vez que hablarían, aunque volverían a verse y recordará sus palabras, debía hacerlo, o todo que había construido será destruido.
Con su profecía dada, Sigmar se desplomó en su cama, y el sueño lo arrastró hacia su cálido abrazo. Cuando despertó estaba totalmente descansado y restaurado, y no había nada en su habitación que indicase que la hechicera del Brackenwalsch había estado allí.
Los Demonios del Pantano[]
Los meses pasaron, y el año benigno del que habían disfrutado tras la batalla del Paso del Fuego Negro estaba llegando a su fin. El clima invernal volvía ser tan dudo como era antes, y los Pieles Verdes y los Hombres Bestia de los bosques volvieron a realizar incursiones contra los asentamientos humanos. Sigmar participó en varias expediciones para cazarlos y rescatar a los prisioneros, y con Pendrag como Conde de Middenland, había elegido a un joven guerrero llamado Redwane como portador de su estandarte.
Con la primavera aproximándose, Sigmar lo preparaba todo para ir a la guerra. El enemigo no serían ni pieles verdes ni bestias del bosques, si no que marcharían hacia Jutonsryk. Como lo había prometido, iría a pedirle cuentas al rey Marius por prestarle ayuda en el Paso del Fuego Negro. Quería marchar cuanto antes, pues cada día transcurrido desde que expulsó a su embajador de Reikdorf, Marius había estado fortificando Jutonsryk y contratando mercenarios del sur. Cuanto más tardasen para atacar a Marius, más hombres morirán cuando lo hicieran.
Su hermano de armas Wolfgart y su paladín Alfgeir le aconsejaron primero que se aseguraran de la lealtad del Conde Aldred. Durante el tiempo que habían estado con ellos, Aldred se había mantenido bastante distante con Sigmar, mostrándose algo hostil, y sospechaban que podía sentir rencor hacia el Emperador por la muerte de su padre Marbad, a pesar de haber sido un aliado y un amigo incondicional Sigma, y de los umberógenos.
Sigmar supo que sus compañeros tenían razón. Él también había percibido que algo pasaba con Aldred pero lo había ignorado en su momento. Por ello, decidió posponer el ataque contra Marius y visitar al conde Aldred en Marburgo para asegurarse su lealtad.
Cuando la llegó al primavera, Sigmar partió hacia Marburgo con un séquito de guerreros, y al aproximarse a la ciudad de los Endalos, vieron una imagen deprimente. El lugar estaba totalmente cubierto de niebla, y Sigmar no pudo evitar recordar las historias de su padre Björn le había contado ayudó a Marbad contra los demonios de la niebla. Pero aquello no era lo único, por todos lados vieron a numerosas personas afectadas por la Putrefacción Pulmonar, causado por un miasma de las profundidades del pantano que infectaba el aire.
Cuando llegaron al palacio, Aldred se quedó sorprendido de verle allí. Sigmar le aseguró que no espera que sus condes le pidan ayuda cuando sus tierras se veían amenazadas, y le pidió en que podían ayudarlo él y sus guerreros. Idris Gwylt, sacerdote de la Vieja Fe y consejero de Aldred le dijo que no podían hacer nada
La maldición que los aquejaba no era algo que sus guerreros pudieran derrotar. Los demonios de la niebla se han vuelto más fuertes y su mal surgió de las profundidades de los pantanos. Cientos de miembros de nuestra tribu habían muerto e incluso Egil, el hermano menor del conde, había enfermado. La única manera de detener aquella maldición era buscar la ofrenda adecuada que apaciguara a los demonios. Sigmar rechazó semejante método, sugiriendo salir al combate contra los seres que habitaban el pantano, pero la proposición de Idris contaba con el apoyo de Aldred y su hermana Marika.
Sigmar y sus guerreros pasaron los tres días siguientes recluidos en los aposentos reales. Aunque eran libres de deambular por la ciudad y sus alrededores a su antojo, la enfermedad que asolaba a la población mantuvo a la mayoría dentro. La tarde del tercer día, frustrados ante la inactividad del conde Aldred, Sigmar y Wolfgart se sentaron fuera de sus aposentos, en una terraza alta que daba a los precipicios y pantanos situados al norte de Marburgo. Les preocupaba la influencia que Idris Gwylt tenia sobre Aldred, pues habían que los que profesaban la Antigua Fe solían sacrificar vírgenes para que la pureza de su sangre bendijera la tierra.
Los dos amigos estuvieron bebiendo y hablando hasta altas horas de la noche hasta que se quedaron dormidos. Sigmar despertó repentinamente, con la luna Morrslieb brillando en lo alto. Cuando estaba a punto de marcharse a dormir a una cama, vio una procesión saliendo de la ciudad.
Reconoció a Idris Gwylt a la cabeza de la columna; y detrás de él iban veinte Yelmos de Cuervo, la guardia del conde Aldred, con el propio Aldred al frente portando a Ulfihard brillando en su mano. Todos ellos escoltaban a la hermana de Aldred. La columna se apartó del camino y se, dirigió hacia los pantanos. La niebla los envolvió, y en un impactante momento de comprensión, Sigmar entendió que Idris Gwylt sacrificar a Marika a los demonios.
El Emperador llamo inmediatamente a los suyos y salieron tras los pasos de la comitiva de Aldred, adentrándose en los peligrosos pantanos. Varios guerreros de Sigmar fueron tragados por el traicionero cenagal, pero pese a esto y la densa niebla, continuaron avanzando hasta que dieron ellos. Estaba Aldred, Idris y varios Yelmos de Cuervo, pero no había rastro de Marika. Sigmar demandó saber donde estaba la princesa, y entre sollozos, el conde endalo respondió que no tenía otra solución: su hermano Egil había muerto y, como el había asegurado Idris Gwylt, solo mediante el sacrifico de Marika se podía detener aquella plaga que estaba destruyendo a su pueblo.
Con la ira inundando su corazón, Sigmar reprendió a Aldred y a sus guerreros por su cobarde acto. No iba a permitir que una muchacha inocente fuera victima de los demonios por culpa de las palabras de un necio, y dijo que se adentraría en la niebla y rescataría a Marika, y que si querían recuperar su honor, que lo siguieran para hacerle frente a los demonios. Sus palabras tuvieron el efecto deseado, y Sigmar obligó a Idris Gwylt a llevarles hasta el lugar donde había abandonado a la princesa.
El grupo de Sigmar llegaron hasta unas ruinas en medio de las marisma, donde se encontraron a Marika maniatada rodeada de los "Demonios de los pantanos". Se trataban de Fimir, seres ciclópeos de aspecto reptiliano, y estaba liderados por una Meargh. Liderados por sus gobernantes, los guerreros umberógenos y éndalos cargaron contra los Fimir. Fue una batalla ardua, pero los humanos lograron prevalecer, y entre Sigmar y Redwane dieron muerte a la Meargh.
Durante todo el viaje de regreso a Marburgo, habían salido flotando cuerpos a la superficie del pantano, como si la derrota de los Fimir los hubiera liberado para que regresaran al mundo de arriba. Con el tiempo, serían recuperados y se enviarían al otro mundo debidamente. Igualmente, la maldición de la pestilencia empezó a desvanecerse, las miasma empezó a ser sustituida por aire limpio y descendió notablemente el número de casos de Putrefacción Pulmonar a niveles infimos, y la ciudad no tardó en volver a la vida.
El agradecido conde Aldred renovó el Juramento de Espada de su padre en la plaza principal, delante del Salón del Cuervo; se apoyó en una rodilla y levantó a Ulfihard para que el emperador la cogiera. Resonaron vítores de un extremo a otro de Marburgo cuando Sigmar tomó la antigua espada y luego se la devolvió a Aldred, sellando así su pacto de confraternidad.
Idris Gwylt sufrió un horroroso destino, siendo ejecutado mediante la triple muerte, un método de ejecución tan horrible que incluso los sacerdotes de Morr se mostraron contrarios a su empleo. Sigmar y sus guerreros permanecieron en durante varias semanas hasta que se recuperaron de sus heridas e iniciaron el viaje de regreso a Reikdorf.
Gobernando el Imperio[]
Con la lealtad de Aldred y los endalos asegurada, Sigmar volvió a centrarse en otros asuntos de estado, que ocupaban buena parte de su tiempo. Durante esta época se produjo el nacimiento de Ulrike, la hija de su amigo Wolfgart y Maedbh, quienes le pidieron a Sigmar que fuera el guardián de la espada de su hija. Esto había sido un momento de júbilo, poco frecuente en una primavera que traía malas noticias a Reikdorf cada semana.
En el norte, Pendrag y Wolfila enviaban noticias de incursiones cada vez más numerosas por parte de los norses. Hasta el momento, las incursiones se habían limitado a la costa septentrional, aunque Pendrag advertía que no pasaría mucho tiempo antes de que los norses se volvieran más audaces.
En el este, Freya de los asoborneos avisaba de que los orcos y goblins estaban atacando un creciente número de asentamientos en las estribaciones de las Montañas del Fin del Mundo. Los exploradores no habían encontrado indicios de fuerzas de Pieles Verdes de gran tamaño, aunque Sigmar sabía que sólo era cuestión de tiempo antes de que un líder fuerte apareciera e intentara unir a las tribus una vez más.
Más al oeste, el ritmo de progreso en los caminos de piedra que conectaban Reikdorf con Middenheim y Siggurdheim había disminuido de manera considerable. Los ataques de las bestias del bosque se sucedían casi a diario. Sigmar había asignado más hombres para patrullar los caminos y proteger a las cuadrillas de trabajadores, además de incrementarles la paga para convencer a otros de que se ofrecieran para la construcción de vías.
Alfgeir había insistido en que pusiera a trabajar a aquellos que infringían la ley, pero Sigmar se resistía a usar ese tipo de mano de obra. Quería que los hombres trabajaran con orgullo y sintieran que habían participado en algo que valía la pena. Los hombres a los que se obligaba a trabajar con el látigo nunca construirían nada que mereciera la pena, y Sigmar no quería que el Imperio se construyera a costa de criminales.
Al sur, el conde Markus hablaba de los intentos de su gente por recuperar sus dominios tribales, pues los orcos, los trolls y las contrahechas bestias-alimaña procedentes de debajo de las montañas se habían vuelto audaces últimamente. Durante las guerras contra los pieles verdes, muchos de los poblados fortificados de los menogodos habían sido destruidos, y sus habitantes habían sido masacrados o los habían llevado más allá de los picos orientales como esclavos. Los menogodos se habían encontrado al borde de la extinción y recuperar sus tierras ancestrales con tan pocos guerreros suponía un desafío considerable. Markus era un líder de hombres astuto, y los menogodos, una tribu dura y pragmática, y ni siquiera los sombríos rumores de los muertos levantándose de sus tumbas en la montaña los disuadía de la tarea.
Pero los problemas no solo provenían de las numerosas amenazas externas. Una vez superada la inminente amenaza de extinción, los condes del Imperio pudieron concentrarse en antiguas rencillas y contiendas que venían de largo con tribus vecinas. Tanto Krugar como Aloysis habían remitido cartas quejumbrosas en las que afirmaban de nuevo que el otro estaba enviando asaltantes enmascarados para saquear sus tierras. Naturalmente, ambos condes negaban que estuvieran haciendo tal cosa. Al final, Sigmar había convocado a los dos condes a Reikdorf para ponerle fin al asunto.
Sigmar le recordó a ambos condes los lazos de unión y las alianzas que habían forjado para combatir a sus numerosos enemigos, y como en aquellos momentos habían dejado de lado su larga enemistad para combatir por un bien común. Les preguntó si debería castigar a los taleutenos por atacar a Aloysis o a los Querusenos por atacar a Krugar. Al ver que ninguno tenia respuesta y haciéndoles ver que sus amenazas iban en serio, Sigmar les dio la tercera de que aquellos ataques era meros actos de bandolerismo y aconsejó a ambos que vigilaran mejor sus fronteras.
Tanto Krugar como Aloysis aceptaron la sugerencia de Sigmar, y este les ordenó que pusieran fin a su disputa y que regresasen a sus tierras como hermanos. Sigmar sabia perfectamente que ambos condes se saqueaban mutuamente, pero esperaba haber dejado las cosas y que pusieran fin a la incursiones en las tierras del otro.
Por consejo de Eoforth, debía desviar las tendencias belicistas de sus condes hacia un objetivo mejor. Por ello, Sigmar retomó los planes de pedirle cuentas a Marius de los jutones.
Asedio de Jutonsryk[]
Cuando el Emperador hizo saber a sus condes sus planes de atacar Jutonsryk, todos y cada uno de ellos le enviaron todas las tropas de las que pudiera prescindir, llegando a formar un ejercito de casi diez mil guerreros. Tras semanas de preparativos para avituallar de manera eficiente a semejante fuerza de combate, partieron de inmediato hacia la capital jutona. Los condes Otwin y Aldred se unieron a Sigmar para apoyarlo en su empresa.
Durante la travesía reinaba el buen humor y todas las noches Sigmar iba de fogata en fogata hablando con sus guerreros y escuchando sus relatos. Todos los hombres estaban deseando enseñarle al advenedizo de Marius el precio de la cobardía y expulsar a sus guerreros al otro lado del mar. Sigmar les recordaba que los jutones seguían siendo hombres y que sería mejor incorporarlos al Imperio que destruirlos, aunque aquellas palabras sonaban vacías, incluso para él pues Marius los había abandonado cuando más lo necesitaban, y no sabía si merecía formar parte de su Imperio.
El ejercito de Sigmar llegó hasta la ciudad de Jutonsryk, y como temía, el tiempo que había dedicado a solucionar los diversos problema dentro del Imperio permitió a Marius fortificar su urbe y contratar a numerosos mercenarios de los reinos del sur. Sigmar esperaba poder conquistar Jutonsryk en pocos meses, pero cometió el error de subestimar a Marius.
La campaña, que había empezado con tanto optimismo, se prolongó durante meses, llegando a un punto muerto, pues Sigmar no lograba abrir una brecha en las recias murallas. Los guerreros empezaron a perder la esperanza de que la ciudad llegara a caer. Los días se volvieron más cortos y la temperatura descendió, pero Sigmar se negó a hablar de levantar el sitio y replegarse durante el invierno. Retirarse sólo les brindaría a los defensores ánimos y más oportunidades para fortificar su ciudad. Jutonsryk caería, y caería a manos de ese ejército.
La moral subió con la llegada de la primavera, pero cualquier optimismo de que la batalla pudiera terminar pronto se hizo añicos cuando flotas de embarcaciones que portaban las banderas de reyes desconocidos llegaron desde el sur; llenos de provisiones y guerreros mercenarios para abastecer la ciudad.
La primavera se convirtió en verano, y el ejército de Sigmar se fue sintiendo cada vez más frustrado a medida que el sitio se alargaba y todos los ataques eran rechazados. Una sección de la muralla oriental se desplomó a mediados de verano, y los turingios cargaron de inmediato hacia la brecha. Una firme hilera de mercenarios del sur defendió la brecha con largas picas, y los guerreros del conde Otwin fueron rechazados sin alcanzar nunca la cima.
Para cuando amaneció, habían llenado de escombros y vuelto a fortificar la brecha, pero las catapultas de Sigmar habían concentrado sus esfuerzos en esa parte debilitada de la muralla. Al principio, había dado la impresión de que ése era el cambio de suerte que los atacantes habían estado esperando, pero esa noche unos asaltantes jutones habían logrado atravesar las trincheras y les prendieron fuego a tres de las máquinas de guerra antes de que los atraparan y mataran.
Sigmar mandó ejecutar a los centinelas nocturnos y apostó una guardia permanente de cincuenta hombres procedentes de cada tribu para que protegieran las catapultas restantes, ya que no podía permitirse perder ninguna más de sus valiosas máquinas de guerra.
Transcurrieron los meses y las murallas de Jutonsryk seguían en pie, desafiando a Sigmar mientras su ejército se enfrentaba a su segundo invierno en la costa occidental. El asedio de la ciudad había durado casi tres meses, y la ira que Sigmar sentía hacia Marius creció enormemente.
Finalmente, tras semanas de ataques constantes, las catapultas lograron abrir una brecha lo suficientemente amplia en las murallas. Como Sigmar había pronosticado, los guerreros mercenarios que habían llegado a Jutonsryk al principio de la campaña huyeron en sus naves poco después de que la muralla se derrumbase. Viendo su oportunidad, Sigmar ordenó luchar a todos los guerreros de su ejército, jugándoselo todo en ese asalto, pues no habría una segunda oportunidad si fracasaba.
Durante el asaltó, Sigmar se enfrentó directamente contra Marius. El emperador reconoció haberlo infravalorado al pensar que solo era un amanerado comerciante, pero el Rey Juton le demostró ser un general astuto y un gran guerrero. Pese a lo mucho que pudiera reconocer sus virtudes, el pensar que no lo hubiese auxiliado en el Paso del Fuego Negro y en la gran cantidad de vidas, recursos y tiempo que tuvo que sacrificar para poder invadir Jutonsryk, hizo que la ira y la sed de sangre se apoderaran de él.
Sigmar logró derribar a Marius. El Rey jutón pidió clemencia pero, con la mente nublaran por la furia, Sigmar no estaba dispuesto a dársela y descargó Ghal Maraz hacia su cráneo. Marius gritó, pero antes de que el martillo lo golpeara, apareció una mano de músculos fuertes y agarró el mango del arma deteniéndola a medio golpe.
Con la mente aún embriagada por la violencia, lanzó el puño contra el rostro del gigantesco guerrero, pero este bajó la cabeza y las púas doradas que llevaba incrustadas alrededor del cráneo arrancaron pedazos ensangrentados de la mano de Sigmar. El dolor fue atroz y se apartó tambaleándose del guerrero, que le arrancó a Ghal Maraz de las manos. El enorme guerrero le dijo que si mataba a Marius, sería un acto de oscuridad que mancillaría todo lo que habéis logrado. Sus palabras lograron dispersar la niebla roja de su cabeza, y Sigmar comprobó que se trataba del Rey Berseker Otwin.
En ese momento, Sigmar recordó la advertencia de la hechicera del Brackenwalsch. Le había avisado que se cuidara de la oscuridad de su corazón, pero había creído que podía controlarla, que la dominaba y podía blandiría en la batalla sin temor a perder el control. Vio lo insensato que era creer eso. Sigmar le había dado rienda suelta a su oscuridad, y ésta casi había arruinado, en un momento de odio, todo lo que había construido.
Con la mente más calmada, Sigmar se acercó al derrotado Rey Jutón, y le ofreció la oportunidad de unirse a su Imperio. Marius le respondió que el solo quería que dejaran en paz a su gente, y el acusó de ser el responsable de haber traído la guerra y el derramamiento de sangre. Sigmar no negó las acusaciones de Marius, asegurandole que será una carga para el resto de sus días, pero también le explicó los beneficios que obtendría sis e unía a ellos.
El rey Jutón le respondió que no sería vasallo de ningún hombre ni le juraría lealtad a ningún hombre que lo exija apuntándole con un arma cubierta de sangre. Sigmar se arrodilló ante el y le ofreció Ghal Maraz, poniendo su vida en sus manos como símbolo de la sincera hermandad que le ofrecía, pidiéndole que lo matara si no lo juzgaba digno, jurando que ninguno de sus hombres volvería a violar nunca sus tierras.
Marius tomó el martillo rúnico, y momentáneamente consideró matarlo, pero pronto comprendió lo equivocado que había estado con respecto a Sigmar todo ese tiempo y le devolvió el martillo. Los dos soberanos hicieron el juramento de espadas, y de esta manera los jutones se unieron también al Imperio.
La Corona de la Hechicería[]
El Terror de las Montañas Centrales[]
Sigmar se había ganado a los jutones para su causa, gracias a lo cual abundantes riquezas llegaban al Imperio desde el oeste, eso después de diezmar la vigésima parte de los ingresos anuales de Jutonsryk para distribuirla entre los guerreros que lucharon tan duro para tomar la ciudad. Aunque Marius odió eso, incluso con el diezmo las arcas de su ciudad estaban abarrotadas de oro gracias a todo el comercio que se abrió ante él por aliarse con Sigmar. Y para asegurarse que el líder Jutón cumpliera su juramento, Sigmar dejó mil guerreros en Jutonsryk, una fuerza mixta de guerreros de todas las tribus formados por miembros que no hubiesen perdido a seres queridos durante el asedio.
Gracias a la riquezas que obtenía de Jutonsryk, se pudo financiar numerosos proyectos en el Imperio, entre ellos, la construcción de viaductos que facilitaran la entrada a la ciudad de Middenheim. Desde que había elegido a su amigo Pendrag como gobernante de la ciudad, esta había crecido y prosperado notablemente. Sin embargo, si hermano de armas le pidió ayuda para un asunto muy acuciantes.
Sigmar viajó hacia Middenheim, encontrándose con una ciudad muy cambiada desde la ultima vez que la vio. Se alegró de ver de nuevo a su amigo Pendrag, también algo cambiado desde la última vez que vieron. Con el estaba Myrsa, que parecía tan recio y duro como siempre. Al saludarle, Sigmar recordó el aviso de la hechicera de no dejar que el Guerrero Eterno muriera antes de que le llegara la hora. Le había parecido una petición ridícula en ese momento, y aún más ahora, pues no sabía cómo se podía prometer algo así.
Pese a aquel alegre rencuentro, Pendrag tenia malas nuevas para el emperador, y lo llevó a un edificio apartado que servía de prisión para algo malvado: un No-Muerto.
Mientras era conducido a las profundidades de la prisión, le explicaron que mientras luchaba contra los jutones, los norses habían estado asaltando toda la costa y destruyendo docenas de asentamientos y masacrando a sus habitantes. Sin embargo, recientemente, un gran mal distinto a ellos ha estaba atacando los asentamientos de las marcas septentrionales.
Hace dos meses, los sacerdotes de Morr informaron a Pendrag de sueños que estaban teniendo los dotados, sueños de un mal que llevaba mucho tiempo muerto y había despertado en las Montañas Centrales. Menos de una semana después, recibieron las primeras historias de muertos vivientes atacando los pueblos en las estribaciones de las montañas. Pueblos enteros destruidos durante la noche, toda persona viva desaparecida y todas las tumbas vacías. Aparentemente, algo peor que un mero Nigromante había hecho acto de presencia en al montañas centrales. Myrsa dice que envió caballeros de Morr y templarios ulricanos a las montañas, pero ninguno regresó. Salvo uno.
Pendrag y Myrsa le mostraron Sigmar el cadáver viviente de Lukas Hauke, el sacerdote guerrero de Ulric que estaba al mando de la expedición. Aunque era más joven que Myrsa, cuando regresó parecía mucho más viejo. Las sacerdotisas de Shallya le trataron con sus remedios más potentes, pero él envejecía un año con cada día que pasaba hasta que murió. Cuando los sacerdote fueron a llevarse su cuerpo, este regresó a la No Vida, matando a varias personas hasta que pudo ser derrotado y atarlo con cadenas bendecidas.
Cuando vio a Sigmar, el No Muerto empezó a sacudirse y tirar de las cadenas. Les hablo de su maestro Morath, superviviente de Mourkain y portador de una corona que la criatura aseguraba que su poder era más grande incluso que el de Ghal Maraz. Les dijo que Morath era el Señor de la Fortaleza de Bronce y que sería la perdición de todos ellos y que le servirían eternamente en al No-Muerte. Finalmente el ser no muerto arrancó las cadenas de la pared ty atacó, pero fue despachado fácilmente por Sigmar.
Para el emperador, estaba claro que el cadáver de Lukas sólo era un mensajero, y que Morath los estaba desafiando a enfrentarse a él. Sigmar decidió responder al desafío y ordenó inmediatamente que se formara al ejercito para partir hacia al fortaleza de bronce.
Morath y la Fortaleza de Bronce[]
En pocas semanas el ejército del norte se puso en marcha. Eran seiscientos guerreros de valor y hierro. Sólo los más valientes se habían unido al Estandarte del Dragón, pues marchar bajo esa bandera rojo sangre suponía una declaración de que no se iba a tener clemencia con el enemigo ni se la esperaba a cambio.
Sigmar lideró al ejercito, acompañado por Prendag, Myrsa y Redwane, y a medida que se acercaban a las Montañas Centrales, vieron los primeros efectos y las consecuencias de la presencia del nigromante, reforzando su determinación por destruir semejante maldad. El ejército continuó su camino, avanzando hacia los elevados picos, serpenteando por un camino traicionero a través de valles helados y desfiladeros envueltos en niebla mientras ascendían por encima de la línea de nieve.
Sigmar eligió su rumbo sin comprender realmente qué lo guiaba, ya que aquella región estaba poco cartografiada y pocos habían viajado por allí y habían vivido para contarlo. Sentía como si el viento más frío del mundo soplara desde el corazón de las montañas y Sigmar simplemente se limitaba a seguirlo, llevando a su ejército cada vez más hacia lo desconocido.
Finalmente, el ejército llegó hasta el valle helado donde se encontraba la Fortaleza de Bronce, una estructura de aspecto impresionante. Mientras el ejército caminaba a través del lago helado que llenaba el fondo del valle, Sigmar y toda su hueste vieron debajo de la gruesa capa de hielo el reflejo de una ciudad esplendorosa, mas grande que la propia Reikdorf, con imponentes palacios, templos y estatuas. Sin embargo, a pesar de toda su gloria, era un lugar muerto, una farsa de una ciudad donde si vivían vidas. Mientras formaba esa última idea, la imagen tembló un segundo, como si la ciudad no fuera más sustancial que la niebla matutina. Sigmar dedujo que debía tratarse de la ciudad de Mourkain, y para el Nigromante era un sombrío recordatorio de su antiguo hogar antes de que aquella urbe cayera hace muchos miles de años.
Una ráfaga de viento frío atravesó al ejército cuando el Nigromante apareció en lo alto de una torre blanca como el hueso detrás de los muros de la Fortaleza de Bronce. A pesar de la distancia, Sigmar pudo ver que sobre la cabeza de Morath descansaba una magnifica corona de oro, la cual era un faro de un poder inimaginable. Sigmar prometió arrancarle la corona y hacerse con ella. La hueste de guerra del Emperador cargó a través del lago helado cuando las puertas de la Fortaleza de Bronce se abrieron de par en par, mostrando un ejército de monstruosidades no muertas que el nigromante había convocado con su asquerosa hechicería, formado tanto por las victimas recientes de las depravaciones de Morath como por cadáveres de hace cientos de años.
Pese al miedo que atenazaba el corazón de los vivos al enfrentarse contra centenares de No Muertos, Sigmar consiguió mantener a su hueste unida y envalentonar su corazones, cargando contra el enemigo y destrozando a decenas de ellos en su avance. Sin embargo, entre los No Muertos estaban los guerreros que Myrsa había enviado semanas atrás, reconociendo en ellos a varios de sus amigos, ahora cadáveres andantes bajo al voluntad de Morath. Esto resultó ser un error fatal pues la impresión lo distrajo momentáneamente, dándole la oportunidad del que había sido su hermano de armas de herirlo gravemente.
Sigmar fue de inmediato al rescate del Guerrero Eterno, recordando la advertencia de la Hechicera del Brackenwalsch de que no podía morír antes de que le llegara la hora. Sigmar arrastró a Myrsa fuera del combate y lo puso bajo custodia de un grupo de guerreros, a los que les ordeno que lo protegieran costase lo que costase. Para asegurarse su supervivencia, Sigmar le dio a Myrsa el colgante con forma de puerta que su padre le había dado cuando estaba en las Bóvedas Grises, asegurándolo que lo mantendría con vida.
Sigmar volvió al combate, con su martillo dorado brillando con una luz dorada, iluminando el camino del ejército hacia el portalón de la Fortaleza de Bronce. Grupos irregulares de guerreros lo siguieron, toda apariencia de orden había desaparecido en el desesperado combate para atravesar el muro de escudos. Habían abierto una brecha en la ciudadela del nigromante, pero a un alto precio. Cientos de hombres de Sigmar estaban heridos e, incluso si conseguían derrotar a Morath, muchos no sobrevivirían para llegar a Middenheim.
Esa idea estimuló a Sigmar a apresurarse más y atravesó el portalón en sombras hasta llegar a una explanada adoquinada en medio de la antigua fortaleza. En el interior de las murallas, comprobó que la Fortaleza de Bronce no era más real que la ciudad fabricada bajo el hielo. Al igual que aquella ciudad sumergida, la fortaleza era poco más que un conjunto de ruinas, bajo un reluciente artificio creado por Morath, una ficción para recordar glorias pasadas y antiguos triunfos. La única estructura real en el interior de la fortaleza era la torre hecha de refulgente piedra nacarada, en cuya cima se encontraba el Nigromante.
Sigmar asaltó la torre junto a varios de sus soldados, encontrándose con mas guerreros No Muertos que les cortaban el paso. Durante los combate, se le cayó la corona de Alaric de la cabeza, pero decidió no centrarse en ello ahora y seguir presionando para avanzar. Tras ordenarle a Redwane y sus soldados que contuvieran a la amenaza todo lo posible, él y Prendag ascendieron rápidamente por la torre, hasta llegar a la sala donde se encontraba Morath.
El Nigromante se burló de ellos, especialmente de Sigmar, pues había sentido su poder y planeaba matarlo para convertirlo en su sirviente. Usando su nigromancia amplificada por el poder de la corona, les llenó las mentes con pensamientos de decadencia y muerte, de todo por lo que habían luchado y sacrificado tanto terminaría por sucumbir, y como el Imperio caería irremediablemente. Prendag no tuvo la fortaleza suficiente para soportarlo, y Morath empezó a arrebatarle su fuerza vital.
Con toda su fuerza de voluntad, Sigmar logró resistir su nefasta influencia. Morath no podía dar crédito que un mero mortal pudiera resisitr el poder nigromantico de la corona, y trato de defenderse, pero un golpe Ghal Maraz destruyó su negro báculo. El nigromante pareció encogerse dentro de su túnica, como si su forma estuviera menguando, mientras el poder de la Corona de la Hechicería que lo había sustentado a lo largo de los siglos abandonaba su cuerpo. Morath se sintió traicionado de que el espíritu de Nagash decidiera dejarlo a su suerte. La carne de Morath se consumió y la corona que había llevado con tal orgullo arrogante se deslizó de su frente, cayendo frente a los pies de Sigmar.
El Emperador agarró al escuálido Morath por la garganta, alzándolo con una sola mano. Invadido por el miedo, el nigromante trató de farfullar súplicas de clemencia mientras forcejeaba débilmente, pero Sigmar ignoró sus ruegos y lo llevó hasta el balcón de la torre. Sigmar recorrió el helado campo de batalla con la mirada y comprobó que los guerreros muertos ya no luchaban. Sus huesos se habían convertido en polvo y la ciudad de debajo del hielo comenzó a desvanecerse como un lejano recuerdo mientras él observaba. Sus guerreros soltaron una ovación al verlo en la cima de la torre con el nigromante como prisionero. Aullaron pidiendo la muerte de Morath, y no eran los únicos. El viento llevaba débiles gemidos de rabia. Los espíritus liberados de los muertos exigían venganza.
Con gusto, Sigmar obedeció sus deseos de justicia y venganza, y arrojó al nigromante desde lo alto de la torre, observó como su escuálido cuerpo caía dando tumbos y girando, hasta que inevitablemente se estrelló contra el suelo. Con su muerte, Sigmar sintió que lo recorría una oleada de gratitud. Miles de rostros y nombres pasaron fugazmente por la mente de Sigmar; cada uno era un alma liberada de una condena eterna, y le corrieron lágrimas del júbilo por el rostro mientras seguían adelante.
Entonces, Sigmar se percató de la Corona de Morath en el suelo. Al recojerla, sintió sintió el enorme poder ligado a ella, tan antiguo que estaba fuera incluso del alcance de la gente de las montañas. Durante un momento fugaz, contempló una antigua ciudad del desierto y una hueste de ejércitos enjoyados marchando a través de las abrasadoras arenas bajo magníficos estandartes de color azul y oro. La visión se desvaneció, y la increíble vista de las Montañas Centrales apareció de nuevo ante él. Entonces se acordó de Pendrag.
Sigmar corrió al lado de su amigo agonizante, impotente al no poder hacer nada para salvarlo. En aquel momento, un calor dorado surgió de la corona y entró en Sigmar. Lo llenó de luz y el peso de sus cargas desapareció en un instante. Pero la corona aún no había terminado su trabajo. Una luz color ámbar brotó de Sigmar y se introdujo en Pendrag, reparándolo de la aborrecible magia del nigromante y salvándole la vida.
Ante esto, Sigmar consideró que la corona era un artefacto de basto poder mágico que Morath había usado para él mal, y que sería la clave hacer el Imperio más fuerte que nunca. Con tal poder, podría defender su tierra y a su gente, gobernando con justicia y fuerza. Morath había retorcido el poder de la corona, pero Sigmar lo usaría para sanar, no para matar. Para gobernar con sabiduría y compasión, no para esclavizar.
Redwane apareció con la corona de Alaric en sus manos, y una chispa de inquietud recorrió a Sigmar. Su leal portaestandarte quiso devolverle su corona regia, pero Sigmar la rechazó, prefiriendo la que le había arrebatado a Morath como su nueva insignia de autoridad.
Con la misión cumplida, los guerreros de Sigmar, que no estaban dispuestos a permanecer ni un momento más en el valle del nigromante, recogieron a sus muertos y heridos. Sigmar habló con cada hombre de su ejército, elogiando su valor y honrando el sacrificio de los caidos. Llevaban a los heridos en camillas improvisadas y, cuando Sigmar les tomaba las manos, su sufrimiento parecía disminuir. Buscó a Myrsa y su alivio fue indescriptible al descubrir que seguía con vida. Apenas apoyó la mano sobre la frente del Guerrero Eterno, el color regresó al rostro del herido y su respiración se volvió más profunda.
Olvidando su promesa de echar abajo la Fortaleza de Bronce, Sigmar condujo a sus guerreros fuera de las montañas, de regreso a Middenheim.
La invasión del Caos[]
Primeras incursiones[]
Mientras el emperador Sigmar había estado ocupado haciendo frente a múltiples amenazas, una en particular estaba ganando mucha fuerza y amenazaba con destruirlo todo. En el Norte, las diversas tribus del Caos empezaba empezaba a ser unificadas en torno a la figura de un guerrero, Morkar, que llegaría a ser conocido como el Unificador, el primer Gran Elegido del Caos. Antes de iniciar la invasión del Imperio, había organizado incursiones menores para probar sus defensas, así como también sembrar el miedo entre los imperiales. Las sagas de las victorias se extendieron hasta los Desiertos del Caos, atrayendo a muchas tribus de hombres del norte a su estandarte.
La ultima de ellas, los Norses habian realizado una serie de incursiones contra los territorios Ropsmenn, destruyendo varios asentamientos y secuestrando a sus mujeres y líderes tribales y exigido que los guerreros de la tribu oriental los sirvieran durante una estación a cambio de su seguridad. Una vez con numerosos guerrros Ropsmenn bajo su control, ambas tribus invadieron las tierras de los Udoses y redujeron a cenizas la gran ciudad de Haugrvik y el castillo de Salzenhus. Masacraron a los habitantes de la capital de Udose, el Rey Wolfila fue despedazado y lanzado a los perros, e hicieron una carnicería con su mujer e hijo, y los crucificaron en la única torre que quedó en pie.
Uno de los principales comandantes del gran ejercito del caos era un diestro guerrero llamado Azazel, que no era otro que el denostado Gerreon, ahora fiel guerrero de Slaanesh. Tras la incursión contra los Udoses, viajó de incógnito por el Imperio hasta llegar al pantano del Brackenwalsch, reencontrándose con la hechicera que había estado dirigiendo el destino de Sigmar, y la asesinó.
Casi nueve años después de que Sigmar fuese coronado, las hordas del caos pronto lanzarían una gran invasión con la que destruirlo a él y a su Imperio en nombre de los dioses Oscuros.
La Oscuridad de Sigmar[]
Cuatro días después de derrotar a Morath, los agotados hombres del Imperio salieron de las estribaciones de las Montañas Centrales siguiendo un sendero curvo hacia el camino del bosque que llevaba al sur, hasta Middenheim. La mañana del quinto día, los exploradores informaron de una gran columna de personas y carros que llegaba del norte, y Sigmar fue a encontrarse con ellos con su nueva corona reluciendo en la frente. No esperaba encontrarse con cientos de refugiados Udoses que escapaban de las depravaciones de las tribus norteñas, quienes le informaron la situación.
Cuando el emperador Sigmar se enteró de lo que les había ocurrido a los Udoses y del destino del Conde Wofila, una oscuridad progresiva pronto comenzó a apoderarse de Sigmar. Wofilla habia sido uno de sus amigos y aliados más cercanos, y al enterarse de su muerte y la de su familia, la furia y el odio empezaron martillearle la sien. Se sentía indignado especialmente por los actos de los Ropsmenn, pues siempre habían odiado a los norses tanto como cualquier otra tribu, y cuando había expulsado a los norses del Imperio, los ropsmenn habían reclamado su territorio, en gran parte porque nadie más lo quería.
En su misión para unir a las tribus de los hombres, Sigmar no había buscado los Juramentos de Espada de los caciques ropsmenn porque vivían tan al este que eran, a todos los efectos, una tribu de una nación diferente. Había sido un arreglo de conveniencia, pues se resistía a hacer la guerra o emplear la diplomacia tan lejos de Reikdorf. Ahora sufrirían su ira por su traición, y sus tierras arderían en venganza.
El Emperador reunió una poderosa hueste de guerreros lo más rápido posible para vengar la muerte del Conde Wofila. Estaba compuesto por guerreros de todas las tribus, pero la mayoría eran Udoses, deseosos devengar la muerte de su Conde y su propio pueblo. Las historias de su muerte se habían contado una y otra vez con tanta frecuencia que se perdió la verdad y el horror de lo que se decía que habían hecho los Ropsmenn creció a niveles ridículos. En honor a su amigo asesinado, Sigmar prescindió de Ghal Maraz y decidió combatir armado con la espada de Wolfila.
El ejercito Imperial marchó hacia el este, y a su paso incendiaron todos y cada uno de los asentamientos Ropsmenn que encontraron. En la Batalla de Roskova, casi tres mil guerreros Ropsmenn murieron en aquel inhóspito brezal y no se tuvo clemencia con los heridos. Se enfrentaron dos veces más con los dispersos grupos de guerreros Ropsmenn y, en cada ocasión, fueron derrotados y masacrados sin compasión. Tantas fueron las muertes que, salvo por el propio Sigmar y los vengativos udoses, la mayoría de miembros empezaron a verse afectados por los gritos de los moribundos y las imágenes de pueblos, incluidos seres tan cercanos al emperador como Redwane y Prendag.
Tras seis meses de campaña, los últimos remanentes de las tribus Ropsmenn se esforzaban por escapar de los que se conocía como la «Justicia de Sigmar», tratando de atravesar apresudadamente un río para escapar a las tundras azotadas por el viento gelido y estepa del abierta del otro lado. Un centenar de guerreros Ropsmenn trataron de imponer un poco de orden en la precipitadamente huida de su gente a través del río, pero era una tarea imposible. El horror de la destrucción de su tribu superaba cualquier pensamiento que no fuera escapar, y hacerle frente al hielo a medio formar era preferible a la aniquilación a manos de Sigmar, y no fueron pocos los que perecieron ahogados.
Aquello fue una escena desgarradora de presenciar, pero a Sigmar no solo no parecía importarle, si no que deseaba la aniquilación completa de los ropsmenn, y ordenó a Redwane cargar contra la aterrorizada muchedumbre. Sin embargo, el lobo blanco se negó a obedecer aquella orden. Sigmar se encaró con el guerrero, y Pendrag se interpuso entre ambos y trató desesperadamente de razonar con su amigo de la infancia.
Pendrag sintió escalofrío al ver que los ojos de Sigmar eran pozos llenos de odio, pero aún así trato de hacerle ver que los ropsmenn eran un pueblo destrozado y que la muerte de Wolfila ya había sido vengada. Debían regresar a Reikdorf para hacer frente la amenaza pues desde que iniciaron aquella campaña habia aumentado el numero de incursiones. También trató de hacerle ver que toda aquella matanza sería una mancha en el honor de todos los que habían participado, y lo único que conseguiría al perpetuarla sería mancillar todo lo que había logrado a lo largo de los años.
Tras escuchar las palabras de su hermano de armas, Sigmar luchó en lo más profundo de su mente por controlar el odio irracional que llenaba cada uno de sus pensamientos, con su cuerpo temblando por el esfuerzo. Al fin levantó la cabeza y a Pendrag se le partió el corazón al ver el dolor en los ojos de su amigo flotar hasta la superficie como si surgiera de una gran profundidad. Finalmente, Sigmar permitió que los supervivientes Ropsmenn huyeran y dio la orden de regresar a casa.
El período que siguió a la destrucción de los Ropsmenn fue un tiempo sombrío para el ejército de Sigmar. No se lo llamó guerra, pues las guerras del Imperio se libraban por razones nobles y nadie podía pensar en una razón noble para esa masacre. La muerte de Wolfila había sido vengada, pero la venganza no era una razón tan noble para prácticamente aniquilar a una tribu entera.
Los guerreros de las distintas tribus se separaron para regresar a sus respectivos territorios, sin apenas despedidas amistosas palabras de despedida ni juramentos de hermandad, pues deseaban olvidar su papel en esa matanza. Los udoses eran los únicos que no sentían remordimientos por el derramamiento de sangre y marcharon con los umberógenos hasta el extremo de las Montañas Centrales antes de girar al norte hacia sus tierras natales. Tenían que reconstruir su tierra y encontrar un nuevo líder.
Durante la travesía, el emperador guardaba las distancias con sus amigos y no quería verse obligado a entablar conversación más allá de lo necesario para el mantenimiento y rumbo del ejército. Redwane y Pendrag hablaron poco con Sigmar en el viaje de regreso a casa, pues la brutalidad de la campaña todavía aparecía en sus pesadillas, y ninguno de los dos deseaba revivir su papel en ella. Pendrag aún llevaba la corona y el martillo de Sigmar, ya que el emperador no había renunciado a la espada a dos manos del conde Wolfila y la corona de oro de Morath todavía brillaba sobre su frente.
Todas las noches, Redwane recorría el campamento, incapaz de cerrar los ojos sin ver las caras de los muertos, que parecían flotar sobre ellos como una maldición. Al pasar por delante de la tienda del emperador, oyó a Sigmar gritando en sueños, como si estuviera atrapado en una pesadilla interminable. Habló de ello con Pendrag, que le confesó que a menudo había visto a Sigmar susurrando entre dientes, como si conversara con espíritus invisibles.
Sigmar desechó sus preocupaciones con la misma expresión hosca con la que hacía cada declaración, y la marcha continuó. Llegaron a Middenheim y allí Pendrag se despidió de su hermano de armas con rígida formalidad, como si su amistad había muerto junto con los Ropsmenn. Tras esto, Sigmar y Redwane regresaron a Reikdorf
Punto Culminante[]
Sin que Sigmar se percatara de momento, la corona de Morath no era un artefacto tan benevolente. En realidad, una despiadada y tiránica voluntad habitaba dentro del hermoso objeto de oro y joyas, y lo estaba corrompiendo poco a poco, alimentando la oscuridad que ya había dentro de Sigmar para convertirlo sutilmente en un regente cada vez más cruel y despótico. Con Ghal Maraz y la corona de Alaric entregadas a Pendrag para su custodia, la influencia de la corona sobre Sigmar se fue volviendo cada vez mas poderoso.
Al poco de regresar a su ciudad de Reikdorf, Sigmar se enteró de que tanto Krugar de los taleutenos como Aloysis de los querusenos habían desobedecido sus órdenes de cesar las hostilidades entre ellos, y nuevamente enviaban cuadrillas a saquear las tierras del otro. Furioso por ser desobedecido, hizo llamar a ambos condes, y en cuento llegaron a su corte los hizo arrestar por hacer caso omiso a sus advertencia. Tanto Krugar como Aloysis trataron de explicarse, pero Sigmar ignoró sus ruegos y les dijo que serían ejecutados por traición.
La mente de Sigmar dolía a causa de pensamientos y emociones contradictorios. Krugar y Aloysis eran sus amigos y aliados, pero el hecho de que le desobedecieran hizo el impulso asesino que lo había acompañado desde la derrota de Morath amenazase con abrumarlo, necesitando de todo su autocontrol para no matarlos en el acto. Por mucho que sabía que lo que estaba haciendo estaba muy mal, la rabia que alimentaba su impulso de matar latía como ondas de fuego en su cráneo, borrando cualquier pensamiento de compasión. Tan vil y amarga era aquella rabia que ni siquiera la reconocía como propia.
A la mañana siguiente, el Emperador y unos pocos caballeros se dirigieron al pantano del Brackenwalsch. Los condes Krugar y Aloysis iban en un carro de heno, con las cabezas envueltas en capuchas de arpillera y las manos atadas con grilletes de hierro, y les explicó que serían ejecutados mediante el método de la triple muerte. Cuando llegaron a las marismas, hizo bajar a los Condes rebeldes. Los ojos se les salían de las órbitas a causa del miedo; suplicandole sin palabras que no hiciera eso, pero Sigmar no sentía compasión alguna, y desenvainó Utensjarl, la espada de Krugar, listo para aplicar la sentencia. Sin embargo, cuando la espada estaba a punto de caer, una persona intervino para detener aquella locura.
Se trataba de Wolfgart, quien siempre había sido una de las personas más cercana a él y que siempre le había apoyado en su decisiones, en esos momentos sabía que debía detener al emperador.
Wolfgart se había quedado en Reikdorf para estar con su familia por orden del propio Sigmar, por lo que no pudo acompañarlo en su viaje a Middenheim y sus posteriores campañas, pero durante su estancia en la capital oyó las historias de las masacres de los ejércitos del emperador contra los Ropsmenn. Wolfgart sentía que algo había pasado en el norte que había hecho que su hermano de armas se volviera despiadado, y cuando vio que se disponía a ejecutar a Krugar y Aloysis supo que tenia que hacer algo para salvar a Sigmar de sí mismo.
Wolfgart trató de hacerle ver que si ejecutaba a los condes, lo unico que conseguiría sería que taleutenos y los querusenos se revelaran contra él, desencadenando una guerra civil que destruiría todo por lo que había luchado, recordándole que él mismo le había dicho que la venganza no conducía a nada salvo a más contiendas que sólo generaban más odio. Sigmar ignoró sus palabras y se dispuso a bajar la espada. Entonces Wolfgart se abalanzó sobre él para detenerlo.
Los dos hombres forcejearon y se golpearon, con Sigmar ordenando a sus caballeros que no intervinieran. Tras varios golpes, Sigmar derribó a Wolfgart, y agarró la espada para matar al que siempre había sido su hermano de armas y mejor amigo. Wolfgart tenía la cara manchada de sangre y le costaba mucho respirar. El fuego asesino de Sigmar titubeó al no ver miedo sino tristeza en el rostro de su hermano de armas.
En ese momento, un cadáver emergió de las aguas estancadas. Aunque le chorreaba agua oscura de la cara y la fronda del pantano le adornaba el pelo, Sigmar reconoció al instante que se trataba de la hechicera del Brackenwalsch. Sus ojos estaban abiertos y miraban directamente a Sigmar. Y en ellos vio su propia alma devolviéndole la mirada.
Sigmar dejó escapar un grito al verse a sí mismo reflejado en los ojos de la hechicera, sentado a horcajadas sobre su mejor y más querido amigo con ansias asesinas en el corazón. Como si mirase a través de los ojos fríos y sin vida de la anciana, vio el horror en los rostros de los que lo rodeaban y la rabia enloquecida en el suyo. Durante un brevísimo instante, no se reconoció a sí mismo, a ese monstruo demacrado y de piel apergaminada que se deleitaba con el derramamiento de sangre y el dolor de los vivos.
La hechicera había prometido que volvería a verla y entendió el significado de las últimas palabras que le dijo en un repentino y atroz ramalazo de claridad. En ese instante, el verdadero yo de Sigmar vio la oscuridad dentro de la corona, reviviendo todo el mal que había causado, y la repulsión y el horror que le indujo sus actos en los últimos meses devolvieron a Sigmar a la realidad.
Pasaron imágenes fugazmente ante él y su alma luchó contra el espíritu oscuro que lo invadía, mezclando los recuerdos de Sigmar con los de la oscura entidad que habitaba la corona: Ravenna junto al río. Una ciudad que se había tragado la arena. Su padre en las Bóvedas Grises. Un mortífero enemigo con una espada maligna. Los reyes de los hombres haciendo Juramentos de Espada con él. La forja de una poderosa corona de magia. La majestuosa nobleza de la raza del hombre uniéndose como una sola, etc.
Sigmar sollozó cuando volvió en sí, comprendiendo todo el mal que había obrado desde que se apoderó de la corona de Morath. Intentó quitárse aquel artefacto maligno de encima, pero en cuanto sus dedos tocaron el metal una atroz agonía estalló dentro de su cabeza. La corona se aferraba ferreamente a su sien, negándose a ser rechazada. Con un grito de angustia, Sigmar dio media vuelta y huyó hacia las profundidades del pantano. La bruma lo envolvió mientras corría a ciegas por lo más profundo del Brackenwalsch. Oyó gritos asustados siguiéndolo, pero la niebla amortiguadora y el inquietante silencio del pantano se los tragaron pronto.
La tentación de Sigmar[]
La entidad de la corona empezó a tentar a Sigmar con todos sus mayores deseos. Prometiéndole gran poder si se rendía y se sometía a él, mostrándole lejanos reinos que podía conquistar si lo hacia, pero Sigmar rechazó sus proposiciones. Entonces la entidad cambió de táctica, y le dijo que si se sometía, podía devolverle la vida a la persona que siempre había amado, y le mostró una imagen de Ravenna frente a él. Aunque sabía que no era real, la tentación era tan grande que lentamente se fue adentrando en una charca pantanosa, hasta sumergirse por completo, con la entidad de la corona riendo triunfalmente.
Mientras era engullido por la oscuridad, Sigmar tuvo una visión de su amada Ravenna. Le recordó que él era Sigmar, el elegido de Ulric, y lo alentó a luchar contra la influencia de la corona. A través de sus palabras, Sigmar encontró la fuerza para despertar de la oscuridad y volvió a intentar quitarse la corona de la cabeza mientras estaba sumergido. Desesperada, la oscura entidad, le mostró una visión del gran ejercito del Caos que se preparaba para invadir el Imperio, ofreciéndole poder inimaginable para destruirlos y proteger sus tierras, pero Sigmar ignoró sus palabras, y con sus últimos resquicios de su fuerza de voluntad, logró arrancarse la corona maldita de su cabeza.
Una vez libre, Sigmar nadó hacia la superficie, pero su cuerpo estaba cansado más allá de lo imaginable y supo que no lo lograría. Cuando estuvo a punto de ahogarse, vio una mano sumergida en el agua buscando. Sigmar se estiró hacia ella y sintió como lo agarraban con fuerza de la muñeca y tiraban. Sigmar salió de pronto de la charca, respirando agitadamente y expulsando un torrente de agua con una espumosa capa de suciedad. Cuando su visión se aclaró, vio que su rescatador había sido su fiel amigo Wolfgart.
Cuando contó con fuerzas suficientes para ponerse en pie, Sigmar abrazó a su hermano de armas, avergonzado y honrado por su lealtad. Por fin se separaron, y Sigmar bajó la mirada hacia la corona que sostenía en la mano. La dejó caer como si estuviera al rojo vivo y se alejó de ella. Wolfgart le echo en cara la estupidez de confiar en un tesoro arrebatado a un nigromante.
Libre por fin de la influencia de la corona maligna, Sigmar realmente vislumbro el horror y las consecuencias de las masacres de los Ropsmenn y de que intentase matar a su amigo. Wolfgart dijo cargaría con la culpa de lo primero durante el resto de sus días, en cuanto a lo segundo no le guardaba rencor pues había sido obra de la corona. Sigmar comprendió pero no podría haberle hecho nada si no hubiera encontrado cierta oscuridad en mi interior a la que aferrarse. La hechicera del Brackenwalsch le había advertido sobre ello y aconsejado acerca de reemplazar el obsequio de Alaric, pero no le había hecho caso.
Entonces Wolfgart le mostró que había traído consigo Ghal Maraz y la corona de Alaric. Le explicó que Pendrag se lo dio a Redwane cuando se separaron en Middenheim y lo trajo al sur hasta Reikdorf. Al agarrar Ghal Maraz, Sigmar sintió como la Magia Rúnica de los enanos desterraba de él la influencia restante de la corona nigromántica.
Cuando le ofreció la Corona de Alaric, Sigmar dijo que aquel momento sería un nuevo comienzo, y pidió a su amigo que le coronase. Sigmar inclinó la cabeza, y Wolfgart le colocó la corona. Al igual que Ghal Maraz, la corona de Alaric le dio la bienvenida sin reservas ni rencor, y la sabiduría y el amor que se habían empleado en su elaboración lo llenaron de una fuerza que no se había dado cuenta de que había perdido.
Los dos amigos regresaron junto a los demás y liberaron de inmediato a los Condes Krugar y Aloysis. Sigmar les suplicó perdón de rodillas, e hicieron falta las habilidades conjuntas de Eoforth y Alfgeir para impedir lo que podría haber sido una guerra civil devastadora, pero al final, tanto Krugar como Aloysis aceptaron que Sigmar se había encontrado bajo la espantosa influencia de la corona del nigromante. No obstante, la ofensa a su honor exigía una recompensa, y ambos condes regresaron a sus castillos cargados de oro, tierras y títulos. Igualmente, toda aquella experiencia hizo que ambos condes comprendieran que habían obrado mal y no volvieron a enviar asaltantes a las tierras del otro.
En cuanto a la Corona del nigromante, Wolfgart había querido arrojarla al Brackenwalsch y acabar de una vez, pero Sigmar sabía que no podía deshacerse con tanta indiferencia de un artefacto tan peligroso y poderoso. Recogió la corona con la máxima cautela y se la llevó directamente a la suma sacerdotisa Alessa, en el templo de Shallya. Con solemne ceremonia, la corona fue sellada en la cámara más profunda y se custodió con todos los encantos de protección que conocían todos los sacerdotes de Reikdorf. Sigmar se aseguraría de que no volviera a ver la luz de día nunca más, y si su creador se atrevía alguna vez a venir a reclamarla, encontraría defendiéndola a todos los guerreros del Imperio.
Con todo en orden, Sigmar preparó al Imperio para la guerra, pues tal como le había mostrado la corona maldita, un gran ejercito de guerreros del Caos se disponían a invadir sus tierras.
La primera derrota del emperador[]
Mientras Sigmar organizaba sus fuerzas, en el norte los clanes udoses eligieron a Conn Carsten como su nuevo caudillo, llevando a cabo escaramuzas y guerra de guerrillas contra el ejército del Caos. Bajo el liderazgo de Conn Carsten, los clanes del norte habían ralentizaron el avance de la oscura horda. Si no hubiera sido por Carsten, el norte hubiera caído, y le proporcionó tiempo al Emperador para reunir su hueste de espadas.
Con los planes trazados y el coraje de sus guerreros reforzado por la presencia del emperador, el ejército había emprendido la marcha hacia la victoria. El ejercito imperial estaba formado por ocho mil guerreros del Imperio, compuesto principalmente por udoses, umberógenos, turingios y jutones. Cada uno de los contingentes tribales estaba a las órdenes de su propio conde y a Sigmar le había entusiasmado la oportunidad de marchar junto a Otwin y Marius.
La batalla contra el ejército del Caos se produjo a unas cincuenta millas de la costa septentrional. Era una brillante mañana de primavera; el día perfecto para una batalla. Sigmar se había sentido poderoso e invencible sentado sobre su caballo mientras observaba cómo los guerreros de Morkar se pusieron en marcha para presentarles batalla. A pesar del gran numero de la hueste enemiga, como en muchas tantas ocasiones, Sigmar estaba seguro de poder derrotarlos en una sola batalla campal, pero no tardó en aprender que había subestimado terriblemente a su enemigo.
Apenas los condes habían llegado al campo de batalla bajo una alocada colección de estandartes de vivos colores cuando unas deformes nubes de tormenta crecieron en el cielo despejado. Empelando su repugnante magia, los hechiceros del caos desataron una terrible tormenta sobre el ejercito de Sigmar. Relámpagos en forma de arco chocaron contra la tierra mientras estallaba la tormenta y toda la hilera del Imperio se estremeció de miedo ante un fenómeno tan antinatural. Lo peor estaba por llegar.
Sigmar cabalgaba con sus caballeros en el centro del ejército en dirección al enemigo. Entonces, un relámpago azul golpeó al portaestandarte, carbonizándolo y prendiéndole fuego al estandarte el emperador. Se oyeron gritos de horror, pero era demasiado tarde para disipar era miedo. La lluvia torrencial transformó el suelo en un lodazal y el avance se convirtió en un trabajoso infierno de cieno y cegadores golpes de relámpagos.
Mientras los guerreros de Sigmar avanzaban tambaleándose, la horda del caos se puso en marcha, luchando con disciplina, coraje y, lo peor de todo, un plan. En lugar de la habitual masa de guerreros a la carga, los bárbaros presentaron batalla imitando al ejército de Sigmar. Los luchadores marcharon en filas apretadas, moviéndose en formación con una cohesión sin precedentes hasta la fecha.
Aullantes miembros de las tribus del caos, que montaban caballos y empleaban arcos cortos, rodearon a los turingios del conde Otwin y los golpearon con disparos mortalmente certeros. El avance de Otwin flaqueó, y una multitud de guerreros norses, montados en corceles oscuros más altos que cualquier animal del Imperio, cargó contra los turingios desperdigados. A las órdenes de un poderoso caudillo llamado Cormac Hacha Roja, los norses destrozaron a los turingios sin clemencia. Marius dirigió el contraataque con sus lanceros jutones e hicieron retroceder a los guerreros intrusos, sacando al herido Otwin del enfrentamiento.
Los guerreros del Caos respondieron y contraatacaron todas las estratagemas de Sigmar a cada paso y obligaron a retroceder a sus guerreros una y otra vez. Mientras la tarde se iba transformando en noche, Sigmar comprendió que la batalla no se podía ganar y ordenó que los clarines del ejército tocaran a retirada. Sólo entonces, al final de la batalla, la disciplina del ejercito invasor desapareció por fin y los campeones tribales condujeron a sus hombres en una orgía de sangre entre los heridos.
Por muy terrible que fuera dejar a los heridos a su suerte, los viles apetitos de los guerreros del Caos garantizaban que no habría persecución y Sigmar pudo retirar a sus hombres del campo de batalla, mientras ballesteros mercenarios contratados por Marius cubrían la retirada, golpeando con despiadadas descargas de flechas a los bárbaros que se acercaban demasiado e impidiendo que la retirada se convirtiera en una desbandada.
Retirada a Middenheim[]
Aquella batalla fue desastrosa para Sigmar. Por primera vez en su vida, había conoció el amargo sabor de la derrota. Había perdido a cientos de guerreros del Imperio en aquella confrontación, una cantidad de bajas que dejaban en ridículo a los hombres que perdieron las hordas del Caos. Para el emperador era como si los invasores conocieran todas sus tácticas y formas de combatir del Imperio. Comprendió que los había subestimado y que perdería batalla a batalla si pensaba que el ejercito enemigo estaba formado por simples bárbaros.
Les llevaría un tiempo a los restantes condes reunir sus fuerzas y acudir al campo de batalla en su ayuda. Por ello, decidió retirar sus fuerzas a Middenheim, la fortaleza más grande del Viejo Mundo, donde los ejércitos del Imperio podían resistir a las hordas del Caos el tiempo suficiente hasta que llegase los refuerzos. Tras el incidente con los Ropsmenn y los condes Krugar y Aloysis, había ciertas dudas de que acudiesen a la llamada, pero Sigmar estaba seguro de que lo harían, más que nada por que los bárbaros del Caos caerían sobre ellos si fracasaban.
En el campamentos del Caos, mientras tanto, celebraban la gran victoria obtenida. Las tácticas que les había enseñado Azazel y el adiestramiento a los que los sometió los últimos años había dado sus frutos, aunque la disciplina falló al final y sus enemigos lograron escapar. Ahora tendrían que volver a enfrentarse a Sigmar, quien sin duda aprendería de sus errores. Pese a este contratiempo, la horda del Caos se estaba volviendo más fuerte. Si ya por entonces superaban en numero al ejercito de Sigmar, a los miles de bárbaros del Caos que conformaban aquella fuerza se le unieron decenas de tribus del Hombres Bestia de los bosques, y el poder de los Dioses del Caos se había vuelto mas fuerte, potenciando la magia de sus chamanes.
Los principales comandantes se reunieron para discutir la estrategia a seguir. Algunos de los lideres optaban por ignorar a Sigmar, pues comprendían que se había replegado a Middenheim para atrayéndolos a las murallas de una ciudad considerada inexpugnable, en un intento de ganar tiempo para que sus fuerzas se reúnan, y optaban por ignorarlo y atacar a sus aliados y arrasar sus tierras. Sin embargo, el principal representante de los chamanes y hechiceros del Caos informó que la voluntad de los dioses era que atacasen la ciudad y extinguieran la sagrada llama de Ulric para siempre.
Planeando estrategias[]
La noche estaba cayendo, pero seguían llegando. Como si se tratara de un mar vivo de pelo, carne e hierro, la hueste del norte se arremolinaba y se deslizaba alrededor de la base de la roca Fauschlag sin fin. Desde lo alto de la Ciudad, se encontraba Sigmar junto con Conn Carsten de los Udoses, Marius de los Jutones y Otwin de los Turingios. Myrsa y Pendrag estaban a su izquierda, Redwane y Wolfgart a su derecha. Sus mejores amigos y aliados se encontraban a su lado, y su fe y amistad constantes suponían una lección de humildad para él. Todos contemplaban al enorme ejercito enemigo que se concentraba allá abajo, listo para asediar la Middenheim.
Ocho mil guerreros del Imperio estaban preparados para defender la ciudad, aproximadamente la mitad de los que se oponían a ellos. Había algo más que sólo hombres listos para atacar: monstruos con cabeza de toro y criaturas murciélago con alas y abominaciones contrahechas tan alejadas de toda bestia conocida que sus orígenes no se podrían descubrir nunca. Bramaban al lado de manadas de babeantes lobos de pelo negro y enormes trols que avanzaban pesadamente a través de la hueste con garrotes que eran simplemente árboles arrancados de la tierra.
Sigmar había planeado hacía mucho tiempo la defensa de Middenheim, pues sabía que la Llama Eterna de Ulric atraería a los seguidores de los Dioses Oscuros como las polillas a una lámpara. Ciertamente no podían hacer uso de los montacargas, por lo que el grueso del enemigo se les echaría encima por el único viaducto y, a pesar de los esfuerzos de los ingenieros de Middenheim, la mampostería que lo conectaba con la ciudad no se podía soltar. La destreza de sus constructores enanos era tal que no se pudo sacar ni una sola piedra.
Para agravar este problema, la ciudadela y las torres diseñadas para defender la parte superior del viaducto aún no se habían completado. Los muros de la barbacana apenas eran del tamaño de un hombre alto, y las torres estaban huecas y carecían de fortificaciones. Los bloques de piedra destinados a levantar la muralla hasta una altura de quince metros se utilizaron ahora para bloquear el portalón sin terminar o se colocaron en posición para formar un escalón de combate para los hombres detrás de este. Ahí era donde Sigmar presentaría batalla, y lo haría con un millar de guerreros provenientes de todas las tribus congregadas en Middenheim.
Por supuesto, aunque el viaducto era la principal vía para entrar en la ciudad, Sigmar sabía que no era la única. Todavía quedaban la extensa y laberíntica red de túneles que había debajo de la montaña. Aunque no era probable que el enemigo conociera la existencia de las entradas, sin duda darían con algunas de ellas y las aprovecharían para infiltrarse en la ciudad, por lo que Sigmar tuvo que destinar parte de sus topas a defender los túneles.
Al ver al ejercito del Caos, el Emperador juró que no le arrebatarían el Imperio. En ese momento, entre los comandantes enemigos reconoció a alguien que le era desagradablemente familiar. Aunque había demasiada distancia y, el rostro del guerrero era poco más que un puntito blanco en medio de un mar de caras belicosas, Sigmar pudo reconocer que se trataba del traidor Gerreon.
El Asedio de Middenheim[]
El ejército del Caos comenzó el ataque a Middenheim al alba del siguiente día, después de una noche de estruendosos aullidos, resonantes cuernos de guerra, piras de sacrificios y ofrendas de sangre. Sus cánticos y canciones de guerra llegaron hasta los defensores; prometían muerte y cargas guiadas por los impulsos primitivos de las tribus del norte reunidas.
Come esperaban, el asedio fue brutal y duró varios días. Los brutales asaltos de los Guerreros del Caos y los Hombres Bestia fueron rechazados, cobrándose un alto precio entre los defensores con cada intento. Los enemigos muertos eran arrojados desde el viaducto y los gritos de los heridos lucharon con los frenéticos cánticos de batalla de la horda del Caos. Sigmar y su guardia personal hicieron retroceder al enemigo varias veces, y en cada ocasión Sigmar mató a docenas de campeones del Caos que buscaban el honor de cortarle la cabeza.
Mientras tanto, en la Subciudad, Wolfgart y varios voluntarios defendían los caminos subterráneos contra los invasores. Sin embargo, no fueron Bárbaros del Caos o Hombres Bestia los enemigos a los que se enfrentaron, si no una amenaza totalmente inesperada. Viendo la oportunidad de aprovecharse de la invasión del Caos, decenas de Skavens surgieron de las cavernas cavernas y túneles y atacaron a los imperiales. Los defensores de Middenheim fueron cogidos por sorpresa, pero por fortuna, también contaron una ayuda inesperada.
Una fuerza militar de Enanos, liderados por Alaric el Loco, aparecieron para enfrentarse a los viles Hombres Rata. Al ver la amenaza al que se enfrenaban su aliados, los Enanos enviaron un contingente formado por luchadores robustos de clanes honorables, entre los que habían Martilladores de la guardia personal del Gran Rey Kurgan Barbahierro y cien Rompehierros para defender los túneles. Además de guerreros, Alaric también trajo el primero de los Colmillos Rúnicos, y se lo entregó a Pendrag. Mejor adaptados y con más experiencia en el combate subterráneo, los Enanos se encargaron de proteger la Subciudad, permitiendo que Wolfgart y sus guerreros pudieran ayudar en la defensa de la ciudad en la superficie.
El asedio se prolongó durante doce días, y ninguno de los bandos pudo obtener una victoria definitiva sobre el otro, aunque el hecho de haber resistido durante tanto tiempo dio esperanza a los defensores de poder resistir el tiempo suficiente como para que la ayuda llegase. Sin embargo, los ejércitos de Morkar aun no habían dicho su última palabra. Mediante funestos rituales y sacrificios, invocaron demonios.
Uno de estos repugnantes seres era un Devorador de Almas de Khorne, que voló directamente hacia donde se encontraba Sigmar. De los cien hombres que acompañaban al emperador, todo un tercio cayó muerto de miedo al ver la abominación que había aterrizado entre ellos. Otros huyeron aterrorizados dejando sólo unos cuantos incondicionales capaces de dominar su miedo, los cuales muchos no tardaron en caer bajo las terribles armas del gran demonio.
Gracias a Ghal Maraz y otros objetos rúnicos, Sigmar podía resistir el terrible poder del Devorador de Almas, aún así seguia siendo un enemigo terrible y se retiró al Gran Templo de Ulric, donde se encontraba la llama sagrada del dios del Invierno y de los Lobos, siendo perseguido por el demonio, que lo arrasaba todo a su paso.
El asalto de los demonios había logrado abrir brecha en el viaducto, permitiendo la entrada de decenas de guerreros del Caos en Middenheim. El conde Pendrag lideró la contraofensiva para expulsar a los invasores, reencontrándose con Gerreon, ahora bajo el nombre de Azazel. Aunque Pendrag era un gran guerrero por derecho propio, estaba armado con un Colmillo Rúnico y contó con el apoyo de los Condes Marius y Otwin durante el duelo, no pudo prevalecer contra el campeón de Slaanesh, quien le atravesó el cuerpo con su espada.
El haber herido de muerte al que en tiempos pasados había sido uno de sus mejores amigos, hizo que algo en el interior del alma de Azazel se agitara, sintiéndose conmocionado y entristecido por lo que acababa de hacer. Esto lo dejo con la guardia baja ante la furia de Myrsa, Otwin y Marius, viéndose obligado a escapar. Con su último aliento, el agonizante Pendrag le entregó el Colmillo Rúnico a Myrsa, nombrándolo nuevo conde de Middenheim. Armado con la espada rúnica de Alaric, el antiguo Caballero Eterno se dirigió hacia la Llama de Ulric y prestó su ayuda al emperador. Tras bendecir su martillo en el fuego sagrado, Sigmar y Myrsa lograron derrotar al demonio.
Tras esta victoria, tormentas invernales rugieron alrededor del templo derruido mientras la Llama eterna de Ulric se hinchaba llena de vida y poder. Una altísima columna de fuego de invierno se alzó del corazón de la ciudad atravesando la parte más lejana del cielo y extendiendo su fría luz por la región hasta donde alcanzaba la vista.
Como si se tratara de una marea empujada por una tormenta, la Llama de Ulric se extendió por la ciudad; un brillante y agitado río de fuego azul que resonaba con los aullidos de los lobos y los vientos helados. Los guerreros de Middenheim aullaron cuando el poder de su dios los tocó y sus ojos brillaron con la luz del invierno. Al lado de cada hombre, ya fuera un habitante de Middenland o no, un centelleante lobo de fuego azul mordía y atacaba a los guerreros del ejercito del Caos. Ningún arma podía cortarlos, ninguna armadura podía resistirse a ellos, y los lobos fantasma arremetieron contra los norses con todo el poder de su amo.
En medio de los aullidos de los lobos y los gemidos del viento, llegó otro sonido, un sonido que los defensores de Middenheim casi habían perdido las esperanzas de oír. Grandes cuernos, sonando desenfrenadamente, anunciaban la llegada de un gran ejercito de diez mil hombres de todos los rincones del Imperio. Los defensores de Middenheim y el nuevo ejercito cayeron sobre la hueste del Caos, preparada para su último de desafío. Sigmar se enfrentó a Morkar el Unificador, y se batieron en un duelo que fue comparado al combate entre dos dioses, pero al final Sigmar realizó un golpe mortal, destruyendo a Morkar y poner fin a su incursión.
Con ese acto, el destino de los hombres del norte finalmente quedó sellado y el Imperio hizo retroceder la oscuridad de sus tierras una vez más. En menos de una hora, la roca Fauschlag estaba rodeada por guerreros del Imperio y los servidores de los Dioses Oscuros estaban acabados. Muy pocos lograron escapar de la vengativa carga de los ejércitos del Imperio. Para cuando anocheció, la Llama de Ulric se había retirado al templo en ruinas, y los vientos del invierno y los lobos fantasmales regresaron otra vez al reino de los dioses.
La amenaza de la No Muerte[]
La Venganza de Sigmar[]
Tras frustrar la invasión del Caos en Middenheim, el Imperio volvió a disfrutar de un periodo de paz, aunque tuvieron que pasar primero por una etapa de duelo y de consuelo. Muchos fueron los que murieron defendiendo su tierra, y muchos fueron los lamentos y llantos por parte de los que sobrevivieron. El emperador Sigmar no fue ajeno a ello, pues lloraba la muerte del Conde Pendrag, quien siempre había sido uno de sus mejores amigos desde la infancia. Su corazón se llenaba de odio al recordar que había muerto a manos de Gerreon.
Cada uno de los condes había regresado a sus tierras para reagruparse y volver a fortificar, pero en lugar de regresar a Reikdorf, Sigmar había ordenado reunido una fuerza de guerreros y cruzar el mar para declarar la guerra a los norses. Las tribus desterradas del norte ya no vivirían con impunidad en su patria helada, creyéndose a salvo de ataques. El emperador fue apoyado por contundencia cuando anunció su plan de llevar el combate a las tierras de los norses.
Durante décadas, los Hombres del Sur habían soportado las depredaciones de los bárbaros de las tierras norteña, ahora sufrirían las represalias por ello, creyendo que tal venganza protegería el Imperio en décadas venideras. Las flotas de asalto de Sigmar empezaron a registrar las costas cubiertas de hielo del norte, y aldea tras aldea quedaba reducida a cenizas y sus habitantes fueron pasados a cuchillo por los vengativos sureños, logrando instaurar el miedo en sus corazones.
Pero castigar a las tribus del norte no era él único motivo por el que Sigmar había iniciado aquella campaña, el emperador tenia un motivo más personal para aquellos ataques. En cada aldea en ruinas buscaba indicios del espadachín Gerreon, el traidor que había matado a Ravenna, su propia hermana y la mujer a la que Sigmar había amado, y le había clavado su espada en el corazón a uno de sus mejores amigos durante el asedio de Middenheim, siendo de los pocos que lograron escapar cuando la horda fue derrotada.
Transcurrió un año entero desde la derrota de la invasión Caos al pie de la roca Fauschlag; un año en el que la flota del Imperio se había dedicado a atacar las costas norteñas, pero a pesar de la concienzuda búsqueda, quedó claro que Gerreon había vuelto a eludir sus justo castigo. Wolfgart, gran amigo de Sigmar y también del fallecido Pendrag, estuvo al lado del emperador a lo largo de aquella sangrienta empresa, pero tras un año de combates y comprender que no lograrían atrapar al traidor, instó a Sigmar a regresar al Imperio, pues los umberógenos necesitaban a su regente.
Sabiendo que su amigo tenia razón, Sigmar dio por finalizada aquella campaña y ordenó regresar al Imperio.
Regreso a Reikdorf[]
Sigmar ya tenia cuarenta años, y aunque todavía se movía con el porte y la fuerza de un hombre de la mitad de años, era en los ojos donde soportaba el peso de la edad. El ascenso de su Imperio había sido duro, se había construido sobre cimientos de sangre y sacrificio. Habían perdido amigos y seres queridos por el camino, y enemigos viejos y nuevos trataban de desgarrar la nación recién creada con garras avariciosa. Con todo, gracias sus victorias y proezas, el Imperio había prevalecido, y algunos habitantes ya empezaban a venerar a Sigmar, viéndolo casi como un ser divino, apareciendo altares dedicados a su figura. El primero de ellos se levantó en Astofen, donde tuvo lugar la primera gran victoria de Sigmar.
Tras un año de ausencia, el ejército del Emperador regresó a Reikdorf triunfalmente. Desde que habían vuelto a pisar suelo del Imperio, sus fuerzas se habían visto engrosadas con vasallos, muchachos granjeros ansiosos por ganarse la vida con una espada y guerreros de tierras lejanas que deseaban servir bajo el estandarte imperial. Aunque Gerreon había escapado, el objetivo anunciado de la campaña había sido llevar el terror a los corazones de los norses, hacerles saber que no estaban seguros en su desolado reino de hielo y nieve. Esa tarea se había conseguido y los ciudadanos de Reikdorf celebraron el regreso de su Emperador, alineándose a ambos lados de las calles, aclamando y gritando alternativamente los nombres de Sigmar y Ulric.
Wolfgart no regresó a Reikdorf con su amigo, sino que se dirigió hacia las tierras de los asoborneos para estar con Maedbh y Ulrike. Quien si acompañaba a Sigmar era Conn Carsten, el caudillo que los clanes Udoses que sería nombrado nominalmente como nuevo Conde y sucesor del asesinado Wolfila. Conn Carsten tenía una personalidad opuesta de su antecesor, siendo alguien muy adusto y poco dado al humor, aunque Sigmar logro superar esas barreras y trabar amistad con él.
Ninguno de los otros condes estaba presente, aunque Sigmar tampoco lo había esperado. Tras reunir a sus ejércitos para liberar Middenheim, ahora los líderes tribales estaban atendiendo asuntos en sus propias tierras. Desde su regreso, Sigmar había leído misivas de Freya y Adelhard acerca de un aumento en la actividad de los pieles verdes en las Montañas del Fin del Mundo, de partidas de guerra de contrahechas bestias del bosque en las marcas meridionales y una creciente coordinación entre los bandidos y los saqueadores en el norte.
La Depravaciones del Gran Hechicero[]
Corría el año 11 desde que Sigmar fue proclamado Emperador. En ese año, Constant Drachenfels centró sus atenciones en el todavía joven Imperio. Drachenfels era un temible y poderoso hechicero, con amplios conocimientos tanto en Nigromacia como en demonología, que llevó la muerte y el terror a numerosos territorios desde hacía siglos, y pensaba hacer lo mismo con las tierras de Sigmar. Por ello, lideró un ejército de goblins y demonios contra la nueva capital de Sigmar.
Las tribus humanas y hordas de Enanos se reunieron en torno Sigmar, y en la Batalla de Drakenmoor, Drachenfels sufrió la primera derrota de su eterna existencia. Sigmar, el Portador del Martillo Ghal Maraz, se irguió sobre él con una bota sobre el rostro del Gran Hechicero, y lo hundió en el fango antes de rematarlo. Sus poderes mágicos lo abandonaron y su cuerpo se pudrió al ser golpearlo.
Aunque su cuerpo físico fue destrozado, el espíritu de Constant Drachenfels todavía existía y volvería aparecer cuando se apropiara de otro cuerpo. Sin embargo, Sigmar Heldenhammer lo dejó incapacitado durante mil años, y la derrota sufrida fue tan humillante que le perseguiría hasta mucho después de que se volviera a hacer corporal varios siglos más tarde.
Tras esto, el Imperio tendría unos años de relativa paz, hasta que llegamos al año 15. Cuthwin, el mejor de sus exploradores, trajo a Reikdorf a un Enano malherido, un ingeniero de Zhufbar llamado Grindan Deeplock. Su caravana había sido emboscada por una banda de goblins, matándolos a todos, pero les había dado tiempo de ocultar una poderosa maquina de guerra enana. Antes de sucumbir a sus heridas, Grindan le hizo prometer a Sigmar que recuperaría el arma y se la devolvería a sus legítimos dueños.
Sin embargo, estos no era las únicas tribulaciones a los que se estaba enfrentando el Imperio, y por desgracia no eran las peores. Tanto Krugar como Aloysis enviaron misivas para solicitarle ayuda al Emperador para sofocar numerosos incidentes de muertos que se levantaban de sus tumbas para atacar a los vivos, y Aldred de los endalos informaba de un incremento de ataques de corsarios navales desconocidos.
Sigmar no lo sabia en ese momento, pero el Imperio pronto se enfrentaría a un mal de milenios de existencia.
El Señor de la No Muerte[]
La tragedia cayó primero sobre el Conde Markus Gothii de los Menogodos. Mientras enterraba a su único en los túmulos de la tribu, un extraño llamado Khaled al-Mustandir interrumpió la ceremonia, burlándose de la tragedia del conde. Markus ordenó a su mejor guerrero que matara aquel impertinente, pero quedó horrorizado al ver que era despachado con insultante facilidad por Khaled, mostrándose como lo que realmente era: un vampiro.
Repentinamente apareció Krell, un corpulento guerrero no-muerto vestido con una Armadura del Caos herrumbrosa, que masacró a todos los guerreros del Conde Markus. Sabiendo que se acercaba su final, Markus se dispuso a darle una muerte misericordiosa a su familia antes de quitarse al vida, pero fue detenido por Khaled. El vampiro le obligó a conocer a su señor antes de acabar con su vida. El miedo se apoderó de Markus al ver una aterradora figura de semblante esquelético alzándose frente a él, una pesadilla viviente que traía la maldición de la no Muerte consigo, y cuyo nombre solo se mencionaba en las leyendas y fábulas mas terribles.
El conde imperial supo que su pueblo estaba condenado cuando vio como aquella entidad usaba sus poderes para alzar a los muertos y someterlos a su voluntad. Khaled al-Mustandir le mordió el cuello y empezó a chuparle la sangre, y mientras agonizaba. Markus supo su nombre de aquel temible ser, un nombre que era la personificación misma de la muerte.
Sigmar no se enteró de esta nueva amenaza hasta varios días mas tarde. Mientras organizaba una expedición para que recuperase la maquina de guerra enana en la casa larga, sus planes se vieron interrumpidos cuando la corona de Alaric se le calentó en la frente, un aviso rúnico de la intervención de brujería maligna y poderes antinaturales, y llamo inmediatamente a las armas a todos su hombres mientras las puertas de la casa larga se abrían de golpe, mostrando a la figura de Khaled al-Mustandir.
Khaled se presentó ante Sigmar, trayendo consigo las demandas de Nagash: la devolución de su corona mágica. Sigmar pudo percibir el aura de muerte que emanaba el vampiro, e impidió que sus hombres le atacaran, aún así se negó ceder a su ultimátum, y le dijo a Kahled que si Nagash deseaba recuperar su Corona, encontraría a todos los ejércitos del Imperio alineados contra él. Kahled se burló del desafío de Sigmar, y le hizo saber del triste destino sufrido por los Menogodos, quienes ahora formaban parte de las filas del creciente ejercito No Muerto de Nagash.
Sigmar sintió una furiosa sorpresa por aquella revelación, deseando desesperadamente ver muerto al vampiro. Aun así se contuvo, ordenándole a Khaled al-Muntasir que se marchara sin la corona, y amenazando con matarlo si lo volvía a ver. El vampiro dio por finalizada las negociaciones y se marcho de Reikdorf montado en una pesadilla alada, negra como la noche.
No poco después de que la figura de Khaled despareciera en el horizonte, Sigmar hizo llamar inmediatamente a todos los escribas y mensajeros de Reikdorf para informar cuanto antes a los restantes condes del Imperio de la amenaza a la que se enfrentaban. También ordenó a Eoforth que revisara todos los libros y archivos de la biblioteca en busca de cualquier información de utilidad referente a Nagash para saber a lo que se enfrentaban. Por último, ordenó a Alfgeir que recuperase la maquina de guerra Enana.
Por su parte, Sigmar partió con otro contingente para combatir a los no muertos allí por donde aparecían.
La Muerte se extiende por el Imperio[]
A diferencia de la horda Pielverde, y el ejercito del Caos, la invasión de las hueste no muertas de Nagash vinieron desde múltiples dirección. El Gran Nigromante no solo era un poderoso hechicero, también era un estratega consumado, enviando a sus agentes a atacar a los aliados de Sigmar para que así no pudieran socorrerlo. Su objetivo era privar al Imperio de su mayor fortaleza: la unidad.
Una poderosa flota de corsarios no-muertos cortaron las rutas comerciales marítimas y asaltaron y destruyeron Jutonsryk, la capital de los Jutones, obligando a Marius y los supervivientes a buscar refugio en Marburgo, la ciudad de los Endalos, que se convirtió en el siguiente objetivo de la flota no muerta. Numerosas manadas de lobos No Muertes acosaron a los asoborneos en las planicies de sus tierras. Middenheim se llenó de refugiados procedentes de asentamientos al sur de las Montañas Centrales, huyendo de los No Muertos que empezaron a alzarse de los cementerios cercano a la Fortaleza de Bronce. En unos días, la propia ciudad del lobo blanco se vería asediada por un ejercito de muertos vivientes, etc. todas las provincias estaban siendo atacadas.
El propio Nagash comandó una hueste en dirección norte, a las tierras de los brigundianos, y tomó la ciudad de Siggurdheim en cuestión de días. Muy pocos de sus habitantes lograron escapar con vida, y el propio Conde Siggurd fue asesinado en combate por Khaled al-Muntasir, quien lo trajo de vuelta de la muerte como un vampiro neonato sometido a él, al igual que había hecho con el Conde Markus antes que él, mientras los que habían sido sus ciudadanos pasaban engrosar las filas del ejercito del Gran Nigromante.
Desde la ciudad conquistada, Nagash planeo sus siguientes movimientos. Los merógenos no suponían una amenaza para él. La gente de Henroth se acurrucaba en el interior de sus castillos de piedra, rodeados por los muertos. Con la derrota de los brigundianos, los asoborneos se verían obligados a mover ficha, y la reina Freya reunió un ejercito de miles de guerreros y decenas de carros de combate.
Nagash envió a Khaled al-Mustandir contra ella, y en la batalla subsiguiente batalla, los No Muertos se alzaron con la victoria. Lo que quedó de las fuerzas de Freya se retiraron de inmediato a su capital de las Tres Colinas, pero la propia reina había desaparecido durante la batalla y se ignoraba su paradero. Maedbh, la doncella escudera de la reina, ordenó abandonar la capital y dirigirse a Reikdorf, llevándose consigo a los hijos gemelos de Freya, Sigulf y Fridleifr, para ponerlos a salvo. Toda la población de Tres Colinas y las aldeas vecinas se aglomeró en una larga columna de gente asustada que se dirigió al oeste con todas las posesiones que pudo cargar en carromatos o llevar a la espalda.
Con cada derrota que sufrían los vivos, las legiones de No Muertos crecían en número, pero no en todos los lugares se alzaron con la victoria. Tras la aparición de Khaled al-Muntasir en Reikdorf, Sigmar había reunido una hueste de quinientos guerreros y había partido a toda velocidad hacia Taalahim, la gran ciudad en el bosque de los taleutenos. Su hueste se unió a las de los condes Krugar y Aloysis, y juntos derrotaron a una fuerza de no Muertos que se había apoderado del asentamiento Queruseno de Ostengard. La victoria se obtuvo después de después de que Krugar matara a la criatura que la comandaba con su espada Utensjarl.
Tras la batalla en Ostengard, la fuerza conjunta de taleutenos, querusenos y umberógenos destruyeron otras cinco hordas similares, pero era una guerra interminable. Cada batalla se cobraba vidas, pero por muchos muertos que destruyeran siempre se podía hacer regresar a más para cazar a los vivos.
El conde Aloysis condujo a sus fuerzas a las estribaciones orientales de las Montañas Centrales, donde había una gran cantidad de túmulos de los que surgían miles de guerreros esqueleto. Sigmar, por otra parte, decidió regresar a Reikdorf al darse cuenta de que sólo podía coordinar los ejércitos imperiales desde su ciudad. El Conde Krugar le dio un centenar de miembros de sus Guadañas Rojas para que lo escoltaran en el viaje, antes de regresar a su ciudad de Taalahim.
Durante la travesía de regresó, Sigmar se topó con su amigo Wolfgart y seiscientos de sus mejores jinetes. Se dirigía inmediatamente a tierras asoborneas para rescatar a su familia tras ser notificado del peligro que corrían. Llegaron a justo a tiempo para salvar ayudar a los refugiados asoborneos cuando estos se disponían a hacer frente a un ejército de No muertos que los habían estado persiguiendo durante días.
Junto a los Asoborneos se encontraba una fuerza de Enanos comandadas por Alaric el Loco. Se dirigían a Reikdorf para recuperar la máquina de guerra del Clan Deeplock, topándose con los asoborneos en su huida, y decidieron escoltarlos hasta la ciudad de Sigmar. Las fuerzas de los vivos atacaron al ejercito enemigo por numerosos frentes. Aunque los muertos casi doblaban en número a los vivos, no podían igualar la habilidad de aquellos que se oponían a ellos. Sigmar dirigió su caballo hacia el vampiro que los lideraba, pero si buscaba un duelo con él, se le negó la satisfacción.
Al sentir la derrota de su hueste, el bebedor de sangre dio media vuelta y se alejó, sus jinetes negros galoparon hacia el sur mientras los aliados se volvían para enfrentarse a los guerreros no muertos que quedaban. Sufriendo ataques por delante y por detrás y sin el poder del vampiro para atar las energías oscuras que los mantenían unidos, los muertos se fueron desmoronando a cada momento que pasaba. Aunque les llevó una hora, las fuerzas aliadas se hicieron con la victoria.
Tras la batalla, Wolfgart se reunió con su familia, y Sigmar conoció a los hijos de Freya, Sigulf y Fridleifr. Al ver que eran muy parecidos a él a su edad, los reconoció inmediatamente como sus hijos, habiéndolos concebido cuando se acostó con Freya hace ya varios años para formalizar la alianza entre los Umberógenos y los Asoborneos.
Aunque en un primer momento se sintió agraviado de que se le hubiera ocultado su existencia, al final comprendió que no podía ser un padre para ellos. Por un lado, dado el carácter y las personalidad de la reina Freya, nunca no hubiese permitido que los apartara de ella. Por otro, la senda que había tomado su vida no admitía cambios. El Imperio le necesitaba por como era, un emperador guerrero que no podría disfrutar de la felicidad de formar una familia. Wolfgart le preguntó si el Imperio no necesitaba herederos, soberanos fuertes que perdurasen su nombre en el futuro. Con una sonrisa en la cara, Sigmar le respondió que todos aquellos que luchaban y sangraban para proteger el Imperio, eran sus herederos.
Preparativos finales[]
El grupo de Sigmar consiguió llegar a Reikdorf sin apenas incidentes. Durante las semanas que había estado fuera combatiendo contra los enemigos de ultratumba, la población de la capital umberógena había crecido exponencialmente, debido a la llegada de numerosos refugiados que trataban de escapar de la amenaza de los No Muertos. Al poco de su llegada fue notificado de varios hechos.
Alfgeir había recuperado la maquina de guerra Enana. Se trataba de un Cañón Órgano, y desde que lo trajeron a la ciudad, Govannon, el principal herrero y forjado de Reikdorf se había pasado días tratando de repararlo, además de haber logrado crear su propia versión de la pólvora enana para poder usarlo en la batalla. Al maestro Alaric no le hizo ni pizca de gracia saber que un humano había trasteado con el Cañón Órgano, considerando chapucero el trabajo de Govannon, pero con la amenaza a la que se estaba enfrentando el Imperio decidió dar la vista gorda por el momento.
Más triste fue enterarse de la noticia del fallecimiento de Eoforth, a quien Sigmar había puesto a investigar para buscar cualquier dato que pudiera ser utilizado contra Nagash. Pese a lo que Sigmar pudiese sospechar, en esta ocasión el Gran Nigromante no tuvo nada que ver con su muerte. Eoforth ya era un hombre muy mayor y su corazón le había fallado. Por fortuna para el Imperio, antes de que Morr lo reclamara, había descubierto una importante debilidad de Nagash. Justo antes de fallecer, Eoforth logró comunicárselo a Alessa, la Suma sacerdotisa de Shallya bajo cuyo templo se encontraba la corona a buen recaudo, y ella se lo comunicó a Sigmar.
El punto débil de Nagash era la propia Corona de la Hechicería. El Gran Nigromante tenia una obsesión enfermiza por recuperarla. Para él era algo más que un objeto maldito de terrible poder, era una parte esencial de su ser. Tan desesperado estaba por recuperarla que no se limitaría a rodear la ciudad con su enorme ejercito y esperar a que todos murieran de inanición. Derribaría las murallas cuanto antes con tal de hacerse con ella. Sabiendo este dato, Sigmar tomó una drástica decisión. Volvería a ceñirse sobre su cabeza la Corona de Nagash.
La huestes del poderoso nigromante estaban a apenas un día de las murallas de Reikdorf, y los exploradores que lograron regresar informaron de que formaban el ejercito estaba formado por al menos treinta mil resucitados como mínimo, duplicando las fuerzas de las que disponía Sigmar.
Sin embargo, el Gran Nigromante no fue el primero en llegar a la capital de los Umberógenos. La reina Freya había logrado sobrevivir milagrosamente a la derrota de su ejército y se había abierto paso por las tierras salvajes infestadas del sur del Imperio, hasta llegar a Reikdorf. Con ella llegaron un centenar de guerreros, lo único que quedaba de la orgullosa hueste a la cabeza de la cual había partido de Tres Colinas. Que Freya hubiera sobrevivido era un solitario faro de esperanza en estos sombríos tiempos, pues significaba que otros también podrían lograrlo.
La dicha que recibió la llegada de Freya se vio pronto empañada por la noticia de que los muertos los seguían a menos de una hora. Khaled al-Muntasir fue a encontrarse con el emperador y sus comandantes con una oferta de su amo: Si le devolvían la corona, Nagash les concedería el honor de otorgarles muertes rápidas y renacerían como eminentes paladines de los muertos, sino, simplemente los mataría a todos y los convertía en simple cadáveres andantes. Les concedía un día para pensar la oferta. En cuanto salieran las lunas gemelas, sería el fin para ellos.
Sigmar sentenció que entonces lucharían bajo su luz, mientras volvía su caballo de nuevo hacia Reikdorf. Antes de que pudiera apretar las espuelas, Khaled al-Muntasir tenía unas últimas sorpresa que enseñarle y le presentó a los dos vampiros que lo acompañaban. El corazón de Sigmar se sacudió con un espasmo de pesar al contemplar los rasgos, en otro tiempo nobles, de Siggurd y Markus. Sus antiguos condes trataron de hacerle ver el don que habían recibido, pero Sigmar refutó sus argumentos, y les dijo que estaban condenados, antes de regresar a Reikdorf.
La Última Noche[]
Pese a tener a la muerte misma a las puertas, durante las horas de espera, Sigmar se dedicó a preparar el cuerpo del sabio Eoforth para enterrarlo en el interior de la Colina de los Guerreros, con los otros héroes que habían servido a los Umberógenos. Los sacerdotes de Morr habían pronunciado las palabras de protección sobre el cuerpo del erudito, pero ni siquiera ellos podían asegurar si eso bastaría para resistir la nigromancia de Nagash. El único modo seguro de impedir que los restos de Eoforth se levantaran de nuevo sería quemarlos, pero Sigmar se había mostrado reacio a la idea de la cremación.
El venerable Eoforth había sido consejero de su abuelo y de su padre antes de servirlo a él, y su sabiduría y erudición habían beneficiado enormementre a los Umberógenos. Sigmar echaría mucho de menos a su viejo amigo y pidió a Ulric que lo admitiera en sus salones pues, pese a no empuñar una espada, había sido un guerrero a su manera, logrando que el mundo es un lugar más seguro, no con espadas y guerra, si no con palabras y sabios consejos.
El Emperador llevó el cuerpo del venerable Eoforth a la que sería su última morada, pasando frente a las tumbas de su familia y de sus amigos más cercanos, y llenándolo de congoja y tristeza. Sin percatarse, la colina se llenó de una multitud de espíritus que se acercaron sigilosamente a Sigmar. Al principio temió por su vida, pero pronto comprendió que no estaban allí para hacerle ningún mal, y no pudo contener la emoción cuando reconoció entre ellos a su padre Björn y a sus amigos Pendrag y Trinovantes.
El ejército espectral pasó a su lado y Sigmar sintió que se enorgullecían de sus logros. Velaban por él desde los Salones de Ulric y estaban en paz, pues sabían que las vidas que habían perdido defendiendo sus patrias no se habían entregado en vano. Los espíritus de los umberógenos muertos levantaron el cuerpo de Eoforth y emprendieron la marcha ladera abajo hacia la tumba abierta. Una a una, las luces de las almas de los muertos comenzaron a debilitarse hasta desparecer, hasta que solo quedó Björn. Sigmar y él permanecieron en silenciosa comunión y, de entre todas las cosas que importaban en este mundo, el orgullo de su padre era la más importante. Björn miró hacia Reikdorf y sonrió al ver la magnífica urbe en la que se había convertido. Su padre señaló hacia la ciudad y se volvió de nuevo hacia Sigmar.
Conócelos y entiéndelos, pues eso te hará poderoso.
Las palabras no se pronunciaron, pero Sigmar las oyó con la misma claridad que si su padre hubiera estado de pie a su lado. El rey Björn asintió con la cabeza, sabiendo que Sigmar había comprendido su mensaje. Se dirigió hacia la oscuridad y pronto desapareció de la vista mientras su fantasma regresaba a los reinos que se encontraban más allá del conocimiento de los mortales.
Sigmar cayó de rodillas, abrumado por la emoción. Lloró mientras los recuerdos de su padre y sus amigos salían a la superficie, pero no eran lágrimas derramadas en señal de dolor, sino de recuerdo por toda la dicha que habían compartido en vida. Al final, sus lágrimas se agotaron y Sigmar se irguió mientras se volvía para contemplar la ciudad que se extendía abajo, alentado por los miles de puntitos de luz que brillaban en la oscuridad.
Aunque una negra hueste de muertos aguardaba al otro lado de las murallas de la ciudad, esta isla de humanidad aún permanecía inviolada. Eso sólo ya era causa de esperanza y, mientras las últimas palabras de su padre le resonaban en la mente, sintió que su mirada se veía atraída fuera de su cuerpo, ascendiendo hacia el cielo y expandiéndose para abarcar todo el Imperio.
Como una creciente enfermedad, los ejércitos de Nagash se extendían por todo el Imperio, hordas de muertos esclavizados a la voluntad del antiguo nigromante como perros de guerra con correas que se deshilachaban. Unidos mediante una red de oscura hechicería con Nagash en el centro, los ejércitos de los muertos estrangulaban con envidia la vida de la tierra de los mortales. Las zonas más meridionales ya estaban envueltas en oscuridad, pero a lo largo del Imperio luces aisladas de resistencia brillaban con fuerza contra la sombra invasora.
Sigmar pudo ver a Conn Carsten presentando batalla desde los parapetos del castillo reconstruido de Wolfila, liderando una mezcolanza de guerreros de doce clanes udoses diferentes. Al este, el conde Adelhard de los ostagodos dirigía audaces ataques relámpago contra los muertos. Los querusenos y los taleutenos se refugiaban tras las murallas de sus grandes ciudades, y los condes Krugar y Aloysis luchaba heroicamente en defensa de sus respectivas ciudades. Sobre la aguja de la roca Fauschlag, Myrsa y sus guerreros arrojaban a los muertos de las murallas de su alta ciudad. El colmillo rúnico de Myrsa brillaba con sencilla pureza y, donde golpeaba, los muertos no podían resistir su poder. En Marburgo, los endalos y los refugiados jutones lograron una gran victoria contra los No Muertos. La princesa Marika y el conde Marius luchaban codo con codo y, cuando Sigmar vio la reluciente hoja azul de Ulfihard en la mano del conde jutón, supo con pesar que Aldred había muerto.
Sigmar dejó de lado su dolor, y su conciencia del Imperio se contrajo hasta que se encontró contemplando Reikdorf una vez más. A pesar de todo lo que se había perdido, Reikdorf permanecía. Los enemigos más atroces se disponían a destruirla, pero aún había esperanza.
La mirada de Sigmar recorrió las calles de Reikdorf y vio la fuerza que residía en cada hombre y mujer que se refugiaba dentro de las murallas de la ciudad. Vio a los refugiados procedentes de las distintas tribus apoyarse y respaldándose mutuamente, cada uno preparándose para la batalla que estaba a punto de acontecer. Vio a sus hijos ilegitimos Sigulf y Fridleifr practicando el manejo de la espada, al Maestro Alaric ayudando a Govannon a preparar el Cañón Órgano, al veterano Alfgeir sentado en la casa larga con sus caballeros mientras contaban historias subidas de tono y hacían orgullosos alardes, a su amigo Wolfgart pasar el tiempo con su mujer e hija,….
Con orgullo, vio a su pueblo preparado para luchar hasta el final, y este destello de esperanza fue suficiente para que el Emperador finalmente enfrentara su verdadero destino.
El fin de todas las cosas[]
Emperador reunió a toda la ciudad a su alrededor, hablándoles de su orgullosa herencia, llenándoles el corazón de valentía y determinación frente a la horda no muerta que les aguardaba al otro lado de las murallas. La voz de Sigmar se volvió más potente mientras hablaba y vio el efecto que estaban teniendo sus palabras. Lo creían, realmente lo creían. Confiaban en él para que los librara de este terrible enemigo, pero esta no era una batalla que pudiera ganar un solo hombre, sería necesario que la ganaran todas las personas del Imperio.
Sigmar abrió la marcha para enfrentarse a los No-muertos a orillas del río Reik. Tras él avanzaba una columna de miembros de las tribus, miles y miles de guerreros, hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, madres, hijas, padres e hijos. El ejército de Sigmar lo conformaban todos los que estaban en Reikdorf, campesinos y nobles por igual. Lo acompañaban entonando su nombre como un mantra o una oración, su fe en él era como una fuerza de la naturaleza o algún mandato divino robado a los mismísimos dioses.
El ejército de mortales salió en avalancha de las puertas destrozadas de la ciudad, formando una gran masa de carne y sangre en el terreno entre las dos bifurcaciones del río que convergían en el interior de sus murallas. Khaled al-Muntasir vio a Sigmar en el centro de esta fuerza, una figura con una reluciente armadura que hacía juego con la de él. Pese a que les superaban ampliamente en número, y contaban con la poderosa nigromancia de Nagash, una punzada de inquietud empezó a formarse en su pecho.
En el centro del ejército de los muertos, Nagash soltó un bramido de rabia. Negros relámpagos surgieron del nigromante, un furioso y bombardeante torbellino de magia negra que consumió a cientos de resucitados a su alrededor y desatando una tormenta encima de su cabezas. Khaled al-Muntasir sintió la terrible fuerza de la rabia del nigromante y, momentos después, comprendió su origen. Cada vez más cerca del ejército de los muertos, Sigmar mantenía la cabeza bien alta y sobre su frente descansaba la centelleante majestuosidad de la corona de Nagash. La corona latía con una luz plateada, los mortales no podían percibir su magia, pero ésta era visible como una fantasmagórica aureola de luz alrededor de la cabeza del Emperador.
La línea de batalla de los vivos lucharon con admirable coraje, atravesando las filas de los No Muertos como un torrente desbocado, pero pronto empezó a ralentizarse a medida que la superioridad numérica de los No Muertos empezó hacerse patente. Sin embargo el emperador les instó a continuar presionando y avanzando. Sigmar siempre estuvo en el centro de la batalla, con la Corona de Hechicería brillando en su frente y su martillo rúnico destrozando cadáveres. Mientras Sigmar atravesaba las hordas de los muertos, la gente de Reikdorf marchaba en defensa de su ciudad.
Khaled al-Muntasir observó cómo se desarrollaba la batalla, admirando la determinación que estimulaba a este ejército mortal. A medida que Sigmar se acercaba cada vez más, Khaled al-Muntasir se encontró preguntándose si lo habría subestimado terriblemente, y preguntándose si su señor también había cometido ese error. Parecía absurdo que abrigara tales dudas, pues la hueste de los muertos ya estaba empezando a envolver al ejército mortal. Sin embargo, no podía evitar sentirse inquieto.
Krell lideró una legión de muertos contra el frente, dejando un reguero de cadáveres a su paso mientras gritaba alabanzas al dios de la sangre, pero su ofensiva fue detenida por los atronadoras detonaciones del cañón Órgano reparado, seguido por una compañía de guerreros Enanos liderado por Alaric, dispuestos a vengar los numerosos agravios que el señor tumulario había contra ellos en vida. El vampiro Markus se enfrentó a Alfgeir. Estuvo a punto de matar al Mariscal del Reik, pero al final fue este quien prevaleció, dándole muerte a él. Su hermano vampiro resistió el envite de la Reina Freya y sus guerreros, pero tuvo que retirarse ante la llegada masiva de miles de ciudadanos de Reikdorf, pues ni siquiera un bebedor de sangre sería capaz de sobrevivir contra tantos enemigos.
Pese a estos reveses, los no muertos estaban lejos de ser derrotados. Con una gran oleada de magia oscura, Nagash invocó a los muertos de terrenos cercanos, y miles y miles más se abrieron paso hacia la superficie. Incontables guerreros muertos avanzaron hacia la ciudad, dejando atrás las diminutas islas de resistencia que habían obtenido cierto éxito fugaz. La línea de batalla de los mortales dispuesta delante de las murallas estaba luchando con admirable valor, pero sin esperanzas de victoria. Retrocedían paso a paso y sólo era cuestión de tiempo antes de que rompieran filas.
Sin embargo, en el centro de la batalla, aislado del resto de su ejército, Sigmar empujaba hacia la ladera baja en al que lo aguardaba Nagash. Menos de un centenar de guerreros marchaba todavía con el Emperador, pero cargaban como si toda la humanidad estuviera con ellos. Con la corona sobre su cabeza, Nagash no podía usar su magia directamente contra él, mientras que a cada paso que daba, Sigmar podía sentir como el peso de la corona se hacia cada vez mayor.
Cuando la batalla se encontraba en su punto álgido, el Emperador consiguió llegar hasta el Gran Nigromante. El Señor de los Hombres y el Señor de los Muertes se enzarzaron en un duelo titánica, con Nagash armado con su larga espada afilada como la muerte, y Sigmar con su legendario martillo rúnico.
Grande fue la rabia de Nagash al ver su corona refulgiendo en la frente de un hombre mortal, así como el deseo de reclamarla para poder recuperar todo su poder. El Gran Nigromante demostró ser un adversario mucho más poderoso de lo que incluso Sigmar pudo imaginar, y a pesar de estar armado con Ghal Maraz, el Emperador fue golpeado por poderes tan fuertes y una magia tan oscura que estuvo a punto de sucumbir.
Sigmar blandió a Ghal Maraz y se enfrentó al nigromante por última vez. La corona ardía con una luz plateada en su frente, empleando hasta el último ápice de poder para debilitarlo y consumir su capacidad de resistir. Lo había mantenido a salvo de la magia de Nagash y le había permitido abrirse paso entre las filas de los muertos sin pausa, pero había llegado el momento de deshacerse de ella. Sigamr se quitó la corona de la cabeza y la alzó hacia Nagash.
Tal deseo y obsesión. Tal dolorosa necesidad y devoción. Nada más le importaba a Nagash, ni la derrota del ejército de Sigmar, ni la destrucción de todos los seres vivos. Nada era más importante para el nigromante que esta corona. Sigmar vio cuánto significaba su poder para Nagash, así que arrojó la corona sobre la hierba marchita de la ladera y levantó a Ghal Maraz para partirla en dos con un único y todopoderoso golpe.
Nagash bramó furioso y horrorizado y estiró los dedos hacia la corona, todo pensamiento salvo recuperar aquel condenado artefacto había desaparecido de su mente. Nada más importaba, y aquel era el momento que Sigmar había estado esperando desde que había comenzado el combate.
Saltó hacia el nigromante haciendo girar a Ghal Maraz en un atronador golpe por encima de la cabeza. El poderoso martillo de los enanos se estrelló contra la coraza de Nagash, rompiéndola en mil pedazos y hundiéndosele en el pecho. Un fuego verde destelló del impacto y las costillas fundidas con magia oscura miles de años antes se hicieron añicos como si fueran hielo mientras Sigmar hundía su martillo en el corazón del ser del nigromante. Runas que ni siquiera sabía que existieran se iluminaron en la cabeza del martillo, llenando la hueca existencia de Nagash con intensos rayos de luz y abrasando su esencia inmortal desde dentro.
El nigromante chilló mientras su antigua hechicería luchaba tratando de resistirse a la poderosa magia de los enanos. Fuerzas demasiado titánicas para que las entendieran los mortales batallaban dentro de su cuerpo, perfectamente capaces de arrasar toda esta región. Sigmar se aferró a Ghal´Maraz mientras el hierro de estrellas de la cabeza ardía con más intensidad que el sol y la empuñadura le quemaba las manos con su antiguo fuego.
Sigmar hundió aún más el martillo en el cuerpo de Nagash. El nigromante dejó escapar un último grito de horror y su cuerpo explotó en un torrente de luz negra y fuego helado. La magia oscura y las energías inmortales llamearon hacia arriba desde su forma destruida como una erupción volcánica. Y el cielo se llenó de cenizas y dolor.
Con la destrucción de Nagash, el ejército de los muertos empezó a desmoronarse. Pero la influencia del Gran Nigromante no se limitaba a los muertos que se encontraban en Reikdorf, ya que los negros hilos de su red de control se extendían por todo el Imperio. A medida que el poder del nigromante se desvanecía, todos los muertos desde Marburgo hasta Fauschlag dejaron de atacar a los vivos y regresaron al reino que tenía preferencia sobre sus almas. Las puertas de Morr se abrieron para recibirlos y, mientras cada espíritu profanado quedaba libre de las garras de hierro del nigromante, una oleada de euforia recorrió el campo de batalla.
Hombres y mujeres llorosos rieron y danzaron mientras la amenaza de la muerte desaparecía.
Pero no todos los seres no muertos habían caído con la destrucción de su señor. La muerte del nigromante había estado a punto de arrastrar a Khaled al-Muntasir también a la destrucción, pero era algo mas que un simple cadáver resucitado. El vampiro fue al lugar donde había tenido lugar el duelo final entre Sigmar y Nagash, y se encontró con el emperador con su martillo al costado y la corona de Nagash a su pies. El cuerpo de Sigmar era una masa de sangre amoratada, quemaduras de congelación y sufrimiento. Khaled al-Muntasir vio estaba muy al límite de su resistencia, y si lo mataba, podía apoderarse de la Corona de Nagash.
Pese a su estado, Sigmar se levantó para hacerle frente, recordándole al vampiro que le había dicho que lo mataría si lo volvía a ver. Khaled soltó una carcajada ante su amenaza, pero el sonido murió en su garganta al ver el odio en los ojos de Sigmar. Había una fuerza y un poder allí que superaban todo lo que los hombres deberían conocer, un fuego frío que no venía de reinos mortales, sino de un reino de poder más allá de lo imaginable y donde las leyes de la naturaleza no preponderaban. En ese instante de conexión, Khaled al-Muntasir supo que si daba otro paso, su existencia imperecedera terminaría. Por vez primera desde que había despertado como un bebedor de sangre inmortal, volvió a sentir el miedo.
Khaled decidió retirarse del campo de batalla llevándose a los vampiros supervivientes con él, para ocultarse en las sombras. El terror al poder interno de Sigmar se había grabado a fuego en sus almas malditas con un interminable tormento mientras la voz del Emperador los maldecía a toda su especie por todos los tiempos.
Reconstrucción de una nación[]
Tras la batalla, reunieron los cuerpos de los muertos y los llevaron a la cima de la colina marchita donde Sigmar había derrotado a Nagash. Nada volvería a crecer nunca allí y los sacerdotes de Morr declararon que era un lugar adecuado para que los muertos recibieran su descanso final. Noche tras noche, sacerdotes de todos los dioses pronunciaron oraciones por los muertos y esparcieron las cenizas en el río Reik, donde fueron arrastradas corriente abajo hasta Marburgo y el océano abierto.
Los Enanos permanecieron en Reikdorf hasta que se recuperaron lo suficiente para regresar a Karaz-a-Karak. El maestro Alaric perdió la mano luchando contra Krell, y su pérdida le afectó profundamente. Mientras Sigmar observaba cómo la gente de las montañas regresaba a su patria, sintió una gran melancolía en el interior de Alaric.
Sigmar le devolvió la corona a la Suma Sacerdotisa Alessa y le pidió que se la llevara lejos del Imperio, a algún lugar en el que su poder maligno no pudiera corromper las almas de los hombres. Alessa había partido de Reikdorf con un grupo de guerreros de voluntad férrea y se había dirigido al este, para nunca regresar.
Los refugiados regresaron a sus tierras e iniciaron la reconstrucción de los territorios abandonados a los No Muertos. Se eligieron nuevos condes para suceder a los que habían muerto en la guerra. El conde Marius y la princesa Marika se casaron un mes después de la derrota de Nagash y a la ceremonia asistieron Sigmar, Krugar, Aloysis, Otwin y Myrsa. Sigmar bendijo bendecido el matrimonio y le había obsequiado a la pareja dos cetros de oro sacados de sus bóvedas de tesoros.
Exactamente seis meses después del fin de la batalla, el Mariscal del Reik Alfgeir Gunnarson renunció a su cargo a causa de sus heridas sufridas en la batalla contra Nagash, y se dirigió en un caballo blanco al norte hacia un lago helado, donde se reunió con un guerrero envuelto en pieles y con dos lobos a su lado. Sigmar lo vio marchar y el Emperador supo que una compulsión más fuerte que el deber a Reikdorf llamaba a su viejo amigo.
Con su partida, nombró a su amigo Wolfgart nuevo Mariscal del Reik, pues sabía que no había nadie más capacitado para seguir el ejemplo de Alfgeir. En una ceremonia solemne, en la que habían participado no menos de tres condes del Imperio, Sigmar había entregado la resplandeciente espada del Mariscal a su más viejo amigo, que sonreía como si estuviera viviendo una segunda Noche de Sangre.
Expedición a Las Cuevas[]
Krell fuera un antiguo Paladín del Caos que fuera resucitado de la muerte por Nagash para que le sirviera como Rey Tumulario en su invasión del Imperio. Tras la derrota del Gran Nigromante, Krell escapó del campo de batalla con numerosos daños en su cuerpo no muerto, pero causando una gran muerte en su huida. Se le perdió el rastro hasta que los Enanos le localizaron dirigiendose a la cadena montañosa de Las Cuevas, y solicitaron ayuda a Sigmar para darle caza.
Sigmar organizó inmediatamente una fuerza expedicionaria formado por una treintena de jinetes aguerridos veteranos. Todos eran voluntarios, ninguno estaba casado ni tenia descendencia, ya que Sigmar no deseaba que hubiera más viudas ni huérfanos en Reikdorf, la guerra contra los muertos ya había producido suficientes. Su amigo Wolfgart quería acompañarlo pero con su mujer embarazada a pocas semanas de dar a luz y sus responsabilidades como Mariscal del Reik le obligaron a quedarse. Wolfgart hizo prometer a Sigmar que regresaría para el nacimiento de su hijo.
El grupo de Sigmar llegó a Las Cuevas y empezaron a encontrarse con evidencias de que Krell había pasado por allí, como aldeas arrasadas y túmulos funerarios profanados. Pronto se encuentran con un grupo de mas de una docena de enanos, todos armados con armamento rúnico y liderados por el Herrero Rúnico Alaric. Sigmar se alegró de volver a ver a su viejo amigo y vio que había reemplazado su brazo perdido por una prótesis mecánica, lo que hizo que recordara a su viejo amigo Pendrag.
El grupo de humanos y enanos continuaron con la travesía por las montañas durante días, parándose a descansar cuando era necesario. Una noche, Sigmar despertó de su sueño al sentir un gran peligro, y bramo para advertir a los suyos y sus aliados, pero inexplicablemente ninguno despertaba por mucho que se esforzase. Entonces una voz ronca surgió de la oscuridad y le pidió que se tranquilizase. Sigmar demandó saber quien era y que había hecho, pero su invisible interlocutor le pidió que no gritara, que los demás estaban bien, y se ocultara y permaneciera callado y quieto.
Sigmar aplacó su ira; no soportaba que lo manipulara de esa manera, pero al oír el estrépito de pasos a su espalda, supo reconocer el menor de los males. Al poco de ocultarse, todo un ejército de Skavens atravesó el lugar en el que la expedición de Sigmar estaba descansando, y pese pasar prácticamente al lado de los dormidos guerreros de Sigmar y los Enanos, los Hombres Ratas no parecían percatarse de su presencia, y continuaron avanzando hasta desaparecer en la oscuridad.
Pasado el peligro, Sigmar salió de su escondite, encontrándose con un hombre con la cabeza afeitada y el cuerpo oculto bajo una voluminosa capa de plumas negras. El extraño se presentó como Bransùil el Aeslandier, un hechicero norse que había usado magia para salvarles la vida.
A la mañana siguiente, tanto los hombres de Sigmar como los Enanos se quedaron consternados al saber lo que había ocurrido y que había sido hechizados. Sigmar tuvo que poner todo su empeño en convencerlos, especialmente a los Enanos, para no matar a Bransùil allí mismo, recordándoles que les había salvado la noche anterior. A regañadientes, aceptaron la presencia del hechicero norse con ellos. Especialmente fue duro para Alaric y los suyos, y el Herrero Rúnico apenas hablo con Sigmar durante varios días salvo para indicar el mejor camino.
Bransùil no se mostró molesto por la desconfianza y recelo hacia su persona. Estaba allí para ayudarles a dar caza a Krell. Les explicó que, pese a haber sido resucitado por Nagash, su alma había sido reclamada por Khorne hace mucho tiempo, motivo por el que aún caminaba pese a que los restantes No Muertos se desplomaron con la destrucción del Gran Nigromante. Sin embargo el Rey Tumulario se encontraba debilitado, y necesitaba absorber Magia Negra para seguir en este mundo. Esta se acumulaba en las tumbas y sepulcros, y se generaba a través de actos oscuros y de crueles asesinatos. Por ello el motivo por el que Krell profanaba los túmulos y arrasaba asentamientos, pero sin un nigromante que la canalice, Krell sólo puede absorberla toscamente, y no resulta del todo suficiente.
En esos momentos, el cadavérico campeón de Khorne había llegado hasta un ciudad abandonada, un puesto avanzado de la antigua civilización de Nehekhara construida en un cráter. En el corazón de esa ciudad se encuentra la tumba prominente general, un guerrero cuyas energías letales absorberá Krell para recuperar su poder, incluso para acrecentarlo. La tumba cuenta con fuertes protecciones, pero Krell lograra superarlas aunque le llevará un tiempo. Ahora era el mejor momento para acabar con él.
Sigmar hablo con su amigo Alaric sobre el asunto. El Herrero Rúnico seguía molesto por la presencia del hechicero con ellos y aconsejaba a Sigmar que lo matara. El emperador comprendía las sospechas del enano, y él mismo admitía no confiar plenamente en Bransùil. Sin embargo, para luchar contra una criatura que exhibe la marca del Dios de la Sangre necesitaban su poder. Alaric estaba de acuerdo en eso, pero no por ello le gustaba.
El grupo de Sigmar llegó finalmente hasta el crater, viendo que en el lado opuesto a donde estaban, una docena de cataratas vertían sus aguas en el interior del cráter desde un dique natural de roca comprimida. Se dirigieron rápidamente hacia la ciudad, adentrándose en las calles de urbe abandonada. Bransùil instó a acelerar el paso pues la última protección estaba a punto de ceder.
Finalmente encontraron la tumba que buscaban y se adentraron en ella, recorriendo sus pasillos hasta llegar a la cámara funeraria. Allí vieron a Krell golpeando un sarcófago con su funesta hacha. Volutas de magia negra emanaban como una niebla tóxica de las grietas del sarcófago, y Sigmar comprendió que la última protección estaba a punto de ser aniquilada. El sepulcro estaba tan dañado que la protección ya había comenzado a ceder y ni siquiera serían necesarios más hachazos de Krell.
Los hombres y lo Enanos cargaron contra el Guerrero No Muerto, quien se defendió con salvajismo. Los guerreros mortales se enfrentaban a un paladín inmortal, y a pesar de que dos de los mayores héroes de su tiempo luchaban hombro con hombro contra él, el combate era desigual. Aunque con cada golpe que le daban le arrancaban trozos de metal y de hueso del asediado paladín, cada vez que Krell asestaba un hachazo morían humanos y enanos.
El propio Sigmar fue derribado por la fuerza antinatural de Krell, cayendo estrepitosamente mientras Ghal Maraz se le escurría de las manos. En ese momento, el sarcófago empezó a abrirse lentamente. Bransúil se arrodilló al lado de Sigmar, usando su magia para renovar sus fuerzas, y le informó que la última protección había desparecido y que debía meter a Krell en la tumba.
Un joven guerrero llamado Gorseth recuperó Ghal Maraz y se lo lanzó a Sigmar antes de recibir un hachazo de Krell que lo hirió gravemente. Ya quedaban pocos de los guerreros que había acompañado a Sigmar y Alaric. El emperador ordenó a Cuthwin, su mejor arquero, que disparara la flecha espeialmente creada para la ocasión.
Con gran precisión, el proyectil se clavó en el cráneo de Krell, y la magia imbuida en la punta arrasaba con fuego sagrado su alma maldita. El monstruoso paladín dejó caer el hacha y trató de contener con las garras las abominables energías que sustentaban su existencia.
Sigmar sabía que no tendría una ocasión mejor para acabar con Krell y se abalanzó sobre el monstruo, que había comenzado a retroceder. El Maestro Alaric también vio la oportunidad que se les presentaba y lo atacó con su hacha rúnica. La tumba del fabuloso general emitía una luz sobrenatural mientras Krell absorbía las energías oscuras contenidas en su interior.
Sigmar y Alaric cargaron juntos hacia el paladín y asestaron golpes con tal simetría y coordinación que no existía fuerza en este mundo capaz de resistirlos. Krell retrocedió dando tumbos hacia el sarcófago, donde el general muerto despertaba de su sueño de eones y se revolvía. Con un golpe de Ghal Maraz, Sigmar destrozó lo que quedaba de la armadura de Krell, empujándolo al interior del sarcófago.
Las dos criaturas de la no muerte empezaron a forcegear entre ellas por hacerse con la magia oscura, mientras se rugían la una a la otra con furiosa desesperación. Bransúil se colocó delante de Sigmar y de Alaric, hundió las manos en el vórtice de magia negra y pronunció un conjuro para crear una esfera de cristal reluciente, como un gigantesco diamante en el que podían verse las fantasmagóricas sombras de dos figuras.
Las energías desatadas en la lucha hicieron que la tumba empezara a desmoronarse, por lo que Sigmar, Alaric y los escasos supervivientes corrieron inmediatamente a la salida. Una vez fuera, las montañas temblaron, agitadas por las fuerzas titánicas de la tierra, y la presa natural en el borde del cráter empezó a agrietarse. Torrentes de agua gélida de un antiguo glaciar se precipitaban sobre la ciudad y la arrasaban por completo, hasta engullirla completamente. Por fortuna, Sigamr y los suyos consiguieron ponerse a salvo.
Entonces, una ráfaga de viento helado barrió la superficie del lago, y del agua emanó una densa bruma. Sigmar había sentido ese frío antes, cuando atravesó la llama en el corazón de Middenheim, y se aferró a ese recuerdo. La bruma se disipó con la misma inmediatez con la que había aparecido, y hombres y enanos prorrumpieron en gritos de incredulidad cuando vieron en qué se había transformado el lago. El agua se había congelado instantáneamente y una vasta y reluciente masa de hielo se extendía ante ellos hasta el lado opuesto del cráter.
Bransúil negó haber sido responsable de aquello, pues tamaña magia primordial escapa a mis habilidades. Sigmar siguió la mirada de Bransúil y entrecerró los ojos cuando divisó una figura justo en el lado opuesto del cráter donde ellos se encontraban, a los pies del desmoronado dique natural que había contenido durante milenios las aguas de las montañas. Sigmar vió a un hombre envuelto con una piel de lobo y al que le faltaba un brazo. El hombre desapareció ante los ojos de Sigmar en las sombras que provocaba la luz de la luna. Sigmar no despegó la mirada del lugar donde lo había visto por última vez con la esperanza de verlo aparecer de nuevo. Pero el hombre no regresó, si es que alguna vez había existido...
Sigmar dio la espalda al lago. Krell yacía sepultado por toneladas de agua congelada, confinado en una tumba mágica en el centro de una ciudad atrapada en el hielo. Preguntó a Bransúil cuanto aguantaría la cárcel de cristal que creó. El norse afirmó que aguantaría durante mucho tiempo, pero no eternamente. Sigmar se sintió satisfecho con la respuesta, pues nada dura eternamente. Hbiendo terminado aquella misión, los supervivientes iniciaron el viaje de regreso a sus hogares.
Tras días de viaje, la salud de Gorseth, el joven guerrero que había sido herido por Krell, estaba empeorando y no llegaría con vida a Reikdorf. Tras encontrarse con unos exploradores de Karak Izor, decidieron ir a la fortaleza, pues Sigmar esperaba que los Enanos pudieran curarle. Al llegar al lugar, fueron recibidos por Egril Barazul, rey de Karak Izor. Barazul se mostraba reticente con la presencia de humanos en su fortaleza, pero después de que el maestro Alaric le presentara a Sigmar y este le mostrara Ghal Maraz, el martillo rúnico que le regalo el rey al salvarle la vida, se mostró mas dispuesto a acogerlos.
Sigmar, después de relatarle a Barazul la ascensión a las Cuevas, la batalla para destruir a Krell y cómo Gorseth había sido herido por el espantoso paladín, advirtió que los modales hostiles del señor enano se suavizaban una pizca. El nombre de Krell era conocido por el pueblo de las montañas y se acumulaban los agravios contra él. El hecho de que un humano los hubiera reparado todos no era un asunto baladí, y el señor Barazul lo sabía.
Llevaron a Gorseth a una habitación, y el rey hizo llamar a Gromthi Okri, un enano tan anciano que incluso Alaric le recibió con respetuosa reverencia. El venerable enano examinó a Gorseth, y muy a su pesar, determinó que ni incluso él podía hacer nada por salvar su vida. El Hacha de Krell era un arma maldita y la Muerte había reclamado al joven umberógeno.
Okri dijo que cuando el cuerpo le fallara, las cosas muertas reclamarán su espíritu, deambulando perpetuamente por las Bóvedas Grises como un alma en pena. El nombre de aquel mundo de muertos hizo Sigmar hablase de cuando él acabó allí y coimo fuera rescatado por su padre. El enano aconsejó a Sigmar que, cuando el espíritu de Gorseth abandonase su cuerpo, debería quemar sus restos y esparcir las cenizas a los cuatro vientos para impedir que regrese como un retornado.
Bransúil intervino y dijo que si había una manera de salvar a Gorseth. Le dijo a Sigmar que podía enviar su espíritu a aquel lugar y ayudar al alma del joven a regresar a su cuerpo, aunque le advirtió que era peligroso y no carente de riesgos. Los hombres de Sigmar el aconsejaron no hacerlo, pero este aceptó los riesgos y pidió al hechicero norse que llevara a cabo el ritual.
El alma de Sigmar fue trasladada de nuevo al grisáceo y desolado paisaje de las Bóvedas Grises. Como la anterior vez, estaba completamente desnudo, pero con un solo pensamiento volvió a estar embozado en una armadura y armado con Ghal Maraz. Viendo que los fantasmas allí atrapados empezaban a congregarse, Sigmar empezó a llamar por Gorseth. Su voz no resonó ni se propagó por el estéril paraje, pero su llamada recibió como respuesta un lastimero chillido de desolación procedente de un bosque negro que se extendía ante él.
Sigmar se adentró en la penumbrosa arboleda, destruyendo con su martillo las garras tenebrosas y lobos espectrales que osaban atacarle, sin dejar de llamar por Gorseth. Finalmente logró encontrar al muchacho, acosado por decenas de entidades deseosas de apoderarse de su alma, y fue corriendo en su ayuda.
Sigmar y Gorseth lucharon espalda con espalda, y cada acometida de sus armas golpeaba, derribaba y mataba a un enemigo. Sin embargo, centenares de monstruos los rodeaban, y Sigmar no tenía esperanza alguna de salir vivo de aquella lucha. Un par de lobos espectrales derribaron al muchacho gritó, y Sigmar fue en su ayuda, se le cayó el martillo de las manos. Uno de los lobos centró su objetivo en el, pero cuando fue a atacarlo, una misteriosa figura apareció de la nada y lo despachó.
Sigmar vio que se trataba de un corpulento enano enfundado en una armadura tan brillante como el hacha que blandía y envuelto en una capa de un intenso color rojo con runas doradas. Sobre la frente arrugada exhibía un yelmo con cuernos que parecía sacado de una época pretérita, y su lustrosa barba era de un brillante color blanco, tan puro como el de las primeras nieves del invierno.
El enano abatía enemigos con tranquilos y concisos tajos que asestaba con su fabulosa hacha y acababa con las criaturas muertas con una facilidad insultante. Los espectros huyeron de la frenética furia de su poder y los árboles negros se desmenuzaron como si fueran piedras de ceniza compacta azotadas por el viento por el poder de la luz que despedía su arma.
Acabado el peligro, el enano le devolvió Ghal Maraz, pidiéndole que fue más cuidadoso con tan importante objeto. Sigmar le dio las gracias al desconocido enano por haberle salvado la vida, pero este le advirtió que, aunque ahora hayan huido, los espectros regresarán, y no contaba con las fuerzas necesarias para volver a luchar con ellos. El enano le pidió que volviese al mundo de los vivos, pues aún tenía mucho que hacer y no serviría de nada que se quedase en la Bóvedas Grises.
Sigmar no quería dejar al enano solo, y con aire afligido este le respondió que no lo estaría, pues Gorseth se quedaba con él. Sigmar se volvió hacia el joven y se quedó estupefacto al ver que el cuerpo del muchacho comenzaba a adquirir el difuso aspecto inmaterial de las criaturas contra las que habían luchado sólo unos minutos antes. El enano de barba blanca le dijo que su cuerpo habia muerto, pero su espíritu era fuerte y le dio su palabra de que se aseguraría de que llegase al lugar al que tiene que ir.
Sigmar notó que tiraban de su espíritu mientras el enano hablaba; era su cuerpo, que exigía el regreso de su alma. Sabía que no podía luchar contra él y dejó que el sonido cada vez más insistente de la voz de Bransúil lo guiara hasta la salida de aquel lugar de tinieblas y sufrimiento. Las yermas llanuras de las Bóvedas Grises se desvanecieron como una pesadilla olvidada y sólo quedó en él un frío residual en el corazón. Sigmar quisó saber el nombre de su salvador antes de volver, y el Enano Blanco le respondió que lo sabrá en un futuro.
Terminada toda experiencia, Sigmar y sus hombres iniciaron el viaje de regreso a Reikdorf. El emperador expoleó a su caballo lo máximo posible para llegar a su capital pues quería cumplir la promesa que le había dado a su amigo Wolfgart hacía varias semanas. Sigmar llegó a casa de su amigo justo cuando su hijo acababa de nacer.
El Fin de la era de Sigmar[]
Sigmar fue anunciado como el nuevo salvador de la tierra y siguió gobernando el Imperio con brazo de acero y corazón de hierro durante varias décadas más. Los hombres sabían que no podrían ser derrotados con un hombre como Sigmar al frente. Con el paso del tiempo, la población se multiplicó, muchas toscas aldeas se convirtieron en pequeñas ciudades, y se fundaron numerosos asentamientos nuevos.
Como era inevitable, el joven Imperio seguía teniendo numerosos enemigos a los que hacer frente, como las bandas de incursores Goblins que seguían cruzando las Montañas del Fin del Mundo, o las tribus de humanos salvajes que lo asolaban desde los bosques del norte más allá de las Montañas Centrales. Con todo, ninguno llegó a convertirse en una seria amenaza para la joven nación, y muchos peligros que se alzaron fueron derrotados.
Después de un tiempo, Sigmar sabía que había llegado el momento de cumplir la promesa que le había hecho a Ravenna hace muchos años.
La Partida[]
Gracias a Sigmar, las tribus se unieron en una poderosa nación. Siempre había enemigos a los que combatir, pero era mucho más fácil vencerlos si las tribus cooperaban entre si. Sigmar miró lo que había forjado con su fuerza, su astucia y su valentía, y sabía que su trabajo había llegado a su fin. Había llegado el momento de que otros pudieran tomar posesión de su mandato y forjar un impresionante Imperio.
Y de esta manera, cincuenta años después de subir al trono, Sigmar anunció su abdicación en una reunión con los condes y los sumos sacerdotes de los diversos cultos. Le dijo a la sorprendida multitud que su trabajo había concluido, el Imperio era una nación próspera y estaba unificada, y que todo seguiría en sus manos, pero a él aún quedaba un ultimo viaje que realizar.
Nadie sabe a ciencia cierta cómo Sigmar decidió marcharse, aunque era ya mayor y sus años y las incontables batallas le habían restado fuerza y vigor. Tras este comunicado, el Primer Emperador depositó su corona sobre la mesa, cogió una mochila, se echó al hombro el Ghal Maraz y salió caminando por la puerta hacia el este, hacia Karaz-a-Karak, donde se reuniría con su viejo amigo y aliado Kurgan Barbahierro para devolverle Ghal Maraz.
Pasó por delante de Wolfgart, que reía recordando alguna broma de tiempos pasados. Siguió el camino hacia la plaza, donde la gente intercambiaba mercancías, y charlaba alegremente. Los carros traqueteaban cargados de las mercancías que traían prosperidad y riqueza a la ciudad. A ambos lados, los campos de cultivo estaban llenos de hombres y mujeres que sembraban las semillas.
Una vez en el bosque, giró hacia el este, hacia las montañas, evitando a los cazadores. Cuando salió a campo abierto, en dirección este, no estaba solo. A su izquierda corría un gran lobo gris y a su derecha un enorme jabalí con los colmillos negros. Sigmar continuó su camino, dirigiéndose a los Reinos Enanos sin mirar atrás, sin mirar los resultados obtenidos a través de grandes hazañas, coraje y mucho derramamiento de sangre y dolor.
Nadie sabe con certeza qué le sucedió a Sigmar a partir de aquí. Algunos dicen que se dirigió al este hacia Talabheim, para luego desviarse al sur por la Carretera del Bosque Viejo hasta llegar al Paso del Fuego Negro, y finalmente partió hacia Karaz-a-Karak para devolver el Ghal Maraz. Otras historias sostienen que viajó incesantemente hacia el este en dirección a las Montañas del Fin del mundo.
Pero todos los textos relevantes se contradicen, imposibilitando los intentos por discernir la verdad del mito. Los registros no recoge si consiguió llegar a la fortalezas enanas, pero lo cierto es que nunca volvió a ser visto por su gente.
Según una leyenda, Sigmar visitó el Árbol de la Esperanza, un árbol al final de la tierra hay un árbol que, cuando se marchite, el final del mundo mortal estará acabado. Sigmar vio que sus hojas comenzaron a arrugarse y hacerse marrones. Entonces prometió regresar al mundo de los mortales cuando fuera necesario.
Lo que sí puede confirmarse es lo que le sucedió al Imperio que Sigmar dejó atrás.
Surgimiento del Sistema Electoral[]
Los Condes congregados se enfrentaban a una crisis: Sigmar no se había casado y, por lo que todos sabían, no había engendrado heredero alguno (se habia mantenido en secreto los hijos que tuvo con Freya). Tampoco había dejado testamento que designara a tan sucesor. De hecho, durante sus cincuenta años de reinado nadie se habla planteado nunca el tema de la sucesión.
Con la desaparición de Sigmar, muchos temieron que los condes se levantaran en armas los unos contra los otros y que el Imperio se sumergiese en una terrible guerra civil. Pero en vez de combatir para determinar quién tenía que gobernar, los condes se reunieron en Reikdorf para decidir qué hacer. Varios de los Condes reclamaron el trono; algunos en base a que eran los mis capacitados para la guerra o la política, otros afirmaron gozar del favor divino o incluso de una promesa secreta del propio Sigmar.
Las discusiones en la Reikhaus subieron de tono y ya empezaba a cernirse sobre ellos la horrible amenaza de un conflicto civil que destruyera su Imperio, cuando una sacerdotisa de Rhya que formaba paste del séquito del Conde de Stirland sugirió unas elecciones. Que todos renovasen sus votos de hermandad, y que luego cada uno de ellos declaran la razón por la que debía asumir el trono. El primero que obtuviese mayoría de votos se convertiría en Emperador.
Después de largos y tensos debates, y deseosos de agarrarse a un clavo ardiendo para evitar la escisión y el conflicto civil, los Condes juraron que se mantendrían firmes al sueño de Sigmar y se retiraron al Gran Salón de la Reikhaus a deliberar. Después de tres días (y muchas promesas, amenazas y oro que cambió de manos), el Ar-Ulric procedió a anunciar al nuevo Emperador: Siegrich fue coronado como sucesor de Sigmar. Su primer acto como Emperador fue consagrar la elección de un nuevo Emperador según la Ley de Sigmar, tras lo cual concedió a los condes de las grandes provincias el título de Condes Electores.
Como parte del acuerdo, los Condes determinaron que todo nuevo Emperador debería ser escogido de entre ellos, y que la persona elegida podría trasladar la capital imperial a su ciudad. También ascendieron a un poderoso noble de Reikland a Conde de dicha provincia. En reconocimiento a su papel en la elección del Emperador. los Condes cambiaron sus títulos por el de "Condes Electores". De esta manera, quedó establecido el sistema para elegir a los emperadores, que ha llegado más o menos intacto hasta el día de hoy.
La tierra de Sigmar creció y prosperó bajo el liderazgo de los condes electores y los ejércitos del Imperio han luchado desde entonces para conservar la herencia de Sigmar.
El Culto a Sigmar[]
La época de Sigmar había pasado, y éste se convirtió en una leyenda, en el heroico antepasado de su pueblo. Se alzaron templos y capillas en su honor y memoria, e incluso apareció un culto para venerarlo como fundador del Imperio.
Menos de veinticinco años después de la desaparición de Sigmar, en el año 69, durante el reinado del Emperador Hedrich I, apareció en Altdorf un fraile mendicante llamado Johan Helstrum que hablaba de un nuevo dios: el Emperador Sigmar en persona. Con un salvaje entusiasmo en su mirada y la fuerza de la convicción en su voz, predicó la palabra del Divino Sigmar a todo el que quisiera escuchar, ganando acólitos incluso entre los sacerdotes de otros cultos.
No todos acogieron de buen grado sus palabras. Gran parte del clero de los otros dioses tachó a Helstrum de loco, lo que decía rozaba la blasfemia, pues afirmaba haber tenido una visión en la cual el propio Ulric colocaba una corona sobre la cabeza de Sigmar, ascendiéndolo al status de dios. Algunos exigieron su muerte, pero otros fueron más tolerantes. El nuevo culto de Helstrum predicaba la unidad del Imperio y la obediencia al Emperador y a los Condes Electores, por lo que su pequeño culto obtuvo permiso en el año 73 para construir un templo en la ciudad predilecta de Sigmar, Altdorf.
Apenas tras el paso de una sola generación, Sigmar ya era abiertamente adorado como un dios y tenía una iglesia con una jerarquía sacerdotal propia, a la cabeza de la cual se encontraba el Gran Teogonista, Johann Helsturm, quien llegó a ser un poderoso líder religioso. El Culto de Sigmar creció hasta hacerse una de las religiones más importantes de la tierra, con muchos miles de leales seguidores, y el héroe del Paso del Fuego Negro ocupó su merecido lugar junto al panteón de los antiguos dioses del Imperio.
Batallas Destacadas[]
Conflicto Canon[]
- En "La Vida de Sigmar", establece que Sigmar rescató a Kurgan Barbahierro cuando ya era Rey de los Umberógenos tras morir su padre, cuando en la mayoría de fuentes, como "Herederos de Sigmar" y el manual de Warhammer Fantasy Juego de Rol de la 4ª edición, establecen que Sigmar rescató a Krugar en el año -15, y su padre Björn murió murió en el -8.
- Hay varias inconsistencias en lo referente a la invasión del Caos. En el manual de rol de la 4ª edición establece que tuvo lugar en el año 1, mientras que en el número 74 de la nueva revista White Dwarf de Junio del 2015 establece que fue en el año 5. Igualmente, en la trilogía "La Leyenda de Sigmar" de Graham McNeill fue un rey Norse llamado Cormac Hacharroja quien dirigió una gran invasión a las tierras del Imperio nueve año después de la coronación de Sigmar como primer emperador. Morkar era solo un niño norse cuya aldea fue arrasada por las fuerzas de Sigmar después de que derrotaran la invasión de Cormac.
- En Herederos de Sigmar establece que tras la marcha de Sigmar, fue sucedido en el trono por Fulk de Wissenland. Igualmente tambien establece que gobernaba Henest en Nuln cuando Johan Helstrum apareció. Esto se contradice con otras fuentes, donde los Emperadores eran Siegrich y Hedrich I respectivamente.
Curiosidades[]
- Aunque según el canon "Heldenhammer" significa "Martillo de Goblins", en realidad es una palabra alemana que see traduce aproximadamente como "Martillo de los héroes".
Relatos Relacionados[]
Fuentes[]
- Ejércitos Warhammer: El Imperio (6ª edición), pág. 58.
- Ejércitos Warhammer: El Imperio (7ª edición), pág. 7.
- Ejércitos Warhammer: El Imperio (8ª Edición), págs. 7-8, 16.
- Warhammer Fantasy JdR: Herederos de Sigmar (2ª Ed. Rol), págs. 14, 20.
- Warhammer Fantasy JdR: Tomo de Salvación (2ª Ed. Rol), pág. 14-15.
- Warhammer Fantasy JdR 4ª Edición, pág. 272.
- Nueva White Dwarf 74 de Junio de 2015, pág. 35.
- Trilogía La Leyenda de Sigmar: Heldenhammer, por Graham McNeill.
- Cap. 1: La víspera de la batalla.
- Cap. 2: El Puente de Astofen.
- Cap. 3: La cuota de Morr.
- Cap. 4: Hermanos de armas.
- Cap. 5: Los sueños de los reyes.
- Cap. 6: Despedidas y encuentros.
- Cap. 7: Toda nuestra gente.
- Cap. 8: Heraldos de guerra.
- Cap. 9: Los que se quedaron atrás.
- Cap. 10: Amanecer rojo.
- Cap. 11: Las bóvedas grises.
- Cap. 12: Uno debe cruzar.
- Cap. 13: Una reunión de reyes.
- Cap. 14: Venganza.
- Cap. 15: Unión.
- Cap. 16: Ser rey.
- Cap. 17: Cadenas de deber.
- Cap. 18: Skaranorak.
- Cap. 19: Las espadas de los reyes.
- Cap. 20: Defensores del imperio.
- Cap. 21: El paso del Fuego Negro.
- Cap. 22: La muerte de los héroes.
- Cap. 23: El nacimiento de un imperio.
- Trilogía La Leyenda de Sigmar: Imperio, por Graham McNeill.
- Cap. 1: Los últimos días de los reyes.
- Cap. 2: El ascenso de un emperador.
- Cap. 3: Ajustes de cuentas.
- Cap. 4: La ciudad de la niebla
- Cap. 5: La luna demonio.
- Cap. 6: Reyes conflictivos.
- Cap. 7: El Namathir.
- Cap. 8: Una oscuridad en el corazón.
- Cap. 9: El fuego del norte.
- Cap. 10: La maldición de los muertos.
- Cap. 11: Las montañas del miedo.
- Cap. 12: La batalla de la Fortaleza de Bronce.
- Cap. 13: Una advertencia desoída.
- Cap. 14: La justicia de Sigmar.
- Cap. 15: El precio de la traición.
- Cap. 16: La tentación de Sigmar.
- Cap. 17: Los lobos del norte.
- Cap. 18: El Imperio en peligro.
- Cap. 19: Los héroes del momento.
- Cap. 20: Los últimos días.
- Cap. 21: El último día.
- Cap. 22: La destrucción de los hombres.
- Trilogía La Leyenda de Sigmar: El Rey Dios, por Graham McNeill.
- Cap. 1: Fuego y castigo.
- Cap. 2: Mentes jóvenes y hombres viejos.
- Cap. 4: Nuevos amigos y viejos enemigos.
- Cap. 5: Regresos.
- Cap. 8: Los primeros en morir.
- Cap. 10: Muerte sigilosa.
- Cap. 15: Reuniones.
- Cap. 17: El precio del conocimiento.
- Cap. 18: La muerte de Reikdorf.
- Cap. 19: La última noche.
- Cap. 20: La Batalla del río Reik.
- Cap. 21: El fin está próximo.
- Cap. 22: Paladines de la vida y la muerte.
- Cap. 23: El fin de todas las cosas.
- Epílogo.
- Black Library: La Vida de Sigmar, por Matthew Ralphs y Gav Thorpe.
- Cap. 2: El nacimiento de Sigmar.
- Cap. 3: El martillo y la colina.
- Cap. 4: Sigmar y el jabalí Colmillonegro.
- Cap. 5: La Batalla del Puente de Astofen.
- Cap. 8: Sigmar lucha contra Skaranorak.
- Cap. 9: La Batalla del Paso del Fuego Negro.
- Cap. 10: Sigmar combate a Nagash, Señor de la Muerte.
- Cap. 11: Sigmar deja el Imperio.
- Apéndices.
- Trilogía La Leyenda de Sigmar: Relato corto Que caiga la gran hacha, por Graham McNeill.
- Trilogía La Leyenda de Sigmar: Relato corto Dioses de carne y hueso, por Graham McNeill.
- Trilogía La Leyenda de Sigmar: Relato corto El guardián de la espada, por Graham McNeill.
- Saga Genevieve, la Vampira: Drachenfels, por Jack Yeovil.
- Quinto Acto, Capítulo 12.