
La Espada de Khaine es el arma más definitiva y más mortífera de todos los tiempos, y de la que se dice que lleva la desgracia a quien la empuña. Desde los orígenes del mundo, espera incrustada en el gran Altar negro de Khaine en la Isla Marchita, a que alguien la arranque del lugar y mate y destruya en su nombre, pero aquel que lo haga quedará por siempre maldito y la tragedia lo acompañará.
El único mortal que la empuñó y sobrevivió fue Aenarion; sin embargo, al hacerlo cumplió la profecía que maldecía la raza de los Elfos a eones de tragedias, y condenó a su descendencia a la condenación eterna. Los Altos Elfos han perdido demasiados reyes a la locura de Khaine para considerar emplear la espada.
Descripción[]
La Matadioses, la Hacedora de Viudas, la Perdición de los Mundos, la Lanza de la Venganza, la Saeta Letal, el Colmillo de Hielo, la Marchitadora de Cielos, Erradicadora, la Maldita etc... estos y muchos son los nombres por lo que los mortales, los demonios y los dioses conocen a esta letal arma. Pero sólo tiene un nombre de verdad: la Espada de Khaine,

La Espada de Khaine es tan antigua como el propio mundo y tan mortífera como el veneno. Se trata de un fragmento del arma fatal que Vaul, el dios herrero de los Elfos, forjó para Kahela Mensha Khaine, el dios de la Guerra y el Señor del Asesinato: una pieza de muerte cristalizada capaz de matar demonios y dioses indistintamente. No es un arma creada diseñado para ser empleada por los mortales, pues tiene un poder más allá de su control, que tarde o temprano lo destruiría.
A pesar de su nombre, esta arma maligna no es realmente una espada, pues el arma se presenta con una forma diferente para cada individuo. Cuando está incrustada en el altar, la forma del arma oscila y se difumina delante de los ojos del observador. Todo aquel que mira dentro de él ve un arma diferente. Algunos ven una lanza, otros una espada, otros un hacha, un arco, un cuchillo o incluso armas extrañas desconocidas para los elfos. Se decía que para Malekith había sido un cetro y que para el Rey Fénix Caledor I había sido una lanza de caballería. Nadie sabe que aspecto adoptó cuando se manifestó ante Tethlis, ya que no vivió lo suficiente como para contarlo. Pero todos están de acuerdo que, independientemente de su aspecto, el arma está manchada de sangre.
Su aspecto más conocido, sin embargo, es el de una espada, pues esta es la forma que adoptó cuando fue arrancada del altar por Aenarion, el único mortal que la empuñó y sobrevivió. En sus manos, tenía el aspecto de una espada larga cuya guarnición tenía la sinuosa forma de la runa de Khaine. A lo largo de la hoja forjada en un metal desconocido ardían runas rojas, símbolos de muerte y sangre grabados, y refulgía con un negro infernal que proyectaba sombras voraces.

Espada de Khaine en el comic Warhammer Online: Prelude To War.
La Espada de Khaine es la manifestación física del asesinato y la violencia en el mundo mortal. Posee una inteligencia maligna y constantemente anhela destrucción y la sangre de otros. La espada llama a los guerreros elfos, susurrando en sus mentes y apareciendo en sus sueños, instándolos a que la desenvainen, prometiendo un poder infinito a cambio de derramamiento de sangre. Y un poder inconmensurable es lo que otorga. La Matadioses despide pulsos de luz negra que recorren el campo de batalla, y las runas rojas brillan cada vez con más fuerza a medida que el arma absorbe vidas. Pocas son las cosas capaz de hacerle frente. Incluso los propios demonios temen a este arma, pues ser herido por ella les causa un dolor inconcebible, y hasta los propios Grandes Demonios de los Dioses del Caos pueden ser hechos pedazos con facilidad.
Pero desenvainar a la Hacedora de Viudas es invitar a Khaine a entrar en tu corazón y en tu alma, y aquellos que se han atrevido a sostenerla pueden escuchar su canto en su alma, llenándoles con promesas de destrucción. La espada susurra a su portador obscenidades en un millar de voces, y todas ellas, ya fueran autoritarias, suplicantes o seductoras, exigiendo muerte. La maldad del arma se le mete dentro del cuerpo y lo va cambiando había cambiado, volviéndolo más colérico y menos cuerdo a medida que la situación se le va poniendo cada vez más en contra.
Pero da igual que se mate a un millar de enemigos, nunca se sentirá satisfecha. Si la espada no es alimentada con vidas, irá matando poco a poco a su portador, drenando la vida a su portador gota a gota. Cada hora que pasa lo envejece lo que un día entero a otro elfo, y así continuará hasta matarlo. Sólo la vitalidad sobrenatural que Aenarion había adquirido al atravesar la Llama de Asuryan le había permitió sobrevivir durante tanto tiempo como portador de la Espada de Khaine.
Historia[]
Aenarion[]
Aenarion el Defensor ha sido el primero, y hasta el momento último elfo en blandir la Matadioses en la batalla. Su reinado como primer Rey Fénix coincido en una época de terror y contiendas para los Elfos, pues los portales dimensionales de los Ancestrales habían quedado destruidos, permitiendo la entrada del Caos al mundo mortal por primera vez. Ejércitos de Demonios y monstruos de pesadilla marchaban sin cesar por la tierra, y no tardaron en fijarse en Ulthuan. Aenarion lideró a las huestes élficas, y muchas fueron sus victorias, pero no importaban cuantas veces derrotara al antinatural enemigo, la marea de demonios no cesaba. Había breves momentos de paz, pero inevitablemente las fuerzas del Caos terminaban regresando con las fuerzas renovadas.

El Mago Caledor Domadragones, amigo y mayor aliado de Aenarion, propuso la idea de crear un Gran Vórtice con el que absorber la magia del mundo, pues sin los Vientos de la Magia los demonios no podrían existir. Aenarion se opuso a esto, ya que los riesgos eran demasiado grandes. Los vientos de la magia también era lo que daba poder a sus armas. Si se equivocaba, quedarían indefensos. Aunque en su corazón sabía que la guerra era imposible de ganar, Aenarion estaba decidido a retrasar el final tanto como fuese posible.
Así, en el año 30 del gobierno del Defensor (año -4470 en el Calendario Imperial) fue cuando el futuro de los elfos cambiaría para siempre. Un gran ejército de demonios habían invadido los territorios del futuro reino de Caledor, con el objetivo de atacar la Forja de Vaul, el principal templo del dios herrero. Aenarion fue con sus fuerzas a hacerles frente en el Desfiladero de Caethrin, obteniendo una gran victoria. Sin embargo, el Rey Fénix estaba intranquilo. La victoria había resultado ser demasiado fácil, y no estuvo presente ninguno de los Demonios Mayores. Le resultó claro que la Forja de Vaul no era el verdadero objetivo del enemigo. Aquel ataque fue una distracción mientras los Grandes Demonios golpeaban en otro lugar. La incógnita de no saber donde caería el verdadero golpe inquietó a Aenarion.
La respuesta llegó unas horas después. Un mensajero proveniente de Avelorn llegó al campamento de Aenarion portando terribles noticias. Las fuerzas del Caos habían atacado el reino. Las arboledas sagradas habían sido arrasadas y muchos fueron los asesinados. Su esposa, la Reina Eterna Astarielle, estaba entre los muertos, y los cuerpos de sus hijos Morelion e Yvraine no habían sido encontrados. Se les suponía muertos o convertidos en juguetes de los Oscuros.
Aenarion se vio sobrepasado por la profunda tristeza al saber del destino de su familia, para luego verse dominado por la rabia, la amargura y una furia titánica. Juró que mataría a cada seguidor del Caos, fueran estos mortales o demonios, y anunció que se iba a la Isla Marchita para desenvainar la Espada de Khaine. Aquellos que oyeron sus palabras quedaron llenos de temor pues sabían lo que ello implicaba. Su amigo Caledor trató de advertirle de la condenación que suponía liberar aquel poder corrupto, pero Aenarion ignoró los ruegos y las suplicas de sus seguidores y aliados. Sencillamente se subió a la espalda de Indraugnir y voló al norte.
Demonios alados asaltaron a Aenarion y a su montura mientras viajaban, intentando desviarlos de su camino. Los dioses Elficos le susurraron advertencias en sus oídos. Se desató una gran tormenta mientras se aproximaba a la isla, como si los propios elementos intentasen detenerlo. Incluso el fantasma de su esposa fallecida apareció ante él, rogándole que no siguiera adelante. Con el corazón endurecido, Aenarion ignoró sus súplicas y arrancó la gran espada manchada de sangre del altar, sellando su destino y el de su pueblo.
Cuando Aenarion el Defensor, baluarte en la batalla contra los demonios y primero de los reyes Fénix, retiró la espada de Khaine del altar negro que la albergaba, Caledor fue obsequiado con una oscura profecía: Aenarion, apoderándose de la funesta hoja forjada para el Señor del Asesinato, estaba despertando el espíritu ávido de sangre que los elfos habían mantenido sepultado en su interior. Y fue en el linaje de Aenarion donde calaría más que en ningún otro el llamamiento la guerra y el fervor por la batalla.
Aenarion volvió al combate y mató implacablemente a todo aquel que se interpuso en su camino. Fue en el cerro de Elthuir Tarai, donde empuñó por primera vez la Matadioses en batalla. Allí se levantaba una ciudad llamada Tir Anfirec. Pero llegaron los demonios y desplegaron sus hechizos viles. En la cima, un Aenarion encolerizado desenvainó por primera vez la espada de Khaine y acabó con una horda de demonios. El poder de la espada era tan grande que nada ni nadie podía hacerle frente. Llenó a sus enemigos de terror y a sus propias tropas de fe inamovible y de un ansia de sangre inextinguible. La espada ejerció su influencia insidiosa sobre el inmisericorde Aenarion, convirtiéndolo en un ser cada vez más cruel y sanguinario.
Millares de Elfos, resentidos y amargados por la guerra contra el Caos, siguieron a su rey, e influenciados también por la Hacedora de Viudas, se volvían cada vez más brutales, crueles y despiadados, perdidos en un sueño de infinitos asesinatos. Con cada victoria se volvían cada vez más indiferentes de su destino, luchando con un desprecio absoluto de sus vidas, poseídos por el deseo de derramar la sangre de sus enemigos. A lo largo y ancho de la isla de Ulthuan, prendió la pasión por las orgías de sangre, y la inocencia que había acompañado el reinado de la Reina Eterna se desvaneció para siempre. Todos los guerreros Elficos se volvieron indiferentes al peligro y el más indiferente de todos ellos era Aenarion.
Aenarion levantó un nuevo reino en el norte de Ulthuan, en la desolada tierra de Nagarythe, un lugar que reflejaba su propio tétrico estado de animo, y estableció su corte en Anlec. Gran parte de los más brutales guerreros Elficos se sintieron atraídos a esa tierra. Para sorpresa de muchos, Aenarion tomaría una nueva esposa, la hechicera Morathi, y le daría un hijo, Malekith, que crecería bajo la siniestra influencia de la espada maldita.

La guerra alcanzó su última etapa, una lucha desigual de poderes entre los Elfos y las inacabables legiones de los cuatro Dioses del Caos. Tocado por Asuryan y marcado por Khaine, Aenarion era un guerrero invencible, hijo de la luz y la oscuridad. Su espada le proporcionaba un poder más allá de lo concebible por los mortales; la llama eterna le confería la fuerza para usarlo. En combate, Aenarion mataba a cientos de enemigos. Su leal montura Indraugnir era un igual para cualquier demonio. Pero sólo había un Aenarion, y el número de sus seguidores era finito.
Para todos menos para Aenarion y sus seguidores estaba claro que la guerra estaba perdida y que el mundo acabaría condenado si la situación continuaba así. Caledor Domadragones decidió que sólo quedaba una cosa que podía hacerse. Hasta entonces había respetado la orden de su antiguo amigo que impedía la creación del vórtice. Pero ahora no había nada que perder. A espaldas de Aenarion, él y los más grandes de entre los Magos Altos Elfos fueron levantando monolitos mágicos en puntos clave de Ulthuan, y en el año 79 del reinado de Aernarion (año -4419 C.I.) se reunieron en la Isla de los Muertos para llevar a cabo el ritual con el que crear el Gran Vortice. Los servidores del Caos comprendieron la amenaza que esto suponía si se completaba con éxito, y enviando a todas sus fuerzas a la isla para impedirlo.
Ante esta embestida, Caledor pidió ayuda a Aenarion. En un principio estuvo enfurecido de que su antiguo amigo hubiera llevado a cabo su plan sin su consentimiento, pero comprendió que no tenía elección. Reunió a sus tropas, montó en su fiel dragón Indraugnir y se dirigió a defender la Isla de los Muertos. Los dos ejércitos chocaron en el centro de Ulthuan. Dragones tan numerosos que sus alas oscurecían el cielo cayeron sobre la Hueste del Caos, destrozándolos con sus llamaradas. Sobre el mar y la tierra, los Elfos y los esbirros de la oscuridad lucharon. La agonía de los monstruos inundaba la tierra, muertos por hechizos fatales. Mientras empezaba la creación del vórtice, los mares se revolvían y sopló un viento terrible desde el norte. Los cielos se oscurecieron y rayos y truenos empezaron a desgarrar el cielo
En el centro del campo de batalla, estaba Aenarion destrozando decenas de demonios con la Matadioses. Incluso llegó a enfrentarse y derrotar a cuatro Grandes Demonios, uno por cada poder del caos. En la mano de Aenarion, la Espada de Khaine goteaba llameante sangre y la infernal espada cobró vida propia. El Rey Fénix podía oír dentro de su cabeza como las voces del arma se habían vuelto locas de demente pasión. Se había alimentando con esencias más fuertes que cualquiera que hubiese conocido en mucho tiempo, disfrutando del banquete y pidiendo cada vez más.
Pero la victoria fue costosa, pues Aenarion terminó gravemente herido debido a su enfrentamiento contra los cuatro Grandes Demonios. Era consciente que no le quedaba mucho tiempo de vida, al igual que el noble Indraugnir también agonizaba a causa de una herida mortal. Aún así con su sacrificio logró que el Gran Vórtice empezara a formarse, quedando Caledor Domadragones y sus magos por siempre atrapados en su interior. El mundo se había salvado, ya que al perder la energía que los mantenía, los demonios fueron desvaneciéndose. Pero ante esto, Aenarion sintió que un coro de odio demente aumentando dentro de su cabeza, amenazando con dominar su voluntad. Era el espíritu de la espada maldita que le instaba a matar a los magos y provocar así el fin del mundo.
La salmodia era seductora y Aenarion tenía ganas de obedecerla. Podía acabar con todo, matar a todos, y la espada podría vanagloriarse de la aniquilación de todo un planeta. Una parte de él quería hacerlo, acabar con toda la vida en el planeta, dado que su propia vida estaba tocando a su fin. Si iba a morir, ¿por qué no arrastrarlo todo consigo? Aenarion avanzó lentamente hacia el centro del Gran Vórtice. El fantasma de Caledor se irguió ante él y le hizo un gesto para que se detuviera. El archimago negó con la cabeza y señaló la espada. Ésta aulló en poder de Aenarion, instándole a atacar a Caledor y a saltar luego dentro del Vórtice, para asestar tajos a diestra y siniestra.
El agonizante Rey Fénix se quedó allí de pie, contemplando el fantasma del elfo que antaño había sido su amigo. El espíritu de Caledor Domadragones percibió la lucha interior del Rey Fénix, pero no había nada que él pudiese hacer para ayudarlo ni para detenerlo. Al final fue la voluntad de Aenarion la que terminó imponiéndose. No se había doblegado ante su pueblo, ni ante el Caos, ni ante los dioses de los elfos, y tampoco se doblegaría ante la Espada de Khaine. Ésta aulló de frustración, como si percibiera la decisión de él, y luchó contra esa decisión. Con lentitud, Aenarion les volvió la espalda a Caledor y al Vórtice, y se alejó. La espada luchó contra él a cada paso.
Sus enemigos habían sido derrotados, pero Aenarion tenía el cuerpo destrozado. Sabia que se estaba muriendo, pero todavía quedaba una cosa por hacer: debía devolver la espada al lugar del que la había sacado. No podía arriesgarse a que cayera en manos de nadie más. No cuando estaba tan cerca del Vórtice. No cuando cabía la posibilidad de que un demonio o una criatura maligna la encontraran. Si alguien se adueñaba del arma de Khaine tendría poder suficiente para destruir el mundo. Ahora comprendía por qué los dioses no querían que nadie la blandiera.
El Rey Fénix montó como pudo al lomo de Indraugnir, quien empleó sus últimas fuerzas para volar hacia la Isla Marchita. Consiguiendo a duras penas completar el viaje, finalmente el dragón cayó exhausto en las orillas de la isla. Temblando a causa de la fatiga y las terribles heridas sufridas en su viejo cuerpo, Indraugnir emitió un último rugido desafiante y murió.
Solo e ignorando los cantos de sirena de la Espada de Khaine, Aenarion se arrastró hasta el Altar de Khaine y envainó la maligna arma en su lugar de descanso, clavándola tan profundamente en la roca de la que la había sacado para asegurarse de que nadie pudiera sacarla otra vez. Tras esto, se echó junto al cuerpo destrozado de su amada montura y murió.
Malekith[]
Desde su nacimiento, Malekith creció resguardado por la espada de Khaine, quedando bañado por su sombra. Ya en edad muy temprana, advirtió que sólo su padre y él se atrevían a mirar la hoja teñida de sangre, pues el resto de los elfos desviaban la mirada y preferían contemplar cualquier cosa antes que posar sus ojos directamente en la espada. Era como un secreto compartido por padre e hijo. Adiestrado por su padre Aenarion en el arte de la guerra y por su madre Morathi en los secretos de la magia, Malekith se convirtió en un guerrero sin igual. Cuando Aenarion falleció, Malekith no fue elegido como su sucesor en el trono de Ulthuan, siendo escogido Bel Shanaar de Tiranoc como nuevo Rey Fénix.
El príncipe de Nagarythe aceptó la decisión, y decidió partir hacia las tierras de Elthin Arvan, donde esperaba obtener fama y gloria combatiendo contra los numerosos peligros y amenazas que allí existían. Pacificó las tierras destruyendo y expulsando a los Pieles Verdes, Hombres Bestia, y numerosos monstruos. Se establecieron alianzas con el Imperio Enano, y bajo su gobierno las colonias prosperaron enormemente, pero con el transcurrir del tiempo, Malekith empezó a mostrarse inquieto, deseoso de explorar tierras mas lejanas, y así en el año 1630 del reinado de Bel Shanaar (-2789 C.I.), comenzó su largo período de viajes por todo el mundo.
Su primera expedición fue a la Isla Marchita. Nadie había pisado aquel lugar desde la derrota de los demonio hacia mas de un milenio y medio, por lo que Malekith pensó que los cuerpos de Aenarion y de Indraugnir deberían de estar allí. Esperaba encontrarlos para poder enterrarlos en su tierra natal, además de poder recuperar la magnifica armadura de su padre. Malekith buscó durante horas pero no encontró ninguna señal del lugar donde podían reposar los restos de su padre o rastro alguno de los despojos de Indraugnir. Sus pasos le llevaron hasta el Altar de Khaine, esperando encontrar los cuerpos, pues su padre había devuelto la Espada de Khaine al lugar, pero tampoco encontró nada.
Apenas la Matadioses pasó por su mente, desde ella llegó hasta sus oídos el rumor de un ruido distante. Había sido un grito casi imperceptible pero una vez que había atraído para sí su atención, Malekith observó con mayor detenimiento el Altar de Khaine, y mientras lo hacía, los sonidos que se producían a su alrededor se intensificaron. A los gritos agónicos iniciales se sumaron unos alaridos horrorizados. El chirrido del metal contra el metal y el fragor de la batalla retumbaron a su alrededor. Malekith oyó un latido de corazón atronador y, con el rabillo del ojo, vio cuchillos rajando la carne y extremidades seccionadas de los cuerpos. El príncipe de Nagarythe siguió escuchándolo unos instantes, dejándose arrastrar lentamente por el seductor sonido hacía el altar, hasta que se quedó paralizado frente al arma sangrienta, exactamente igual que hiciera en otro tiempo su padre Aenarion.
Ante los ojos de Malekith resplandeció el objeto incrustado en la roca, sus contornos borrosos hacían pensar en una mezcla de hacha, espada y lanza, hasta que finalmente el brillo permitió verlo con nitidez: era una maza con incrustaciones de piedras preciosas. Malekith se sintió confuso, pero comprendió que no se trataba de un arma, si no más bien parecía un ornamentados cetros mando, parecido a los que solían portar los demás príncipes. Entonces, comprendió lo que significaba aquello: toda Ulthuan sería su arma. A diferencia de su padre, él no necesitaba una espada ni una lanza para batir a sus enemigos. Dispondría de los ejércitos de toda una nación para utilizarlos a su antojo. Si aceptaba el cetro que le ofrecía el Altar de Khaine, nadie podría hacerle frente.
El futuro se reveló ante Malekith como en una visión. Regresaría a Ulthuan e iría a Tor Anroc y echaría abajo las puertas del Rey Fénix. Entregaría el cuerpo de Bel Shanaar como ofrenda a Khaine y se convertiría en el rey indiscutible de los elfos. Reinaría para la eternidad como la sanguinaria mano derecha del Señor del Asesinato. La muerte acecharía oculta en su sombra mientras él arrasaba el imperio de los enanos, pues el poder de los elfos era tan grande que no necesitaba compartir el mundo con ninguna otra criatura. Los Hombres Bestia caerían pasados por las espadas de las nutridísimas huestes elfas, y los cuerpos de los orcos y los goblins empalados en largos mástiles flanquearían los caminos de su imperio a lo largo de cientos de kilómetros. Los toscos poblados de los humanos terminarían envueltos en llamas y sus habitantes asesinados. Incluso los Enanos también serían exterminados.
Los elfos conquistarían el mundo que se extendía ante sus ojos como una marea incontenible, hasta que Malekith gobernara un imperio que se extendiera por todo el globo y el humo de las hogueras para los sacrificios oscureciera la luz del sol. Malekith era transportado en un palanquín gigantesco construido con los huesos de sus enemigos derrotados mientras delante de él se derramaba un río de sangre.
Malekith rechazó todas esa visiones y apartó bruscamente la mirada del cetro, arrojándose de bruces contra el suelo pedregoso, donde permaneció largo rato, con los ojos apretados y el corazón golpeándole el pecho, respirando de manera entrecortada y con esfuerzo. Poco a poco, se tranquilizó, y finalmente, abrió un ojo. Todo parecía en orden. No había fuego ni sangre, sólo las rocas mudas y el silbido del viento. Los últimos rayos del sol tiñeron de color naranja el altar, y Malekith se levantó y salió arrastrando los pies del círculo formado por las piedras, sin atreverse a volver la mirada hacia el altar.
Consciente de que nunca encontraría a su padre, Malekith puso en orden sus sentidos como pudo y enfiló de vuelta hacia el barco, sin echar la mirada atrás en ningún momento, deseoso de marcharse de allí y continuar con su exploraciones.
Caledor I[]
Desde siempre, Malekith había ambicionado haber sucedido a su padre como Rey Fénix, y se confabuló con su madre para reclamar lo que consideraba que le pertenecía por derecho. Por toda Ulthuan surgieron sectas y cultos que desataron toda una crisis en los reinos que lo conformaban, y acusó a Bel Shanaar de ser un sectario e hizo que fuera asesinado. En el Templo de Asuryan intentó se coronado, pero ante la negativa de los príncipes, sus guerreros les atacandon, matando a la mayoría. Malekith se introdujo en la llama sagrada de Asuryan para ser bendecido, pero por sus crímenes fue castigado, acabando con el cuerpo totalmente carbonizado. Apenas vivo, sus servidores transportaron su cuerpo a Anlec, donde permaneció postrado durante años hasta que se construyo una armadura mágica que le permitió volver al combate, siendo conocido desde entonces como el Rey Brujo.
Los actos de Malekith desencadenaron la guerra civil conocida como La Secesión, que dividió a la raza de los elfos para siempre. Los príncipes superviviente eligieron al príncipe Imrik para que los liderasen en la contienda, siendo coronado como Rey Fénix bajo el nombre de Caledor I en honor a su abuelo, Caledor Domadragones, y siendo conocido como El Conquistador.
Caledor I lideró a los Altos Elfos contra los ahora conocidos como Elfos Oscuros del Rey Brujo. Aquella confrontación duró siglos, destrozando las tierras de Ulthuan. En su desesperación por obtener la victoria, Malekith y sus brujos trataron de deshacer el Gran Vórtice, pero fracasaron, desencadenando una serie de desastre naturales por toda Ulthuan que acabó con la vida de millares de Elfos. El propio Rey Brujo y sus hechiceros usaron los más poderosos conjuros para proteger sus fortalezas y mantenerlas a flote de la ola gigante que arrasó Nagarythe, huyendo hacia el oeste donde fundaron el reino de Naggaroth.
Pese al desastre, el conflicto entre los Asur y los Druchi estaba lejos de acabar. Al cabo de un siglo, empezó un largo período de guerra naval e incursiones en el Norte de Ulthuan. Los Elfos Oscuros intentaban reclamar lo que quedaba de sus antiguas posesiones, y los Altos Elfos intentaban evitado. Ningún bando tenía fuerzas suficientes para conseguir la victoria y la Isla Marchita, donde aún descansaba la Espada de Khaine, cambió de manos en numerosas ocasiones.
Finalmente, en el año 549 de su reinado (-2200 del C.I.), Caledor I dirigió personalmente la última expedición a la Isla Marchita. Luchando por sus tierras ancestrales, los Naggarothi estaban llenos de odio y crueldad, con lo que el avance de Caledor fue paralizado rápidamente. Sabiendo que una retirada daría a los Elfos Oscuros la oportunidad de contraatacar, Caledor siguió adelante, luchando por cada loma, valle e isla. Después de diez años de combates, los Elfos Oscuros fueron expulsados de la Isla Marchita, aunque a un coste tremendo.
El peor miedo de Malekith se confirmó cuando Caledor se dirigió al Altar de Khaine. El Rey Fénix se situó delante del altar y por un instante el arma le llamó. Bajo el aspecto de una lanza de caballería, la Matadioses le ofreció el poder suficiente para ganar aquella guerra y derrotar a sus enemigos de manera definitiva. Caledor estuvo pensativo durante unos momentos, con la cabeza inclinada. Resistiendo los susurros del Dios del Asesinato, al final simplemente dijo no y dejó la Espada de Khaine tranquila en su altar negro.
Caledor I moriría poco despues, durante en el viaje de regreso. Una furiosa tormenta invocada por Morathi separo su buque del resto de la flota, siendo atacado piratas Druchii. Sabiendo que estaba todo perdido, antes que ser capturado Caledor prefirió arrojarse al mar ataviado con toda su armadura, hundiéndose en sus aguas. De este modo acabó el reinado de Caledor el Conquistador, aunque su muerte no significó el fin de la guerra, ya que durante cinco mil años ni los sur ni los Druchii han conocido la paz.
Tethlis[]
Tethlis fue coronado Rey Fénix en el año -997 C.I. Antes de llegar al trono, había sido general de los ejércitos de Ulthuan durante el reinado de su predecesor, Caradryel el Pacificador, habiéndose enfrentado en numerosas ocasiones a los Elfos Oscuros pues hacia seis siglos que habían invadido de nuevo Ulthuan, reconquistando Nagarythe y la Isla Marchita.
Tethlis sentía un profundo odio hacia los Druchii, pues había perdido a su familia a causa de sus actos. Por ello, diez años después de ascender al trono, inició La Limpieza, una gran ofensiva hacia el norte que culminaría con la masacre de todos los Elfos Oscuros de Ulthuan. Tethlis fue un estratega tan brillante como despiadado e inmisericorde con sus enemigos. Bajo su mando, los ejércitos Asur no hacían prisioneros ni se escuchaban ruegos de misericordia. En poco siglos logró expulsar a los Elfos Oscuros de las costas de Ulthuan.
No contento con haber expulsado al Rey Brujo y sus ejércitos de Ulthuan, Tethlis continuó el avance hasta la Isla Marchita. En el año 303 de su reinado (-693 C.I.), tuvo lugar la Batalla de las Olas, donde la Armada Élfica derrotó a la flota de los Druchii, pudiendo desembarcar en la isla. Malekith trató de defender su último reducto en Ulthuan, pero al darse cuenta de que ni siquiera su atención personal conseguiría detener el avance vengativo de Tethlis, Malekith renunció a la Isla Marchita y huyó de allí y avisó a su flota para que regresase a Naggaroth..
Tras alzarse con una gran victoria, Tethlis insistió en un primer momento en que el ejército se dirigiese hacia Naggaroth, pese a las protestas de sus comandantes, pero a medida que el ejército avanzaba hacia el norte, el Rey Fénix se sintió irremediablemente atraído hacia el Altar de Khaine, muriendo en misteriosas circunstancias poco después.
Nadie en Ulthuan ni en Naggaroth sabe a ciencia cierta lo que le ocurrió cuando llegó hasta el altar, encontrándose los sabios divididos al respecto, por lo que existe un río de especulaciones acerca de las razones de su muerte. Muchos creen que Tethlis ordenó a su séquito y escolta que lo dejaran solo para contemplar la espada que tanto daño había hecho a su pueblo, momento que fue aprovechado por unos asesinos enviados por Malekith para matarlo.
Sin embargo, también circulan rumores de que los asesinos del Rey Brujo fueron eliminados por la escolta de Leones Blancos que guardaban a Tethlis, y que fueron ellos quienes los mataron. Tan grande era su determinación por acabar con aquella guerra como su odio hacia los Elfos Oscuros, que Tethlis decidió sacar la Espada de Khaine del altar. Tethlis empuñó el arma maldita, y cuando esta empezó a moverse bajo su mano y a liberarse, fue asesinado por uno de sus guardaespaldas, temeroso de que una acción que hubiera sumido a los Elfos en una nueva era de oscuridad y matanza equivalente a la de los tiempos de Aenarion.
Ya fuera por mano amiga o enemiga, Tethlis murió en el Altar de Khaine y con él también murió el ardor guerrero que quedaba en los Altos Elfos y su deseo de continuar la guerra.
Fuentes[]
- Ejércitos Warhammer: Altos Elfos (4ª Edición), págs. 12-13, 17-18, 28, 29-31, 82-86
- Ejércitos Warhammer: Altos Elfos (7ª Edición), págs. 16, 17, 22, 26, 36, 38, 39.
- Ejércitos Warhammer: Altos Elfos (8ª Edición), pág. 12.
- Ejércitos Warhammer: Elfos Oscuros (4ª Edición), págs. 7, 11-12.
- Ejércitos Warhammer: Elfos Oscuros (7ª Edición), págs. 8, 13, 16, 23, 28, 29.
- Ejércitos Warhammer: Elfos Oscuros (8ª Edición), págs. 16, 18, 21
- Saga La Secesión: Malekith, por Gav Thorpe.
- Cap. 1: El legado infringido.
- Cap. 10: La llamada de Khaine.
- Cap. 17: La marcha sobre Ealith.
- Cap. 21: La revelación de un destino.
- Glosario.
- Saga La Secesión: Aenarion, por Gav Thorpe.
- Saga de Tyrion y Teclis: La Sangre de Aenarion, por William King.
- Prólogo.