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Barbaros del caos dibujo antiguo

Aquel año la cosecha había sido buena, así que la tribu avanzaba lentamente al tener que cargar con carros y con una larga hilera de prisioneros encadenados. Gurkhan se apartó de la columna y observó el paso de la horda que se movía pesadamente ante él. Los jinetes Dolgans iban sobrecargados debido al peso del botín y sus caballos se movían a paso lento a causa del peso de las alforjas visiblemente repletas de oro. Gurkhan recordó cuán bravamente habían luchado los kislevitas. Muchos de los Dolgans habían caído bajo el fuego de los proyectiles de los carros de guerra equipados con cañones y con una dotación de guerreros. Sonrió para sí al recordar como los habían destruido. Ahora cientos de kislevitas cautivos, tanto hombres como mujeres y niños, marchaban lentamente tras ellos con las espaldas arqueadas por el peso de las cadenas y marcadas por los latigazos propinados por los guardianes de los esclavos.

Gurkhan condujo a la tribu durante una infinidad de días en dirección al Este a un paso un lento para los jinetes como penoso para los cautivos hasta que, al fin, llegaron a las tierras altas de Zorn Urkul, que daban paso a todo un horizonte surcado de colinas. Sin embargo, esta tierra era igual de yerma, ya que el paisaje estaba compuesto por rocas y pequeños retazos de hierba seca que no proporcionaban el alimento suficiente ni siquiera para los pequeños ponis kurgan. Los Dolgans habían atravesado aquellos caminos montones de veces y sabían dónde encontrar agua y dónde cazar las cabras salvajes que les permitirían subsistir todo el viaje hasta llegar a las tierras bajas. Muchos de los prisioneros se desplomaban durante la marcha y sus cuerpos eran arrastrados por el irrefrenable paso de la columna hasta que alguno de los jinetes saltaba de su caballo para cortar las cadenas del cadáver destrozado. Entre los Dolgans también se producían muertes, pues muchos de sus propios guerreros acababan por sucumbir a las heridas sufridas a manos de sus enemigos o de sus propios compañeros de armas (ya que los Dolgans eran guerreros orgullosos que se ofendían con facilidad y que siempre estaban prestos a empuñar sus armas para resolver sus diferencias).

Después de muchas semanas, la tribu llegó al borde de un amplio valle que los Dolgans conocían muy bien, ya que por el transcurrían un sinfín de pequeños arroyos que convergían en unos rápidos que se iban extendiendo en dirección al Este hasta convertirse en un ancho y oscuro río. Desde la parte superior del valle podía distinguirse el zigzagueante río brillando bajo el sol, a orillas del cual se extendían muchos kilómetros de hierba verde. Aquel era el lugar de pasto para los Dolgans, una tierra donde poder descansar y abastecer las despensas de su tribu para todo el invierno y donde engordar a los caballos antes de encaminarse de nuevo hacia las tierras del Sur. No obstante, antes de llegar a los pastos, tenían que cumplir un deber sagrado. Gurkhan sintió el creciente nerviosismo de sus hombres mientras la luna se oscurecía y se acercaba el momento. Si los prisioneros adivinaron algo de lo que se les avecinaba, no lo demostraron, sino que se apretaron unos contra otros mostrándose tan inexpresivos y mudos como el ganado.

Mientras cabalgaban en dirección este, el lugar de destino de los Dolgans fue emergiendo lentamente en la planicie inferior: se trataba de una enorme colina cónica que se encontraba junto al lecho de un río. Era una colina tan perfectamente regular que parecía más bien una obra humana que el fruto de la naturaleza. Rodeando aquel gran montículo había otros más pequeños con cimas circulares que cubrían la tierra que quedaba en el interior de la curva del río, una curva tan alargada que, cuando casi llegaba a formar un círculo, giraba en el último momento y tomaba de nuevo su rumbo hacia el Este. Al anochecer del segundo día desde que abandonaran el valle, Gurkhan observó un humo oscuro sobre el montículo, una oscura línea que emergía verticalmente hacia el cielo antes de volver a dispersarse, tomando un color gris pálido, a gran altura por encima del montículo. A la visión de esta señal, los guerreros se alegraron y dieron gracias a sus dioses profiriendo grandes alaridos que sembraron el terror entre los esclavos. Gurkhan sonrió secamente, de manera inescrutable, demasiado pendiente de los peligros y recompensas que entrañaba la inminente ceremonia.

Para los Dolgans se trataba de la culminación del año, una ceremonia en la que, durante una larga noche ritual, se celebraría la unión de la tribu con sus dioses. Se llevarían a cabo sacrificios en la pira que ardía en lo alto del gran montículo. Se ofrecerían cientos de almas a los dioses para que estos descendiesen a la tierra, fuesen testigos de las hazañas de los Dolgans y emitiesen su juicio sobre ellos. El gran dios aparecería entre las llamas y varios jóvenes guerreros serían elegidos para recibir la señal de la grandeza con el fuego candente de la hoguera. Recibirían también su recompensa los guerreros más ancianos, aquellos que bebían sangre de los cráneos remachados de oro y cuyas almas ya caminaban tras los pasos de los dioses en el paraíso brutal de los guerreros del Caos. Pero lo más importante de la ceremonia sería la confirmación del caudillo, durante la cual Gurkhan se enfrentaría a todo el que se atreviese a desafiar al líder de los Dolgans bajo la atenta mirada de los dioses. Obtener la recompensa o la condena era un juego al que Gurkhan había jugado ya en dos ocasiones y, a pesar de ser ya mayor, seguía siendo tan fuerte y poderoso como siempre.

El redoble de los tambores cesó tan abruptamente que el crepitar del fuego y los chasquidos de los huesos al partirse parecieron repentinos e inesperados ante el ominoso silencio. Todas las miradas se posaron sobre Gurkhan, pues ninguno de ellos se atrevía a mirar las formas cambiantes que destellaban elevándose sobre las llamas.

"Yo, Gurkhan, nombro a los Dolgans como mi pueblo en el nombre de Tzeentch. El que cambia las cosas", gritó mientras se alzaba en toda su estatura (casi dos metros por encima del más alto de los guerreros, pues a lo largo de los años los dioses le habían favorecido según su propio criterio estético). Sus ojos, tan numerosos y brillantes como las estrellas, giraron sobre cada uno de sus tallos, pero no vio a nadie con ánimo de desafiarlo. Elevó sus brazos, largos, segmentados y acabados en garras, y sus largos tentáculos se agitaron al hablar. De repente, las llamas se avivaron con fiereza y con una malsana agitación y se formó una silueta hecha totalmente de fuego que recordaba extrañamente, de manera inhumana, al propio Gurkhan. Las llamas formaron palabras y, al escuchar su sonido, los Dolgans gritaron de dolor y se taparon los oídos, pues el juicio de Tzeentch constituía una agonía para los oídos mortales.

"Hijos del Caos que amáis tanto el fuego, ha llegado vuestra hora". Tras oír estas palabras. Gurkhan se aproximó a las llamas y su cuerpo se cubrió de un tono rojizo por el fuego, mientras que sus patas parecían no obedecerle, como sujetas a una voluntad extraña. Con un grito y un repentino siseo de vapor, desapareció al ser consumido por su dios, cuya imagen crecía entre las llamas pareciéndose aún más al líder caído. Un extraño olor salado se extendió por encima de los Dolgans, que se habían quedado sin habla. Las llamas volvieron a hablar una vez más "Gurkhan está ahora con nosotros: ha llegado el momento de la prueba del combate, pues Tzeentch ha decidido que los Dolgans tengan un nuevo líder, que será grandioso a ojos del Caos y el Oeste temblará ante la simple mención de su nombre, tal y como está escrito en las llamas".

Fuente[]

  • Ejércitos Warhammer: Hordas del Caos (6ª Edición), pág. 11.