"En este terrible desierto, bajo la pálida luz de la luna, los muertos caminan.
Vagan por las dunas en las frías noches sin viento. Sostienen en alto sus armas en un burlón desafío a toda la vida, y a veces, con sus fantasmagóricas voces resecas como el susurro de hojas marchitas, susurran la palabra que recuerdan de cuando estaban vivos, el nombre de su viejo y siniestro amo.
Susurran el nombre de Nagash."
- —de "El Libro de los Muertos", de Abdul ben Rachid, traducido del árabe por Heinrich Kemmler.

Imagen ilustrativa
Pocos mortales han viajado al reino de Nehekhara, una tierra ahora desolada al sur de las Tierras Yermas, y de los que lo han hecho, menos aún han regresado para contar la historia de sus viajes. Sólo hay un mortal, que se sepa, ha viajado a lo largo y ancho del Reino de los Muertos y ha vuelto a hablar de ello, siendo maldecido por su propio pueblo como un hereje y un loco a su regreso.
Ese “visionario” era un enloquecido Príncipe árabe conocido por el nombre de Abdul ben Rachid, ben Moussad, ben Osman: el Gran Jeque de la perdida ciudad de Bel-Aliad, Hijo del Mar de Dunas, y Señor del Desierto de Malaluk. Sólo él ha visto lo que ningún otro mortal se atrevió hacer durante milenios, incluso después del nacimiento del hombre-dios Sigmar. Impulsado por la cruel pasión de su curiosidad y el impulso implacable del destino, Abdul ben Rachid vagó por las tierras de la antigua Nehekhara durante ocho largos años, registrando todo lo que vio dentro de su blasfema obra maestra que ni siquiera él se atrevía a nombrar, pero que la historia la ha titulado como el Libro de los Muertos. Muchos estudiosos deben sus conocimientos sobre la antigua Nehekhara a las pocas copias de este manuscrito que han sobrevivido.
Ben Rachid no vivió para ver la repulsión generalizada que su obra provocó en el público. Ya fuera porque trató de emular algunos de los peligrosos rituales que había aprendido en sus viajes, o porque simplemente fue maldito por ser testigo de todo aquello, el Príncipe Loco murió en extrañas circunstancias, estrangulado por unas manos invisibles en el interior de una habitación con una única puerta cerrada por dentro. Cuando sus criados finalmente pudieron derribar la puerta, sólo encontraron su frío cadáver con la cara de color púrpura. El cuerpo estaba tan frío al tacto que quemó las manos de los que intentaron levantarlo.
Aterrorizados por estos eventos e ignorantes del gran valor que implicaba el trabajo de ben Raschid, el califa de la ciudad oriental de Ka-Sabar ordenó que todas las copias del libro fueran encontradas, confiscadas y quemadas en una gran pira. Afortunadamente para la historia y los buscadores del conocimiento (y desafortunadamente para el resto), el califa no tuvo éxito en su ignorancia destructiva. Varias copias sobrevivieron en las colecciones privadas de los nobles demasiado ignorantes para darse cuenta de la identidad o del valor del libro que poseían. Con el tiempo, los celosos caballeros del Imperio, Bretonia, Tilea y Estalia declararon su cruzada contra las tierras de Arabia, y entre el botín que trajeron hacia el Viejo Mundo de su victorioso periplo eran algunos ejemplares del Libro de los Muertos, pero muchos de estos cruzados tuvieron que lamentar su decisión.
El Libro de los Muertos habla del gran desierto situado al este de Arabia donde se levantan miles y miles de necrópolis de todas las formas y tamaños, ciudades funerarias para los muertos que no se conforman con su destino, como ecos desmoronadas de la más antigua de todas las civilizaciones humanas. Hay muchos ejemplares menores del libro, la mayoría de los cuales incluyen nuevos "hechos" y añaden sublimes interpretaciones alteradas por la tenue imaginación de historiadores y poetas de poca monta.
Cada necrópolis contiene incontables mausoleos y pirámides en las que habitan unos seres que es preferible no conocer. Durante el día, la ardiente arena entre las tumbas está vacía, y sólo algunas grandes serpientes reptan entre las ruinas. Pero en ciertas noches oscuras, los cadáveres de los muertos salen de sus moradas y se ocupan de sus asuntos, en una siniestra parodia de sus vidas anteriores. Reparan las tumbas erosionadas por el tiempo, y patrullan las fronteras de sus necrópolis. A veces los ejércitos de los muertos marchan para combatir contra otros Reyes Funerarios y sus súbditos no muertos de otras ciudades funerarias, o a veces para atacar a los árabes y otros humanos que no han sido lo suficientemente sabios para vivir lejos de esas tierras.
A veces, los gobernantes No Muertos de las necrópolis hacen pactos y alianzas, y sus hordas invaden Arabia, o las tierras del Norte. Durante las Cruzadas, las fuerzas del Rey Esteban de Estalia destruyeron un gran ejército de No Muertos de la ciudad maldita de Lahmia en la batalla de Shanidaar. Los cruzados vencieron, pero el miedo que sintieron fue tan grande que volvieron hacia el Este y embarcaron hacia su hogar cuando tenían la victoria a su alcance. Ben Rachid describe a una aristocracia maldita de gobernantes No Muertos en el interior de cada pirámide. Son poderosos reyes sacerdotes que están sentados en sus tronos dorados, en medio de un esplendor perdido en el que sueñan continuamente con la siniestra nostalgia de su pasada gloria, dando ocasionalmente terribles órdenes a sus amortajados cortesanos. Estos nobles momificados son a su vez servidos por hordas de lacayos esqueléticos, que corren para obedecer hasta los deseos más mórbidos de sus amos. Espíritus medio desvanecidos farfullan incomprensiblemente por los corredores cubiertos de telarañas. Todos están atrapados en el eterno baile macabro de los muertos hasta el final de la eternidad.
En el corazón de este vasto desierto se encuentra la ciudad maldita de Khemri, en el centro de la cual destacan las dos estructuras más grandes jamás edificadas por la humanidad. Una de ellas es la terrible Gran Pirámide de Khemri, que sobresale de las ruinas más de cien veces la altura de un hombre; pero incluso esta pirámide es insignificante, como un Enano lo es ante un elefante, ante la Pirámide Negra de Nagash, una horripilante maravilla para todos los que la contemplan. Ben Rachid dice en su obra que en las calles de Khemri hay espíritus inquietos al acecho, esperando devorar la fuerza vital de los vivos, y que el gran sarcófago de Nagash, en el interior del cual se dice que yace el Gran Nigromante mientras recupera sus energías, se encuentra ahora vacío. Mucha gente bien informada atribuye las palabras del Príncipe Loco a los delirios de un hombre que perdió el juicio por su adicción a la Raíz de Bruja. Los pocos que conocen su secreto saben que la explicación verdadera es mucho más terrible.
Fuentes[]
- Ejércitos Warhammer: No Muertos (4ª Edición), pág. 12.
- Ejércitos Warhammer: Condes Vampiro (5ª Edición), pág. 8.
- Liber Necris, págs. 4-5.