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Desierto nehekhara 1 warhammer total war por Kareem Leggett

Aproximadamente en el Año Imperial -1110

Bienvenido a mi humilde campamento, señor. Por favor, siéntese y descanse. Una de mis sirvientas se ocupará de ti. Aquí, en el Oasis de los Mil y un Camellos, todos somos amigos. Este paraíso en medio del desierto es el último refugio que queda en una tierra olvidada por los dioses. Aquí los vivos pueden descansar tranquilos, puesto que saben que seguirán vivos cuando llegue la alborada. Ahí afuera, en el desierto de Nehekhara, los muertos caminan igual que los vivos y solo un valiente o un loco se atreve a pisar esas tierras. ¿Cuál de los dos eres tú, amigo? Mi nombre es Suli y tan solo soy un humilde mercader, pero mi sabiduría acerca de estas tierras es grande y quizá deberías escuchar mi historia antes de partir de nuevo.

He viajado innumerables veces por las tierras de Nehekhara y el miedo sigue asaltándome cada vez que pongo un pie en sus arenas. Las ruinas de Bel-Aliad se encuentran a medio día de camino de aquí. Una vez fue una esplendorosa ciudad y el hogar de mi familia. Pero eso fue antes de que llegaran los que no tienen sueño. Cuando era un niño, me contaban historias que no me dejaban dormir sobre muertos que no descansan. Eran historias, tan fascinantes como las que hablan de genios encerrados en lámparas de latón o de alfombras voladoras que surcan los cielos. Pero un día la dirección de la fresca brisa veraniega cambió. Durante meses sufrimos las tormentas de aire caliente y arena que llegaban del Este. Los campos de cultivo se anegaron de arena y enormes dunas se formaron alrededor de los muros de la ciudad. Aunque la gente empezó a morir de hambre y sed, teníamos la esperanza de que las tormentas acabarían algún día.

Y fue entonces, durante el festival en honor al dios Djaf, cuando presencié el horror que aún hoy me visita y me atemoriza en mis sueños. La calle estaba llena de gente festejando cuando, sin previo aviso, el cielo se torno negro. Como si hubiera sido invocada por la más oscura de las magias, una tormenta de arena avanzó como un torbellino sobre las murallas de la ciudad. Llegó del mismísimo cielo y asoló todo cuanto encontró en su camino. Mi gente buscó refugio desesperadamente, pero, incluso cuando la tormenta había pasado, nuestro sufrimiento parecía no acabarse. Del Este llegó un gigantesco enjambre de insectos y el zumbido de sus alas se hizo atronador cuando estuvo sobre nuestras cabezas. Nos atacaron ferozmente y las calles se llenaron con nuestros cadáveres. Rodearon a mi pueblo y los que todavía podían huyeron aterrados. Y tras ellos, llegaron los muertos que andan. Solo un puñado de nosotros sobrevivimos y solo yo, Suli, he vuelto a aquel lugar.

Fue unos cuantos años después. Yo tan solo era un muchacho que trabajaba con mi tío como camellero. Nuestro grupo había recorrido el desierto durante varios días, acampando ocasionalmente con las tribus del desierto que saben dónde encontrar agua en estas malditas arenas. Habíamos sido contratados como guías, a cambio de una considerable suma de dinero, por un hombre que servía a un coleccionista de antigüedades. Querían llegar a las ruinas de la fabulosa ciudad de Khemri. Me pareció estar soñando cuando vi las grandes pirámides por primera vez. A muchas kilómetros de distancia podía verse una pirámide negra que dejaba pequeñas a las demás. Incluso bajo el duro sol del desierto sentí un escalofrío cuando vi el monolito erigido por Aquel que No Debe Ser Nombrado. Cuando nos acercamos me sentí mareado por la impresión de ver que toda la ciudad se componía de gigantescas pirámides. La más pequeña de ellas tendría trescientos metros de altura y la más alta se hundía en el cielo. Eran tan numerosas que parecían una cordillera y desde lo alto de una duna pude divisar el laberinto de avenidas que formaban estas antiguas tumbas.

Acampamos en la antigua ciudad, insignificantemente pequeña en comparación con la ciudad de los muertos. Se dice que es el lugar más seguro de la región, ya que ni los muertos se atreven a entrar en ella. El extranjero que nos había contratado partió con la puesta de sol y un pícaro como yo no podía hacer otra cosa que no fuera seguirle.

Él y su sirviente cruzaron el desierto y entraron en la ciudad prohibida. Aunque estaba deseoso de ir, mi tío me cogió de la oreja e impidió que los siguiera. Pasaron tres días y nos cansamos de esperar. Mi tío decidió que nos marcharíamos a la mañana siguiente. Cuando supe esto, esperé a que llegara la noche y entonces me escabullí en la necrópolis. Era fácil seguir las huellas del extranjero, puesto que en la ciudad de los muertos hasta el viento camina en silencio. Después de muchas horas siguiendo sus pasos y de pasar por el mismo sitio en algunas ocasiones, llegué hasta una pirámide.

Aunque la entrada permanecía abierta, no me atrevía a entrar, y solo esperaba el momento en que el extranjero saliese con un saco lleno de oro y gemas. Pasaron muchas horas me dormí soñando con las riquezas que extraería de aquel lugar. Me desperté al sentir una presencia a mi lado. Adormilado, abrí los ojos pensando que se trataría del valiente extranjero. Pero no fue así y nunca olvidaré lo que vi ante mí. Un ser ataviado con vestiduras rituales y una extraordinaria corona de oro se hallaba a mi lado. Estaba cubierto de vendajes y las cuencas sin vida de sus ojos me lanzaron una mirada que penetró hasta lo más profundo de mi alma. En una mano portaba una espada con gemas incrustadas de cuya hoja aún goteaba la sangre. En la otra, llevaba asida por el pelo la cabeza del extranjero. Me levanté, al tiempo que imploraba a los dioses por mi vida, y corrí como alma que lleva el diablo mientras las manos de una docena de esqueletos intentaban agarrarse a mis ropajes. Aunque me lanzaron flechas, era joven y rápido y conseguí escapar.

Agradezco a los dioses que me mostraran un camino para salir de la necrópolis, ya que muchos no han sido tan afortunados. Mi tío me encontró tendido sobre la arena. Exhausto y asustado le conté lo que había pasado. Partimos inmediatamente y, desde entonces, mi tío no ha vuelto a aquel lugar.

¿Por qué sigo viajando por estas tierras después de aquello? Todos los días me hago esa pregunta. Mientras aperaba la vuelta del extranjero, mi cabeza se cegó con el brillo del oro y de las joyas. Las riquezas, amigo mío, son un fuerte antídoto contra el miedo y, créeme, he visto parte de las riquezas que se esconden en estas tierras. He guiado muchas expediciones por estos desiertos. Este lugar, aparentemente árido y vacío, está lleno de suntuosos paraísos enterrados en sus arenas. Solo necesitas alguien que te guíe hasta ellos y tener un corazón valeroso.

Si lo deseas, te guiaré a través del desierto por una pequeña suma de dinero. Sin mi ayuda, no llegarás ni a las Charcas de la Desesperación. No sé qué tipo de magia habrá creado tales espejismos, pero en cuanto te adentras en el desierto y tu reserva de agua se acaba, un exuberante oasis aparece, ante tus ojos. Los hombres se vuelven locos persiguiendo lo que no es más que una visión. Hace solo cuatro días, encontramos los restos de un desgraciado que había muerto así. Su cantimplora estaba llena de arena y habla encontrado la muerte al tragar arena creyendo que se trataba de la fresca agua de un palmeral.

Veo en tus ojos que todavía piensas que no me necesitas. Aunque fueras capaz de vencer espejismos y visiones, ¿hacia dónde caminarías? Quizá hacia el Norte, donde se encuentran las ruinas de Zandri. Este es el lugar en el que se besan el Desierto y el Gran Océano y en el que el puerto de mar se alza junto al delta del río Mortis. En otro tiempo, el Rey Amenemhetum gobernó esta ciudad y a sus gentes. Durante su reinado, fletó una gran flota y surcó los mares y los ríos para conquistar la tierra en nombre de Ualatp, el dios buitre. Su reino se extendía al Norte y, bajo su gobierno, Zandri se convirtió en un lugar próspero y fabuloso. Ahora la ciudad yace destruida y sus calles permanecen en silencio. En cambio, los mares de Zandri continúan teniendo su antiguo esplendor. Cuando el Oscuro despertó a los reyes de antaño, estos se dedicaron a pelearse entre ellos por los restos de un imperio en ruinas. Amenemhetum, en cambio, se conformó con detentar el título de rey de los océanos. He visto las galeras reales navegar por el Gran Océano con mis propios ojos. Estas barcazas, aunque viejas, aún retienen la gloria de antaño. Aun muerto, el rey navega por las aguas acompañado de ejércitos de remeros esqueléticos que bogarán por toda la eternidad. Ninguna costa esta a salvo, y hasta el más avezado capitán de navío sentirá pavor cuando divise a lo lejos esta fantasmagórica flota. La costa del río Mortis está llena de barcos piratas hundidos cuyos capitanes abordaron la flota del rey convencidos de poder apoderarse de sus tesoros.

Quizá tus pasos te dirigieran al Este, puesto que allí se encuentra la ciudad de Numas. Se trata de una ruta traicionera y por la que el viajero debería avanzar con sumo cuidado. Pasarías junto al Manantial de la Vida Eterna. Pero, aunque tus cantimploras estuvieran vacías -como seguramente ocurriría- cuando llegases a este punto, nunca debes beber de estas aguas. He visto a un hombre hacerlo y, créeme, no envidio la inmortalidad que obtuvo. En cuanto sus labios probaron el agua, su piel empezó a agrietarse y amustiarse y la muerte le alcanzó en cuanto las primeras gotas de agua llegaron a su estómago. En segundos no quedó de él más que su esqueleto, que, aún con vida, se adentró en el desierto.

En Numas conocen mí nombre y soy bienvenido. Además, soy una de las pocas personas a las que se les permite el paso. Numas ha vuelto a la vida y los cultivos prosperan alrededor de los muros de la ciudad. Es un lugar maravilloso y, después de varios siglos, las pirámides han recuperado su antigua magnificencia. Pero no pienses que sus habitantes te darán la bienvenida. Los escitanos son una tribu nómada del desierto que llegó a Numas para adorar a su dios. Piensan que el príncipe de Numas es una manifestación de su dios y por eso dedican la vida a su servicio. Cada día se dirigen a la necrópolis para proteger las tumbas de todo aquel que pretenda profanadas. El príncipe gobierna tanto a los vivos cómo a los muertos y ambos grupos viven en armonía. Estos nómadas patrullan el desierto y advierten al Príncipe Tutankhanut de cualquier intrusión en su reino. A cambio, los nómadas pueden habitar esta ciudad protegidos por soldados que nunca duermen, aunque no me preguntes cómo alguien puede sentirse a salvo protegido por muertos vivientes.

Cuando el príncipe va a la guerra, sus carros son tirados por caballos escitanos de pura sangre: vivos y muertos luchando codo con codo. Se dice que, cuando muere un nómada escitano; su cadáver se abandona en el desierto para que los carroñeros den buena cuenta de él. Cuando han transcurrido cuarenta días, su esqueleto se lleva a Numas para que sea preparado para el despertar y pueda servir al príncipe como lo hizo en vida.

El reino de Nehekhara es inmenso. Al otro lado de las montañas se encuentran las ciudades de Mahrak y Beremas y, por supuesto, los afamados templos de Lahmia. En ellos sigue celebrando sus rituales la Reina Neferata, que ha gobernado esa ciudad durante cientos de años. No obstante, para llegar a estas ciudades, debes cruzar antes el Valle de los Huesos, también conocido como Valles de los Reyes, pero que los nómadas conocen como Valle de los Muertos. En la entrada al valle se encuentra el palacio de Quatar. Excavado en la mismísima roca, se trata sin duda de un imponente lugar. Aunque he viajado por toda la tierra de Nehekhara, nunca he visto una construcción arquitectónica tan bella. Grandes columnas de roca acompañan al visitante por el centenar de escalones que llevan hasta las puertas del palacio. A lo largo del valle puedes encontrar colosales estatuas esculpidas en piedra que representan reyes y diosa. Se cuenta que un poderoso hechicero, capaz de animar estas estatuas, se ha aposentado en el palacio. Si eres inteligente, te mantendrás apartado de este lugar, puesto que ninguno de cuantos han intentado cruzarlo ha vuelto para contarlo. Y, aunque sobrevivieses, ¿qué te espera más allá? Lahmia la Maldita, una tierra afligida en la que prospera el mal.

Y hay un lugar al que no iría ni por todo el oro del mundo. Nunca vayas al sur, puesto que allí el mal está por todos lados. Aquí es donde Arkhan construyó su negra torre. Arkhan, el Rey Exánime, que combatió junto a Aquel que No Debe Ser Nombrado. Arkhan, que aniquiló innumerables tribus nómadas e hizo todo cuanto estuvo en su mano para que el mal caminase sobre las arenas del desierto. Tras su muerte, la torre permanece abandonada y ni siquiera los escorpiones se acercan a ella.

He oído que la torre vuelve a estar habitada, pero nadie podrá decir nunca quién vive allí, pues cada anochecer la corre se desvanece para aparecer en otro lugar al amanecer. Los nómadas aseguran que se trata de Arkhan, que ha vuelto de entre los muertos y pretende sembrar el terror de nuevo. Esto, sin duda, es una mala noticia, puesto que, si Arkhan el Negro ha vuelto, poco tardará su amó en regresar entre los vivos. Dicen que busca venganza sobre Arabia, y todo mortal está condenado a sufrir su ira. Si los rumores son ciertos, recemos para que los Reyes Funerarios a quienes tanto tememos pronto se convertirán en nuestros salvadores.

Fuente[]

  • Ejércitos Warhammer: Reyes Funerarios (6ª Edición), págs. 12-15.