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Fin trans
El trasfondo de esta sección o artículo se basa en la campaña de El Fin de los Tiempos, que ha sustituido la línea argumental de La Tormenta del Caos.

El mundo se acaba, aunque pocos lo creen.

Los Dioses Oscuros, ya no contentos con jugar con el mundo mortal, han puesto en marcha sus planes para reclamarlo todo de una vez por todas. A medida que Morrslieb, la Luna del Caos, está cada vez más baja en los cielos, las hordas bárbaras del Elegido marchan sobre el Imperio. La antigua Ulthuan se ahoga en el fuego y la locura. Los bosques tiemblan ante los cascos en estampida de los astados. Los hombres-rata cesan su roer en las entrañas de la tierra, y salen en un enjambre lo suficientemente vasto como para devorar al mundo entero. En todas partes los muros de la civilización se estremecen, y comienzan a resquebrajarse.

Sin embargo, mientras los reinos del Viejo Mundo están pendientes de sus propias fronteras, un antiguo mal se unifica. Arkhan el Negro, el siervo más fiel del Gran Nigromante Nagash, ha trabajado mucho para restaurar a su oscuro amo. Estimando que el momento de la resurrección por fin ha llegado, forma causa común con el vampiro Mannfred von Carstein. Golpeando a las desprevenidas tierras de Sylvania, el profano dúo elabora un plan que va a ver Nagash caminar por el mundo una vez más. Pero estos son tiempos de traición, y la alianza entre Arkhan y Mannfred no es sino una más de las que se pondrá a prueba.

Los muertos se alzan.
Los reinos caen.
El caos reina.
Este es el Fin de los Tiempos.

El Principio del Fin[]

Las Hordas del Caos[]

Horda del caos por Mark Holmes

Las Hordas del Caos dirigiéndose hacia el sur.

El mundo estaba muriéndose, pero así había sido durante eones, desde la llegada de los Dioses del Caos.

Durante largos años más allá de los cómputos humanos, los dioses habían codiciado el mundo material, tratando de infectarlo con su locura. Habían enviado legiones demoníacas para conquistarlo por la fuerza, seduciendo mortales para su causa con palabras melosas y tentaciones de gloria. Incluso la materialidad del mundo mortal se deformaba bajo su influencia, su esencia mágica corrompiendo tierra y aire, hasta que ningún ser vivo escapase a su alcance.

En múltiples ocasiones los Dioses Oscuros habían penetrado la barrera entre ambos mundos, pero cada vez los héroes se habían alzado para enfrentarse a la locura. Mediante actos de valor y sacrificio, las legiones demoníacas habían sido devueltas a la blasfema dimensión de donde provenían, y aquellos mortales atrapados por las garras de los Dioses Oscuros habían sido destruidos o expulsados de la civilización. Por desgracia, se trataba de victorias efímeras, pues los dioses son eternos, y la fuerza de los mortales demasiado breve. Cada vez, el ciclo pronto comenzaba de nuevo, anunciado por un cometa de doble cola en los cielos del norte; cada vez la corrupción era más generalizada, y las matanzas más gloriosas. Cada vez los dioses retrocedían, al igual que la magia perdía fuerza según se reconstituía la barrera entre los mundos. Mas aquellas heridas nunca se cerraban del todo, y el mundo mortal nunca era verdaderamente libre de la magia de los dioses, ni de los conflictos inherentes a ella.

Con el paso de los milenios, grandes naciones se alzaron de entre los tumultos, bastiones de orden en un mundo inundado por el caos. Sin embargo, aunque esos reinos eran robustos por fuera, por dentro estaban vacíos, pues eran sustentados por odio y desconfianza; gobernados mediante el orgullo y el miedo. Tales emociones eran la comida y bebida de los dioses, que se daban un festín en la derrota casi tan ávidamente como lo hacían en la victoria. Sin advertirlo, los mortales ingeniaban su propia caída, pues incluso sus triunfos aceleraban su inevitable ruina.

Así, tan pronto como un cometa de doble cola era visto de nuevo en los cielos mortales, los Dioses Oscuros desataban su acumulado poderío una vez más. La barrera entre los mundos se fracturaba, y el reguero de la magia en el mundo se convertía en una inundación.

Tormentas de turbio y crudo Caos se precipitaban por el mundo mortal, azotando las tierras con furia arcana. La sangre caía como si fuera lluvia, hirviendo y abrasando allá donde tocaba carne viviente. Los cielos y los campos ardían con fuegos multicolores mientras las nubes y estrellas se retorcían en caras lascivas que contemplaban la destrucción. Orgullosas ciudades con centenares de años a sus espaldas se veían reducidas a ruinas hediondas, pues las aguas que les proporcionaban vida se volvían negras y nocivas. Por todas partes, los mortales se veían poseídos por deseos egoístas e impulsos desenfrenados, lanzándose a cometer los actos más obscenos y blasfemos.

Las tormentas se propagaron rápidamente, pues ni montañas ni océanos podían detener su avance. Desde esos remolinos marchaban las legiones demoníacas, desatadas una vez más para llevar a cabo la venganza de sus maestros contra el mundo. Mientras los Demonios de Khorne causaban una sangrienta carnicería, los emisarios de Tzeentch se aprovechaban de una red de intrigas que llevaba tejiéndose miles de años, divirtiéndose mientras los mortales bailaban, según los hilos se movían y desenredaban. Las plagas de Nurgle florecían y se propagaban, abocando a los mortales a muertes febriles, e incluso se rumoreaba que el Amo de la Plaga había dispuesto la creación de una pestilencia que ensombrecería a todas las precedentes. ¿Y las doncellas de Slaanesh? También ellas actuaban de acuerdo a su naturaleza, otorgando a los mortales gozos tan raros y exquisitos que la muerte rápidamente les concedían a continuación, suponía a la vez el más bondadoso y cruel de los actos.

Por todo el mundo, los mortales rezaban con un fervor que nunca antes habían conocido. Algunos rezaban a los Dioses Oscuros, entregando así sus almas a la oscuridad. Otros rezaban a sus propias deidades sagradas, y caminaban con esperanza y decepción por los últimos y efímeros días, pues los otros dioses se habían desvanecido con el auge de los Dioses del Caos. En toda ciudad, en todas las tierras, videntes, locos y profetas hablaban del Fin de los Tiempos, de cómo se aproximaba la ardiente condenación del mundo. Incluso los más valientes sintieron un escalofrío de miedo al oír cómo se pronunciaban aquellas palabras, y esperaron que los presagios resultaran ser falsos.

La discordia estalló entre las filas blasfemas, pues los demonios de los diferentes dioses tenían un carácter tan distinto como las deidades que los habían engendrado. En muchos lugares, los demonios se olvidaron completamente de los mortales, volviéndose unos contra los otros y transformando grandes extensiones del mundo en campos de batalla infernales donde por fin se resarcieron desaires e insultos milenarios. Esto no importó a los dioses, pues vastos eran sus apetitos y simples sus paladares. Conflicto era conflicto, y no importaba de qué campos se recogiesen las cosechas de sufrimiento. Los dioses absorbieron el embriagador brebaje que sus esbirros habían creado, y se volvieron más fuertes al probarlo. Y según aumentaba el poderío de los dioses, igualmente se incrementaban las aflicciones desatadas sobre el mundo.

Sin embargo, la victoria seguía resultando elusiva a los dioses, pues aunque las corrientes del Caos estaban creciendo, no se encontraban aún a su altura máxima. Muchas tormentas de magia se disiparon tan rápidamente como habían estallado, expulsando a los demonios una vez más de vuelta a su lejana dimensión. El enclave de Karak-Izor fue asaltado y azotado por una de esas tempestades, encontrándose sus defensores abrumados por tal legión de Demonios sedientos de sangre que continuaron luchando por mera insumisión, sin esperanzas de victoria. Entonces, sin aviso previo, la tormenta se dispersó entre los vientos, dando paso en un instante al cielo azul. Los perplejos Enanos, con sus mallas hechas trizas y sus escudos abollados, se quedaron asombrados, no sabiendo si mantener sus muros de escudos o enterrar a sus muertos. En otro lugar, las aguas del río Aver se convirtieron en sangre y engendraron a una horda babeante que arrasó todo pueblo y aldea ubicados en sus orillas. Únicamente Averheim sobrevivió al ataque, y tan sólo porque los demonios se desvanecieron apenas instantes antes de alcanzar sus murallas.

Por desgracia, el sufrimiento apenas concluyó con la desaparición de los demonios. Cuando el Rey de los Gusanos, Epidemius, llevó su Festival de la Enfermedad a Middenheim, las víctimas cubiertas de pústulas fueron enviadas a las hogueras después de que el ejército envuelto en moscas hubiese abandonado las calles abarrotadas. Incluso después de que las espeluznantes llamas dejasen de retorcerse sobre Tor Achare, demonios cacareantes atormentaron las pesadillas de todos aquellos que dormían dentro de los límites de la ciudad, y muchos de tales soñadores nunca despertaron, habiendo sido sus almas robadas de sus cuerpos dormidos. En Tilea, la ciudad de Trantio se vio envuelta, durante tres días y tres noches, en un remolino de perfumadas tinieblas. No quedaban dos piedras juntas cuando se disipó la tormenta; la destrucción desatada por los demonios fue tan completa que no sobrevivió ni un sólo edificio, y todas las almas atrapadas en su interior servían ahora, de formas tan horribles como diversas, ante el trono sedoso de Slaanesh.

En muchos lugares, las brechas entre los mundos eran más grandes y estables, y allí fue donde se lucharon las batallas más sangrientas de aquellos días. En Lustria, se desgarró de nuevo la gran grieta en el corazón de Xahutec. Si bien los Hombres Lagarto se habían preparado durante largo tiempo para aquel momento, y habían rodeado las ancestrales ruinas con incontables tropas y barreras mágicas, la acometida sólo pudo ser contenida, no derrotada. A medida que se iban sucediendo días de combates implacables, las cohortes de Saurios se vieron gradualmente obligadas a retroceder. En Ulthuan, Yvresse fue completamente invadida cuando el demonio N'Kari dirigió a sus legiones desde las nieblas encantadas para hacer sufrir una vez más a los Altos Elfos. En Athel Loren, las Cámaras del Invierno estallaron en pedazos, arrojando legiones de Demonios a los claros de Ramal de Estío.

Pero ni todas esas incursiones podían compararse con lo que ocurrió en el polo norte del mundo, en el lugar de la mayor grieta entre el mundo mortal y el mundo inmortal. Allí, las legiones demoníacas se congregaron en cantidades más allá de toda medida, organizándose en cuatro grandes ejércitos de condenación, reunidos ante los más exaltados sirvientes de los Dioses del Caos. La invasión era de una magnitud como no se veía desde hacía miles de años; el principio del fin, una declaración de la muerte del mundo. Uno a uno, los cuatro demonios exaltados hincaron la rodilla en señal de lealtad; no a un dios, o a otro demonio, sino a un hombre mortal, un traidor a su raza elegido por los Dioses Oscuros para ser su agente de aniquilación. En virtud de los actos que realizaría, así lo habían nombrado los dioses. Era Archaón el Elegido, Señor del Fin de los Tiempos, y el momento de su gloria se acercaba rápidamente.

La llegada de los demonios anunciaba tiempos de oscuro regocijo para los bárbaros de los Desiertos del Caos. Durante largos meses, los chamanes y videntes de las tribus del norte habían leído señales de gloria en las estrellas y presagios en los vientos cambiantes. La luna negra aparecía más grande en los cielos cada día, llamas verdes desatándose sobre su superficie y precipitándose al vacío, recibiendo las tribus oleadas de bendiciones oscuras con cada llamarada. Un cometa de doble cola resplandecía en el cielo, y su llegada marcaba la bóveda celeste con destellos de fuego brillante.

Corrió la noticia de que Archaón había finalmente ascendido a su trono de latón y hueso, colocada la Corona de Dominación sobre la frente del Elegido por el impío Be'lakor, el Primer Maldito. Archaón era el auténtico Señor del Fin de los Tiempos, el más grande a los ojos de los Dioses del Caos, y su arma contra el mundo. Tal era la gloria del Elegido, o al menos así se decía, que incluso los siervos inmortales de los dioses le rendían lealtad. No todos creían que los demonios tuviesen intención de mantenerse verdaderamente fieles al Elegido, pues las leyendas de las tierras del norte estaban repletas de historias donde tales criaturas obedecían sólo cuando convenía a sus propios intereses, pero apenas importaba. Habría oportunidades para los fuertes, los astutos y los devotos de ganar el favor de los dioses.

Un sinnúmero de tribus fueron atraídas hacia el Norte, a la Ciudad Inevitable, impulsados sus caudillos por la ambición de arrodillarse ante el siniestro trono de Archaón. Mientras caía cada noche y la luna negra resplandecía en las alturas, tambores resonaban entre la oscuridad. Al sur llegaban los ecos de cánticos salvajes a través del yermo, alzándose miles de voces en un clamor gutural. Todos los que oían aquella plegaria ancestral sentían algo imposiblemente viejo y hambriento agitarse en sus almas. Lunáticos, videntes y vagabundos tocados por el demonio se vieron dirigidos hacia el Norte por una compulsión desconocida, o bien por susurros insidiosos que resonaban en el interior de sus mentes.

A medida que los vientos arrastraban el canto fúnebre hacia el sur, a través del Viejo Mundo, incluso almas impolutas que nunca habían oído la llamada de los poderes oscuros sintieron ahora su convocatoria. Unos pocos, demasiado pocos, resistieron, aferrándose a la fuerza de dioses decadentes para preservar su frágil cordura. Otros se volvieron locos, sacándose los ojos para no tener así que presenciar visiones no deseadas, o cortando sus propias lenguas para no pronunciar verdades blasfemas. Otros dieron la bienvenida a los cambios que se avecinaban, sintiendo finalmente la satisfacción de una necesidad que nunca antes habían percibido.

En Bretonia, en la gran catedral de Gisoreux, un obispo se sintió repentinamente impulsado a untar la Fuente de la Dama con las secreciones de sus propias llagas ennegrecidas. Mientras la infección se extendía entre los peregrinos que bebían del agua, él se reía escandalosamente, produciendo un terrible sonido ahogado en sangre que sólo terminó cuando sus pulmones se derrumbaron bajo el peso de los gusanos que se retorcían en su interior.

En Altdorf, una Hermana de Shallya finalizó sus oraciones matutinas, tomó un cuchillo de trinchar del comedor y masacró a todas aquellas con quienes había vivido y rendido culto durante dos décadas. Cuando la guardia de la ciudad consiguió entrar en el templo un día después, se la encontraron sentada entre cuerpos ensangrentados y a medio devorar. El capitán de la guardia cometió el error de pensar que estaba catatónica; pronto su garganta estaba desgarrada y ella tenía una espada además de un cuchillo. Así comenzó un reguero de matanza que se extendió hasta los límites del Territorio Troll, y terminó finalmente con una andanada de balas en algún lugar de la carretera entre Nordvast y Streckheim.

Por todo el Viejo Mundo, los soldados se volvían contra sus camaradas antes de escapar a bosques llenos de Hombres Bestia, o a los Desiertos del Caos del Norte, desprendiéndose sus cuerpos y mentes de la humanidad que les quedaba con cada paso que daban.

Hora tras hora, día tras día, el ejército de Archaón crecía, inflando su número con traidores y dementes procedentes del sur. Mas el Elegido no iniciaba aún la marcha. Muchos caudillos se sentían inquietos. La inactividad los irritaba, y deseaban alzar sus hachas contra las débiles naciones del mundo. Algunos lucharon entre ellos, pero otros dirigieron a sus tribus hacia el sur en busca de pillaje y victoria.

A Archaón no le preocupaba. La horda no podía ser controlada, eso lo sabía perfectamente, pero no importaba. El Ojo de Sheerian le había concedido una visión del futuro: un mundo envuelto en llamas, donde la civilización se había derrumbado y todas las voces exultaban la gloria de los Dioses del Caos. Ese futuro no llegaría mediante una guerra como las que el mundo civilizado había conocido hasta ahora; aquella sería una guerra sin fin. El Reino del Caos estaba extendiéndose, y aquellos que no fueran barridos por su acometida se ahogarían tan pronto como las aguas oscuras cubrieran sus cabezas. Que otros fuesen los primeros en romper contra la orilla, gastando sus fuerzas antes de que llegase el oleaje completo de la marea. Que los débiles e inútiles desapareciesen, que los imprudentes y ansiosos de gloria se hiciesen pedazos contra defensas preparadas desde hacía tiempo; aquello no tendría consecuencias. Los que sobrevivieran se volverían más fuertes por la experiencia; los que pereciesen llevarían gloria a los dioses con sus muertes. Pronto los Espadas del Caos alzarían el estandarte de Archaón, y la mayor horda jamás vista marcharía para acabar con la historia.

El Fin de los Tiempos se desató sobre el mundo, y el momento de Archaón se acercaba.

Los Elfos Oscuros[]

Como en otros lugares, los norteños se desparramaron en dirección sur, a través del Glaciar Hierro Congelado, hacia Naggaroth. Sus negros estandartes contrastaban con el cielo cargado de tormentas; los pasos de sus pies envueltos en hierro parecían el retumbar del trueno en tierras lejanas. Esta era la Horda Sanguinaria, y Valkia su terrorífica señora. Había oído la voz de Khorne bramando por entre los cielos atronadores, y ahora dirigía a sus seguidores hacia el sur para tomar cráneos en su nombre. A la Reina de la Sangre no le importaba la estrategia de Archaón; ella solo sabía que Khorne exigía sangre, y así resolvió saciar su monstruosa sed.

Si bien la horda marchaba entre violentos alaridos y el estruendo de los tambores, increíblemente los Naggarothi fueron tomados por sorpresa. Demasiado tiempo habían dependido de las hechiceras de Ghrond para alertar de tales peligros, pero la Torre de la Profecía permaneció silenciosa tras un escudo de brujería. Patrullas fronterizas con ropajes del color de los cuervos huyeron ante el avance de los norteños, dirigiendo sus rápidos corceles al sur, hacia la seguridad de las torres de vigilancia. Uno a uno, los jinetes oscuros fueron alcanzados por demonios aullantes y arrancados de sus caballos. Sólo unos pocos alcanzaron la torre de Volroth, donde perecieron a causa de sus heridas.

Sin embargo, al fin se había efectuado el aviso, transmitido de torre a torre hasta alcanzar Naggarond. Ebnir Despelleja Almas, el general de más confianza del Rey Brujo, cabalgó hasta Volroth con las fuerzas que pudo reunir, pero se topó con que la fortaleza ya había caído. Los antaño orgullosos muros de obsidiana habían sido demolidos por las rugientes criaturas-engendro de los Desiertos del Caos; todo lo que quedaba de una guarnición de en torno a ochenta mil eran imponentes cúmulos de cráneos ensangrentados. Despelleja Almas lanzó a su ejército a masacrar a aquellos invasores que se habían demorado entre las derruidas agujas de Volroth, pero el grueso de la Horda Sanguinaria ya se había internado más allá de la línea de torres de vigilancia.

La invasión de los norteños se fue dividiendo a medida que avanzaba más hacia el sur, pues los distintos caudillos tribales abandonaban el camino de Valkia para tomar cráneos por su cuenta. La Reina de la Sangre permaneció fiel a su rumbo, barriendo a las huestes Naggarothi organizadas contra ella, y puso la siniestra Naggarond bajo asedio. Otras partidas de guerra viajaron al este para asaltar Har Ganeth, y allí se vieron abrumadas por guerreros cuya sed de matanza eclipsaba incluso a la suya. Algunos caudillos se dirigieron hacia el sur, solo para toparse con las despiadadas legiones de Hag Graef. Malus Darkblade demostró su valía como inspirado líder guerrero en esas semanas, enterrando la Carretera Oscura con los cadáveres de los caídos. Sin embargo, el Señor de Hag Graef tan sólo procuraba prevenir que los norteños asaltasen su ciudad; no le importaba que Naggarond cayera, siempre y cuando Malekith cayera con ella. Pero de Malekith no había noticia alguna.

Fue Kouran Manoscura, fiel señor de la Guardia Negra, quien lideró la defensa de Naggarond. Hasta en dos ocasiones se enfrentó a Valkia en combate singular mientras su ejército asaltaba las murallas, y ambas veces el duelo terminó en tablas cuando el devenir de la batalla los terminó separando. Por desgracia, si bien Kouran era un soldado leal y habilidoso, carecía de la chispa de brillantez necesaria para romper el asedio. Mientras el conflicto se alargaba, los señores y damas del Consejo Negro se debatían entre sus deseos. Por mucho que desearan el regreso del Rey Brujo, para que este castigase a los norteños por su impertinencia, también temían la cólera de Malekith en cuanto viese el estado de su reino. Al fin, tras tres meses de sitio, el Rey Brujo regresó. No pronunció palabra sobre dónde había estado, y nadie se atrevió a preguntar, como tampoco nadie se atrevió a preguntar de quién era la sangre seca que formaba una gruesa costra sobre sus guanteletes. Algunos decían que había viajado a través del Reino del Caos, otros que había hollado la penumbra del Mirai, pero nadie podía asegurar nada.

Inicialmente, Malekith estaba de buen humor, aunque eso se disipó como sangre en el frío océano tan pronto como su consejo le informó de los males del reino. Durante largo tiempo el Rey Brujo había planeado comenzar un nuevo ataque contra la odiada Ulthuan, pero semejante empresa era imposible mientras Naggaroth se encontrase invadida. Llamando a su lado al dragón Seraphon, Malekith expulsó a la Horda Sanguinaria de los muros de Naggaroth, y ordenó el regreso de todas las fuerzas Naggarothi destinadas a Ulthuan. La venganza ancestral tendría que esperar a que aquellos invasores advenedizos hubiesen aprendido lo insensato de sus actos.

Los Altos Elfos[]

Altos elfos volando sobre tormenta

Tormenta del Caos desatada sobre Ulthuan

En Ulthuan, la tregua de los ataques Naggarothi no pasó desapercibida. En áreas costeras que apenas habían conocido la paz en los siglos precedentes, pasaron semanas sin el avistamiento de una vela negra en el horizonte, e incluso en las Tierras Sombrías, devastadas por la guerra, el amargo conflicto entre las divididas casas de Nagarythe se calmó durante un tiempo.

Por desgracia, los Altos Elfos apenas tuvieron ocasión de relajarse en esa calma inesperada, pues el creciente poder del Caos pronto se hizo presente en los Diez Reinos. En una noche desgarrada por relámpagos escarlata, las nubes sobre las Montañas Annulii descendieron, fluyendo una oleada de magia salvaje a su paso. Allá donde tocaban las nieblas, seguía la locura. Los árboles se retorcieron en formas viles, y rugieron en un lenguaje que ya era viejo cuando el mundo era joven. Las criaturas de las soleadas praderas huyeron ante el avance de la magia, o bien mutaron en nuevas y terribles formas. Los espíritus de los ríos y las colinas chillaron de agonía mientras el poder del Caos los atravesaba, y entonces estallaron en risas histriónicas a medida que sus rotas mentes alcanzaban la gloria en cuerpos rehechos. De todas las criaturas de Ulthuan, sólo los Elfos permanecieron inalterados. Habían resistido la influencia del Caos durante milenios, y no sucumbirían ahora, ni entregarían voluntariamente su amada tierra natal.

Allá donde fluía la magia, los límites de la realidad se volvían finos, y los Demonios se derramaban por las grietas. En Saphery, las costas del Mar de los Sueños adquirían vida con tentáculos que se retorcían. Los bosques de Cracia ardían según las huestes de Tzeentch prendían fuegos de disformidad sin otro motivo que regocijarse en la destrucción. Los ríos de Cothique y Ellyrion fluían espesos con cieno supurante en tanto que los emisarios del Gran Padre Nurgle fermentaban la infección en sus cabeceras. Aullantes huestes de Desangradores asolaban las tierras élficas centrales, pasando pueblos enteros por la espada y tomando los cráneos de los muertos para sus maestros oscuros. Las grandes ciudades de Elisia y Tor Dynal fueron invadidas por las aullantes hordas; las murallas de Tor Achare, la Torre de Hoeth e incontables otras ciudades-fortaleza fueron puestas bajo asedio.

Aquí y allá, los Elfos tuvieron éxito en rechazar la oleada de corrupción. Se alzaron estandartes por los Diez Reinos, y los ejércitos marcharon para oponerse al asalto demoníaco. Protegidos de las malignas intenciones de los demonios por el acero de los maestros de la espada de Saphery, los magos Elfos se nutrieron de cada pizca de saber mágico, y dispersaron la descontrolada magia en el Gran Vórtice. Se trató de un trabajo peligroso, y no pocos magos perdieron su cordura en el esfuerzo, sus mentes llevadas más allá del precipicio de la razón por susurros demoníacos. Sólo en Yvresse consiguieron la lanza y el arco contener la marea por su propia cuenta, pues los habitantes de aquellas tierras brumosas se habían enfrentado durante largo tiempo a amenazas semejantes.

Ahora, más que nunca, los Elfos de Ulthuan esperaban ser dirigidos por el Rey Fénix, pero Finubar no aparecía por ninguna parte. La versión oficial de la Corte del Fénix era que se había encerrado en la Torre Resplandeciente y, con la soledad como única compañera, había proyectado su mente sobre los vientos de la magia para adivinar la causa del desastre que se estaba desencadenando. Al principio, esto fue suficiente para calmar los murmullos dentro y fuera de la corte. Sin embargo, según pasaba el tiempo y la situación se volvía aún más grave, el descontento comenzó a extenderse por los salones nobles de Ulthuan.

Con Finubar aislado del mundo, la tarea del liderazgo recayó ahora sobre los más grandes héroes de los Diez Reinos. Sin embargo, muchos de ellos se encontraban aún allende los mares, retornando de un fallido intento de rescate. Aliathra, la hija primogénita de la Reina Eterna, y por tanto destinada a convertirse un día en la propia Reina Eterna, había sido capturada por el vampiro Mannfred von Carstein. Tyrion y Teclis, los herederos de Aenarion, habían liderado la expedición a Nagashizzar, pero el malvado se había escabullido con la Niña Eterna en el preciso instante de su derrota.

Otros dieron un paso adelante para soportar la carga. Imrik de Caledor, el último de aquella regia línea de sangre, luchó sin descanso en numerosas tierras que no eran las suyas, al igual que Morvai de Tiranoc y Caradryel de Eataine. Pero no era suficiente. Poco a poco, los Elfos perdían el control de sus tierras ancestrales. Cracia y Cothique estaban prácticamente invadidas, y parecía seguro que Ellyrion y Avelorn serían las siguientes. La esperanza se desvanecía. No sólo el Rey Fénix estaba desaparecido, sino que la Reina Eterna, advertida por una intuición maternal de que el terrible destino de Aliathra no había sido evitado, había abandonado su querida Avelorn, retirándose al Valle de Gaen.

Finalmente, fue Imrik de Caledor quien pronunció las palabras que muchos pensaban. El principal deber del Rey Fénix era defender su reino, afirmó Imrik, no jugar a las profecías mientras los Diez Reinos ardían. Según Imrik, por su inacción Finubar había renunciado a su derecho a la Corona del Fénix. Si el Navegante no iba a ser un líder, entonces otro debía asumir su posición.

Altos elfos contra demonios de khorne

La Guerra de Recuperación

Muchos de los allí reunidos sabían lo que pensaba Imrik. Durante largo tiempo había existido una rivalidad entre los reinos de Lothern y Caledor, y el Príncipe Dragón apenas había ocultado sus ambiciones. Ninguno de los señores presentes en aquella cámara cuestionaba el hecho de que Imrik quería la Corona del Fénix para sí mismo, mas ni siquiera su más ardoroso oponente podía negar la verdad de sus palabras. Ulthuan necesitaba liderazgo si quería sobrevivir. A medida que pasaban los días y las puertas de la torre de Finubar permanecían cerradas, más y más señores de Ulthuan alzaron sus voces en apoyo de Imrik.

Así fue que, cuando Tyrion y Teclis regresaron derrotados, se encontraron con una tierra invadida y un concilio dividido. Teclis se sintió horrorizado. Percibió con rapidez que las motivaciones de Imrik eran mayormente honorables, pero también contempló la división que había provocado el Príncipe Dragón. Aunque no fuera un adepto estratega, resultaba obvio para Teclis que se estaban luchando muchas batallas no para obtener una ventaja marcial, sino para promover la causa de Imrik. Aquellos que apoyaban al Príncipe Dragón podían contar con todo el poderío de los ejércitos de Caledor; aquellos que se oponían a él debían defenderse por sí mismos.

Considerando que no había otra opción, Teclis se decidió a atravesar las barreras mágicas alrededor de la Torre Resplandeciente. Entrometerse en el santuario privado del Rey Fénix iba en contra de toda tradición, y Teclis fue precavido con sus intenciones. Tres días necesitó el mago para preparar un conjuro que pudiese derrotar a las barreras de Finubar, y otro día más para llevarlo a cabo. Cuando el hechizo estuvo finalmente completo, las protecciones se desvanecieron el tiempo necesario para que Teclis pudiese acceder a la habitación. Al regresar en la medianoche del mismo día, estaba más pálido incluso que de costumbre.

Tyrion se había pasado los días desde su regreso a Ulthuan preparando otra expedición para rescatar a Aliathra. Había prestado poca atención a los horrores que envolvían a Ulthuan, y ninguna a las crecientes divisiones políticas. Así, cuando llegó Teclis y suplicó a Tyrion que tomase el mando de los ejércitos de Ulthuan, el príncipe no se mostró nada receptivo a la idea. Dividido entre los dictados de su corazón y su deber, Tyrion viajó hacia el norte, al Templo de Asuryan, con la intención de buscar el consejo del Creador. Con él se llevó únicamente a dos compañeros: Eltharion de Yvresse y la Princesa Eldyra de Tiranoc, sombrío uno como el invierno de Naggaroth, indomable la otra como el viento. Aquellos dos eran los confidentes en quienes más confiaba, y los únicos elfos además de su hermano con quienes había compartido la verdad en lo concerniente a Aliathra.

Cuando los tres viajeros se aproximaban ya a su destino, descubrieron que la calzada estaba bloqueada por las apretadas filas de la Guardia del Fénix. Semejaba que el santuario entero se había vaciado, pues a lo largo y ancho de la calzada resplandecían armaduras brillantes y capas relucientes. No permitirían el paso a Tyrion, mas se mantuvieron hombro con hombro mientras se acercaban los viajeros. Tirando de las riendas de Malhandir, Tyrion exigió saber el motivo de aquella demostración. En un primer momento, no hubo respuesta. Y entonces, al unísono, diez mil rodillas fueron hincadas y diez mil hojas inclinadas en señal de lealtad.

Eltharion advirtió a Tyrion que aquella era la señal que había estado buscando, y sugirió al príncipe que permaneciese en Ulthuan para comandar la defensa del reino; Eldyra y él liderarían un ejército para rescatar a Aliathra de las garras de los no muertos, o morir en el intento. Tyrion contempló durante largo tiempo los ojos sombríos de Eltharion antes de asentir y partir de vuelta a Lothern.

Tyrion regresó al Concilio del Fénix en el momento culminante de uno de los discursos de Imrik. Entró en la estancia completamente armado, e invitó a todos los señores allí presentes a dejar a un lado sus diferencias y reunir a sus fuerzas para la defensa de los Diez Reinos. Declaró que, si alguno deseaba continuar riñendo, entonces con suma felicidad resolvería tales discusiones con el agudo filo de Colmillo Solar.

Todos los presentes se sintieron avergonzados por las palabras de Tyrion, o se acobardaron ante su porte; todos menos Imrik, que se puso de pie y exigió saber bajo qué autoridad se atrevía Tyrion a hablar de aquella manera. El heredero de Aenarion sonrió sin humor, y comunicó al Príncipe Dragón ser el heraldo de Asuryan y del Rey Fénix, quien era el sirviente mortal del Creador - bajo tal autoridad no había nada a lo que no se atreviera. Una rabia fría descendió sobre el corazón de Imrik. Declarando que Caledor lucharía solo, se precipitó fuera de la estancia y abandonó para siempre su sueño de reclamar la Corona del Fénix.

Poco después, una gran hueste marchó desde Lothern, con Tyrion y la Guardia del Fénix a la cabeza. Con ellos cabalgaron los señores y guerreros de nueve reinos. Imrik mantuvo obstinadamente su promesa, y se negó a cooperar en la defensa de ningún reino salvo Caledor. Pese a todo, cuando la hueste de Tyrion partió, lo hizo con renovadas esperanzas. Los elfos avanzaron hacia el norte, a lo largo de las cosas de Eataine y Saphery, entrando entonces en Yvresse y Avelorn. Hicieron retroceder a los demonios de vuelta a su repulsiva dimensión, y Teclis empleó hechizos antiguos para detener el avance de las brumas. Tyrion luchaba con un fervor que la mayoría atribuían bien a su línea de sangre, bien a las bendiciones de los dioses. Tan sólo Teclis, que combatía siempre junto a su hermano, sabía que la determinación de Tyrion no procedía de recursos sobrenaturales, sino de la frustración que le producía su deber de luchar por su patria mientras Aliathra languidecía entre las garras de Mannfred.

Un segundo ejército, más pequeño, liderado por Eltharion y Eldyra, zarpó hacia el este unos pocos días después de que el ejército de Tyrion se hubiese puesto en marcha. No se hacían ilusiones sobre los peligros que se avecinaban. Belannaer, Señor del Saber de Hoeth, viajó con la flota, encargando a Finreir la tarea de guiar a los magos de Saphery en su lugar; podía escuchar la voz de la Niña Eterna en el viento, y había determinado que Aliathra se encontraba ahora cautiva en la región que los hombres conocían como Sylvania, tierra de los Condes Vampiro. Resultaba ya obvio que el rapto de Aliathra formaba parte de algún oscuro plan, y Belannaer aconsejó a Eltharion buscar la ayuda de las otras naciones del Viejo Mundo. Eltharion se resistió al principio, pues aborrecía la idea de colocar el destino de Aliathra en manos de hombres y enanos, mas terminó cediendo. Las fuerzas de la oscuridad y la destrucción estaban en movimiento, aquello era evidente. Juzgó que sería mejor que Ulthuan se aliara con primitivos dispuestos a que se mantuviera sola en la derrota. Tragándose el orgullo que le quedaba, Eltharion ordenó a los barcos de su flota dirigirse hacia el Este, al Imperio de Sigmar.

El Imperio[]

Flagelantes en la calle

Flagelantes proclamando el Fin de los Tiempos

Corrían malos tiempos en el Imperio, y no paraban de empeorar.

Los presagios no habían pasado desapercibidos en la tierra de Sigmar, aunque pocos se daban cuenta de los tiempos siniestros que se avecinaban. Muchos contemplaban el cometa de doble cola y sólo veían esperanza, un resurgimiento o, quizás, el retorno de su dios-guerrero ancestral. Y entonces los cielos resplandecieron con fuegos multicolores, y los sacerdotes recordaron a sus feligreses que Sigmar había venido cuando la humanidad atravesaba su época de necesidad más oscura, y advirtieron que un momento semejante podía estar próximo una vez más. Y así sucedió.

Mientras el cometa brillaba con más y más fuerza, el Drakwald hervía de rumores sobre una criatura a quien los plebeyos denominaban Malagor. Durante siglos se habían escuchado cuentos de aquel Hombre Bestia alado, historias de aldeas malditas y cosechas arruinadas por la llegada de aquel a quien llamaban el Presagio Oscuro. Aquellas historias siempre habían sido desdeñadas como bobadas supersticiosas por los hombres cultos de las ciudades, pero ahora Gregor Martak, patriarca del Colegio Ámbar, afirmaba haber avistado a la criatura entre las ruinas de una pequeña aldea cerca de Middenheim, y los negacionistas se habían quedado repentinamente en silencio. Por el día, viajeros, caravanas y patrullas se desvanecían de los caminos del Drakwald. Por la noche, los plebeyos se acurrucaban tras puertas y ventanas tapiadas, rezando a Taal para que los protegiese de las bestias que aullaban más allá de la empalizada.

El cometa aceleró, pasando junto a la expectante Morrslieb, y se dispararon los casos de mutaciones, no solo en los miserables arrabales de la ciudades, sino también entre las clases adineradas. Algunos de los afligidos escuchaban cánticos oscuros entre los vientos. Abandonando sus vidas, viajaban al norte, atraídos por una creciente oscuridad en sus corazones y en sus mentes. Las enfermedades también se habían multiplicado, sobre todo en Altdorf, donde las Hermanas de Shallya tristemente declararon que la plaga era inmune a sus plegarias. En su creencia de que la epidemia era obra de hombres malvados, y no de la voluntad de dioses crueles, el Archilector Kaslain dirigió una expedición a las ruinas unberógenas enterradas profundamente bajo la ciudad, pero nada encontró en aquellos túneles salvo ratas y la sensación de estar siendo observado en todo momento por ojos burlones.

En respuesta a las enfermedades de mente y cuerpo, mercaderes sin escrúpulos amasaron fortunas en coronas de oro, vendiendo tinturas y elixires que concedían inmunidad contra los estigmas del Caos. Apenas funcionaron tales paliativos, pues la mayoría eran meras aguas coloreadas o incluso destilados de veneno. Nada de esto importaba a sus vendedores, que invariablemente ya se habrían desplazado al mercado siguiente cuando se descubriese su engaño. Sin embargo, no todos escaparon. En Middenheim, el Conde Elector Boris Todbringer colgó a uno de esos mercaderes de las murallas de la ciudad después de perder a un sobrino por culpa de una letal infusión de matabrujas y lazo de muelle. El comercio de elixires en Middenheim se vio significativamente disminuido desde aquello, pero continuó floreciendo en otros lugares del Imperio.

Alabarderos imperiales contra hombres bestia

El Imperio enfrentándose al aumento de Hombres Bestia

Los curanderos ambulantes no fueron los únicos en sacar tajada de aquellos tiempos trágicos. Agoreros y sacerdotes fanáticos vieron cómo aumentaba su número de feligreses en tanto los presagios se hacían más frecuentes y malignos. A medida que se incrementaba el número de flagelantes, estos se iban volviendo más violentos. Cuando el cometa de doble cola pasó junto a la noble Mannslieb, tropas estatales fueron movilizadas en varias ciudades para asistir a los guardias en la contención de las multitudes aullantes. En Nuln, ni siquiera esto fue suficiente. La ciudad se vio abrumada por fanáticos hasta tal punto que la nobleza apenas se atrevía a aventurarse más allá de las puertas de sus propiedades. Resultó evidente que las paredes no eran obstáculo para la turba, y las mansiones pronto fueron saqueadas. Se encendieron hogueras en las esquinas de las calles, alimentadas con las posesiones de los ricos. Algunos nobles fueron encarcelados; otros, ejecutados en público. La Condesa von Liebwitz habría terminado en la hoguera por bruja y adúltera de no haber sido por un retirado capitán de la guardia del puerto. Tras reunir a una desesperada banda de guardias y milicianos, dicho capitán rescató a la condesa de las llamas, tomó el barrio viejo de la ciudad y resistió el tiempo suficiente hasta que los Caballeros del Grifo y refuerzos de Reikland sofocaron los disturbios.

Cuando el cometa de doble cola hubo pasado junto a la constelación de Kerr, el Matador de Malvados, Mannfred von Carstein independizó Sylvania del control imperial, y cubrió la provincia con una oscuridad impenetrable. Volkmar, el Gran Teogonista del Culto de Sigmar, se vio poseído por una indignación virtuosa; desdeñando las sugerencias de cautela, marchó directamente a Sylvania para enfrentarse al vampiro.

Y no regresó. Aún peor, la frontera de Sylvania fue pronto fortificada por imponentes murallas de hueso, y aquellos cazadores de brujas que consiguieron escapar de la tierra maldita hablaron de un encantamiento impío que había vuelto inútiles incluso las más poderosas de sus armas sagradas. El único rayo de luz en tal oscura situación fue Balthasar Gelt, Archialquimista y Patriarca Supremo de los Colegios de la Magia, quien había tenido éxito a la hora de ingeniar otro encantamiento. Apodada la muralla de luz por aquellos que habían tenido noticias de la misma, el hechizo de Gelt rodeaba Sylvania, extrayendo poder de artefactos sagrados que Mannfred había tratado de volver inútiles. Ninguna criatura no muerta podía atravesar aquella barrera invisible, o eso se decía, pero para muchos esto aún no era suficiente.

Por una parte, ni siquiera los tradicionalistas más acérrimos se habrían opuesto a la pérdida de aquella región atrasada, pues siempre había sido una provincia difícil y problemática. Por otra parte, sin embargo, el consejo del Emperador temía que la independencia de Sylvania no fuera sino el pistoletazo de salida de una nueva campaña de terror. Siguiendo las órdenes de Karl Franz, los ejércitos del Imperio empezaron a reunirse en torno a Sylvania, con la determinación de que la pólvora y el acero servirían si la fe fracasaba. Algunas figuras próximas al Emperador advirtieron que Mannfred probablemente estaría preparado para un ataque semejante. Sin embargo, Karl Franz adoptó la postura de que Sylvania había pasado de ser una daga ocasional en el costado del Imperio (si bien una que varias veces había estado cerca de imponerse) a una amenaza declarada que ya no podía permitirse ignorar. Si los vampiros no podían escapar de Sylvania, entonces serían acorralados y destruidos.

Entonces llegaron los jinetes de Kislev.

Syrgei Tannarov, Boyardo de Chebokov, y su escolta de jinetes ungol llegaron a Altdorf con la puesta de sol, dos días antes de la fecha en la que el Emperador iba a partir para la campaña de Sylvania. El cometa brillaba ya tanto en los cielos que era visible durante el día, como un segundo sol observando desde las alturas. Los Kislevitas habían extenuado a sus corceles casi hasta matarlos, y traían malas noticias: los norteños estaban en marcha una vez más. Tannarov advirtió que la mitad de Kislev había caído ya, con todas las tierras al norte y el oeste de Bolgasgrado inundadas por un mar de bárbaros y demonios. Dada la gravedad de las noticias, Karl Franz había esperado que la Reina de Hielo invocara los términos de su vieja alianza, convocando al Imperio a marchar hacia el Norte para salvar a Kislev. Mas Tannarov no hizo tal demanda. Dijo que Kislev ya estaba perdida, y a continuación habló de una serie de batallas a lo largo del río Lynsk, batallas que la Zarina luchó no por la supervivencia de su gente, sino para que el Imperio quizás tuviera tiempo de evitar un destino similar.

En una hora, cientos de heraldos habían partido de Altdorf para iniciar la tarea de fortalecer la frontera norte y redirigir aquellos ejércitos que ya se aproximaban a Sylvania. No obstante, Karl Franz sabía lo grave que era la situación. Había combatido junto a los gospodares de Kislev muchas veces, y sabía que eran gentes robustas y con recursos. Y habían sido prácticamente barridos...

Durante las semanas siguientes, el destino del Imperio pendió de un hilo. Los ejércitos avanzaron hacia el norte a marchas forzadas en una carrera desesperada para reforzar la frontera antes de que las hordas del Caos pudieran atravesarla. Muchas de las tropas que iniciaron el viaje nunca alcanzaron su destino. Hombres Bestia y Pielesverdes, hambrientos de masacres, hostigaban el avance. Los logistas y estrategas de Karl Franz no tardaron en aconsejar que ciertas zonas del Gran Bosque y del Drakwald fuesen evitadas por completo. Incluso entonces continuó el desgaste. Regimientos enteros fueron aniquilados a medida que la plaga se extendía entre las tropas. Algunos soldados perecieron de agotamiento, abandonados al borde del camino por camaradas desesperados por continuar la marcha. Otros desertaron, huyendo a sus hogares para proteger a sus seres queridos.

En total, de cada diez hombres que partieron hacia la frontera de Kislev, sólo siete alcanzaron su destino. Aquellos que sobrevivieron al viaje se encontraron luchando casi desde el mismo momento de su llegada. Las hordas del Caos, libradas de los más débiles e imprudentes durante la lucha por Kislev, se habían derramado por las tierras del Imperio en muchos lugares, y los ejércitos de Ostermark y Talabecland pasaban apuros para contenerlas. La más peligrosa de todas era la hueste raída que marchaba bajo el estandarte de Vilitch el Maldito. Donde otras hordas se hacían añicos contra las atrincheradas líneas de batalla del Imperio, los seguidores de Vilitch seguían adelante, insensibles a las bajas sufridas. Así fue puesto bajo asedio el Castillo von Rauken, y tan sólo una serie de brillantes maniobras de hostigamiento ingeniadas por Aldebrand Ludenhof, el Conde Elector de Hochland, consiguieron preservar la fortaleza. Y pese a los éxitos de Ludenhof, no pudo romper el cerco, ni tampoco rechazar la marea de refuerzos norteños.

Hechicero brillante y lanceros imperiales

El Imperio enfrentándose al ejército de Vilitch

Los primeros éxitos reales se produjeron con la llegada de tropas de Altdorf. Karl Franz todavía no se había unido a la lucha en el Norte, pues había centrado sus esfuerzos en buscar la ayuda de los otros reinos del Viejo Mundo. Tales esfuerzos habían resultado estériles por el momento, pues parecía que todas las tierras se encontraban al filo de la destrucción: incluso los Enanos se estaban mostrando extrañamente reacios a comprometer su apoyo. Sin embargo, el Emperador perseveró en sus intentos y, mientras tanto, se mostró generoso con las fuerzas bajo su mando personal. Así fue que Ludenhof se vio de pronto al mando de la mitad del total de la Reiksguard, y también de muchos regimientos de Altdorf y Reikland. Con esos refuerzos, el Conde Elector de Hochland por fin fue capaz de infligir una derrota significativa a los bárbaros. Levantó el cerco sobre el Castillo von Rauken y, en la Batalla de Lubrecht, metió personalmente un proyectil de rifle largo en uno de los cráneos de Vilitch, obligando al hechicero a retirarse. Privada del liderazgo de su amo, la hueste del Maldito se dispersó a los vientos, y por un tiempo el Imperio recuperó la esperanza.

Entonces, mientras el cometa de doble cola alcanzaba su perigeo, exploradores y jinetes ungol trajeron noticias de otras hordas de norteños avanzando hacia el sur a través de las estepas, hordas que eclipsaban totalmente a aquellas encontradas hasta el momento. El ejército de Ludenhof, la hueste más numerosa del Imperio que luchaba en el norte, apenas superaba en número a la más pequeña de las fuerzas recién llegadas. En Altdorf, Karl Franz escuchó las noticias sobre el empeoramiento de la situación y redobló sus esfuerzos diplomáticos. Si el Imperio quería sobrevivir a aquella guerra, necesitaría aliados. Y si no encontraba esos aliados, necesitaría un milagro.

Los Hombres Bestia[]

Mientras que el Imperio luchaba por la supervivencia, la insidiosa influencia del Caos seguía extendiéndose.

Con cada órbita del cometa desde su llegada, la oscura Morrslieb se estaba acercando más al mundo. Ahora, bajo la mirada lasciva de la luna, el firmamento comenzaba a retorcerse. Del suelo se levantaron monolitos, picos dentados expulsados de la roca madre como puntas de lanza. Algunos eran astillas negras de antiguos meteoros que ahora salían a la superficie por el enfermizo resplandor verde de la luna. Otros eran antiguos ídolos, derribados y descuidados o bien arrojados a la ruina por otros poderes. A medida que las noches se hacían más largas, la magia oscura reconstruía la piedra rota; las runas caídas, largamente erosionadas, arrojaban su funesta luz una vez más.

En el Drakwald surgió un monolito tan inmenso que se elevaba sobre la estructura más alta construida por el hombre, y cuya punta estaba envuelta en rayos. Los malformados pilares que crecían en el Bosque de Arden supuraban, mientras que un monumento de llamas vivientes surgía de los campos glaciales de Naggaroth. Las terroríficas piedras de manada de los Seis Picos, echadas por tierra después de la pérdida de tantos hombres de fuerte corazón, se erguían, una vez más, en el Gran Bosque. Un grupo de lugares contaminados nacieron en Athel Loren, a pesar de todos los esfuerzos de los Elfos Silvanos. Pronto cada una de estas piedras de manada latían con energía oscura, emitiendo la influencia corruptora del Caos al aire que las rodeaba.

Y de los oscuros bosques llegaron los Hombres Bestia.

Las necesidades primigenias los llamaban. Los deseos salvajes los impulsaban. Respondiendo a una llamada que no entendían, los verdaderos hijos del Caos se reunieron. Llegaron solos o en manada, rebaños de guerra enteros siguiendo los antiguos caminos a través de lugares salvajes del mundo. Fueron reunidos por cosas retorcidas y mutadas que no habían visto la luz del día durante generaciones. Convergieron en esos lugares de poder, atraídos por las piedras de manada recién levantadas y por aquellas asentadas desde hacía tiempo. A medida que las congregaciones se apelotonaban, los actos oscuros que las siguieron fueron tan poco naturales como las criaturas que los realizaban.

Los estridentes ritos no seguían ningún patrón; no había ningún ritual discernible. En su lugar, no había nada más que una orgía de sangre, una fiesta salvaje en donde la depravación y la anarquía dominaban. Trofeos sangrientos eran apilados a medida que más y más retorcidos tipos de bestias emergían para unirse a la espantosa bacanal. Las tierras se volvían resbaladizas por la sangre y los frutos de los envilecidos actos. Por encima de todo, rebuznantes aullidos se elevaron hacia la luna mientras sus extraños rayos los imbuían a todos con una grotesca e inextinguible vitalidad.

Los más fuertes se reunieron allí, y las piedras de manada susurraron oscuros secretos largamente prometidos; el cumplimiento de los sueños más allá de la comprensión de las criaturas de razón. Toda una miríada de olores y sensaciones dijeron lo mismo...

El Tiempo de la Bestia se acercaba.

Los Elfos Silvanos[]

Para el pueblo de Athel Loren, el resurgir de los Hombres Bestia no podría haber llegado en peor momento. La Batalla de Quenelles había sido ganada, pero a un precio terrible: Ariel se estaba muriendo, y el bosque se moría con ella.

Cantora de Árboles Elfos Silvanos

Hechicera Silvana en comunión con el bosque

Hasta donde se sabía, la Reina Hechicera había salido indemne de la batalla, pero sus fuerzas le habían fallado en cuanto puso un pie dentro de los límites del bosque. Una sombría procesión de la Guardia Eterna había trasladado a Ariel al Roble Eterno, con la esperanza de que sanaría en su interior como tantas veces lo había hecho con anterioridad. Una semana después, aparecieron los primeros síntomas de podredumbre en las ramas del Roble, y la enfermedad se extendió rápidamente por el bosque. Se marchitaron claros que no se habían visto afectados por las cambiantes estaciones desde los primeros días del mundo, extendiéndose la locura entre dríades y Hombres Árbol como si de un incendio forestal se tratase, mientras árboles ancestrales estallaban en pedazos para derramar sus entrañas llenas de gusanos sobre un suelo del bosque ya espeso por la putrefacción. Por si fuera poco, los Hombres Bestia se vieron atraídos hacia aquellos desolados claros a millares. Aquellas no eran simplemente las manadas que vagaban de forma perenne bajo el dosel del bosque, sino también mutantes y aullantes criaturas procedentes de centenares de leguas en todas direcciones. No importaba lo desesperadamente que luchasen los Elfos Silvanos, los Hijos del Caos nunca eran rechazados por mucho tiempo.

Todo Athel Loren se veía presa de la desesperación. Ninguno entre los Elfos Silvanos podía estimar la causa de la enfermedad de su reina, aunque todos creían que estaba relacionado con la difícil situación del bosque. Algunos especulaban que Ariel había sido objeto de una maldición durante los últimos instantes de la Batalla de Quenelles. Unos pocos afirmaban que aquel mal le había sido infligido por la Dama del Lago, un acto de retribución por una riña reciente. Sin embargo, la mayoría entendieron la enfermedad de su reina como una señal de que el equilibrio del Tejido estaba cambiando, y que los terribles acontecimientos que tanto habían luchado por prevenir resultaban inminentes. Por desgracia, al igual que nadie podía identificar el origen de la plaga, tampoco nadie fue capaz de proponer una cura.

Orión, desolado por no haber podido sanar ni su hogar ni a su amada reina, buscó asilo en la batalla. Una y otra vez, la Cacería Salvaje marchaba a través de los claros devastados y barría todo lo que encontraba en su camino; ningún contrahecho Hombre Bestia estaba a salvo de la ira de Orión. Por desgracia, en su pena, el Rey de los Bosques se volvió aún más temerario; pronto fue la rabia, no la razón, lo que dominaba sus pensamientos. Así muchos Elfos Silvanos perecieron en batallas innecesarias, víctimas tanto de la congoja de su rey como de las toscas armas de los Hijos del Caos. Desprovisto del gobierno tanto del rey como de la reina, el Consejo de Athel Loren no era capaz de adoptar el rumbo adecuado.

Varios meses después de que Ariel hubiese comenzado a mermar, una nueva intrusa llegó al bosque. Viajó a través de las raíces del mundo, un camino peligroso para alguien no nacido en Athel Loren, pero vino sola, apaciguando a los espíritus guardianes con ofrendas de la más pura magia y sangre inocente. Por supuesto, nadie podía hollar los ancestrales senderos del mundo sin que los Elfos Silvanos se enterasen, y cuando la intrusa salió a la luz del Claro del Rey, se encontró con un anillo de lanzas que la apuntaban. Así fue como el pueblo de Athel Loren dio la bienvenida a Alarielle, Reina Eterna de Ulthuan.

Los Elfos Silvanos desconfiaban de Alarielle. Aunque las relaciones con Ulthuan habían mejorado mucho en años recientes, las traiciones y afrentas del pasado no se olvidaban con facilidad. En cualquier caso, se concedió a Alarielle audiencia ante todo el Consejo, y ella les explicó las circunstancias que la habían dirigido al este. Habló de su hija Aliathra, cautiva del malicioso vampiro Mannfred von Carstein, y de los frustrados intentos de rescatarla.

Como madre, Alarielle lloraba por el destino de Aliathra. Como reina, temía la condenación que la muerte de su hija desataría sobre Ulthuan. Pero los temores de Alarielle eran todavía más profundos. Ella también había sentido el cambiante equilibrio del Tejido, y temía que el destino de la Niña Eterna fuese parte de un desastre mayor, uno que podría romper para siempre el equilibrio entre los poderes de la vida y la muerte. Informó al Consejo de la misión de Eltharion para salvar a Aliathra, pero también les confesó que no creía que los Altos Elfos pudiesen ganar aquella batalla solos. Diciendo aquello, Alarielle se humilló ante el Consejo, algo que nadie allí esperaba de una reina tan orgullosa, y suplicó a los Elfos Silvanos que enviaran la ayuda que pudieran, si no por el bien de Aliathra o el de Ulthuan, al menos por el del mundo.

Largo tiempo debatió el Consejo la petición de Alarielle. Pocos albergaban algún deseo de debilitar las defensas de Athel Loren ante los desbocados Hombres Bestia, pero tampoco podían ignorar las amplias consecuencias de una negativa. Si el Tejido sufrían un daño permanente, Athel Loren sería el primero en sufrirlo, como ya había sucedido en el pasado. ¿Pero podían confiar en los sucesos que la Reina Eterna les había relatado? Nadie estaba seguro. Alarielle había hablado sin malicia, pero eso no garantizaba que ella misma no hubiese sido engañada.

Al final, la cuestión fue resuelta por una influencia inesperada. Durthu, el más anciano de los Milenarios, apenas se había dirigido al Consejo en décadas recientes, pues su mente se había encontrado muy lejos con demasiada frecuencia, pero ahora habló con lucidez y sin ira. En tono potente y sonoro proclamó que el ciclo del mundo estaba comenzando de nuevo, y de igual forma que el bosque había ayudado a los Elfos de Ulthuan en los días antiguos, lo haría ahora de nuevo. Mas, advirtió a Alarielle, habría un precio, tal como había sucedido en aquellos tiempos ancestrales.

Nada sabía la Reina Eterna de los sucesos a los que el anciano se refería, pero aceptó sin vacilar. El Consejo, no queriendo contradecir la decisión de Durthu, ordenó que una hueste fuese reunida para atravesar la espantosa Sylvania y asistir a los Altos Elfos en su intento de rescate; quizás aquello también devolvería el equilibrio al Tejido y al bosque. La tarea fue encomendada a Araloth, Señor de Talsyn y Campeón de Ariel, pues era ya bien sabido que disponía del favor de la diosa Lileath, algo que le serviría bien en la oscura tierra de los vampiros.

La hueste de Araloth partió en la oscuridad de la noche, marchando al norte a través del Paso del Mordisco del Hacha. Su trayecto los condujo a las cercanías de las murallas de Parravon. El Duque Cassyon, despertado de sus sueños por el aviso de un centinela, se preguntó qué cometido llevaría al pueblo mágico hacia el este, para luego apartar la ociosa fantasía de su mente. Bretonia tenía ya suficientes problemas...

Bretonia[]

Caballero bretoniano-1

Caballero Bretoniano luchando en la Guerra Civil

Cuando las gentes de Bretonia, nobles y plebeyos, recordaban los horrores de años recientes, concluyeron que el reino estaba ciertamente condenado.

Primero había venido el Año de la Aflicción, cuando los Demonios habían devastado las cuatro esquinas del reino. Luego había seguido el alzamiento de 1543. Mallobaude, el hijo bastardo del rey, llevaba largo tiempo reuniendo un ejército en Mousillon, y en la víspera del invierno de aquel año, desató a sus huestes para hacerse con el trono. Caballeros caídos en desgracia de todo el reino se congregaron en torno al estandarte de la serpiente de Mallobaude y, mientras el Rey Louen, Monarca de Bretonia, reunía a sus propios ejércitos dispersos, la situación empeoró. Tras la Batalla de Châlons y la calamitosa desaparición de Morgiana le Fay, los Duques de Carcassonne, Lyonesse y Artois se decantaron por Mallobaude, y la rebelión se convirtió en una guerra civil.

Al principio, las fuerzas del Rey llevaban las de ganar. Los seguidores de Mallobaude luchaban con la desesperación de los traidores, pero la bendición de la Dama permanecía junto a aquellos que cabalgaban al lado del Rey Louen. Uno tras otro, Leoncoeur derrotó a los traicioneros Duques y metió en cintura a sus revoltosas provincias. Tras un año de campaña, parecía que se acercaba la hora final de la serpiente. Fue entonces cuando fue revelada la auténtica dimensión de la maldad de Mallobaude; había sellado un pacto con el ancestral liche Arkhan el Negro, y a medida que los aliados humanos de la serpiente caían, los muertos marchaban a engrosar sus filas.

Cuando Leoncoeur se enfrentó a su hijo bastardo en la Batalla de Quenelles, Mallobaude comandaba una horda bastante más numerosa que el ejército real. La situación había llegado a extremos tan graves que los Elfos de Athel Loren prestaron apoyo a la causa del Rey Louen. Al final, para Bretonia, no sirvió de nada. En el momento culminante de la batalla, Mallobaude luchó contra Leoncoeur en combate singular, y arrojó al barro el cuerpo quebrado de su padre. Con la caída de su rey, los Bretonianos perdieron toda voluntad de lucha. Abandonaron el campo de batalla, dejando que los Elfos Silvanos se las apañasen para escapar por su cuenta.

En cuanto al destino del Rey, nadie lo sabía. Algunos decían que siete hermanas lo habían sacado del campo de batalla y llevado hacia el norte, a la Aguja de Plata, para que la mismísima Dama pudiese curarlo. Otros afirmaban que el Rey había muerto por sus heridas, y había sido enterrado en lo alto de la ladera sobre la ciudad que había luchado por salvar. Los más oscuros rumores decían que Leoncoeur todavía caminaba por las provincias del sur, como un esclavo sin cerebro de los nigromantes aliados de Mallobaude. Cualquiera que fuese la verdad sobre el destino del rey, su ausencia supuso un grave daño para Bretonia. La unidad abandonó la tierra. Cada Duque sentía muy pocos deseos de ayudar a otras provincias mientras sus propias tierras estuviesen siendo acosadas. Una tras otra, las provincias del sur cayeron, y Mallobaude dirigió a su ejército al norte, a Couronne.

La hora de su victoria estaba cerca, y Mallobaude no podía ser detenido. El siniestro benefactor del traicionero príncipe le había prometido que ningún hijo mortal de Bretonia podría derribarlo, y Mallobaude probó la verdad de esas palabras una y otra vez. En Gisoreux, Adelaix, Montfort y un centenar más de lugares, brindó un desafío a cualquier caballero que se enfrentara a él en combate singular. Cada vez, emergió victorioso sin apenas un rasguño. Mas en su arrogancia, Mallobaude olvidó que no todos los campeones de Bretonia eran verdaderamente mortales. Cuando el ejército del príncipe bastardo alcanzó Couronne, se encontró a los Duques supervivientes de Bretonia unidos contra él una vez más, alzando juntos sus estandartes. Aquello le importaba poco a Mallobaude, cuyo ejército superaba ampliamente en número al reunido contra él. Una vez más lanzó su desafío, pero esta vez no respondió ningún duque o barón mortal, sino el Sacremor: el legendario Caballero Verde, regresado de la Lacrimora en la hora de necesidad de su gente. En aquel momento, Mallobaude reconoció su perdición, pero antes de que pudiese huir, el Caballero Verde se lanzó hacia adelante y separó la cabeza del traidor de sus hombros. Muerto su amo, el ejército de Mallobaude fue derrotado rápidamente; sin embargo, hacía rato que Arkhan el Negro había huido sin dejar rastro.

Después de la batalla, el cuerpo de Mallobaude fue quemado y sus cenizas esparcidas a los vientos. Una vez conseguida la victoria, los pensamientos de los Duques se extraviaron hacia la sucesión. Llegados a ese punto, los duques asumían que Leoncoeur estaba muerto, y sin ningún heredero manifiesto vivo, cada uno trató de conseguir el trono para sí. De hecho, así habría sucedido, de no haberse revelado el Caballero Verde como Gilles el Bretón, fundador del reino, a quien la Dama había concedido nueva vida para que pudiese liderar a los suyos una vez más. Asombrados, los Duques cedieron inmediatamente el trono, y las gentes de Bretonia tuvieron finalmente algo que festejar. O eso pensaban. La profecía del retorno de Gilles presagiaba que lideraría a los suyos en su hora más oscura. En su éxtasis, los Bretonianos creían que aquellas palabras se referían a la ya finalizada guerra civil. Pronto descubrirían lo equivocados que estaban.

Unos días después de la reconoración de Gilles como monarca, estalló una nueva plaga en las provincias del sur, asolando lo que quedaba de Quenelles y Carcassonne. Vinieron entonces los meteoritos de piedra bruja, resplandeciendo en los cielos para traer muerte y mutación a la tierra devastada. Con cada día que pasaba aumentaba el poder del Caos, y la difícil situación de Bretonia se volvía aún más desesperada. Cada noche, los cielos resplandecían con fuego azul, y cada mañana los supervivientes imploraban su salvación a la Dama, o bien se escabullían por vergüenza entre los bosques a medida que sus cuerpos se retorcían por culpa de mutaciones y sus mentes caían en la locura. Envalentonados por su creciente número, partidas de Hombres Bestia recorrían las tierras. Capillas, aldeas e incluso pueblos fueron borrados del mapa a medida que los Hijos del Caos se regocijaban en el generoso favor de los dioses. Los bosques se volvieron inmundos y corrompidos, lugares que sólo los necios se atrevían a hollar. Incluso los lugares sagrados que contenían capillas del Grial no fueron inmunes, y muchos Caballeros del Grial perecieron tratando de rechazar una marea de corrupción que no tenía fin. En una noche salvaje, en la que el viento aulló con las voces de los malditos y lluvia roja como la sangre cayó de los cielos, la ciudad de Bordeleaux se desvaneció sin dejar rastro. Un gran torreón de latón y hueso apareció en su lugar, y los cráneos de los desaparecidos ciudadanos habían sido colocados sobre los muros por los mismos demonios que acechaban en las tierras circundantes.

Ante dicha situación, los caballeros de Bretonia no permanecieron ociosos. Muchos abrazaron aquellos días oscuros como una oportunidad para probar su valor y realizar hazañas dignas de canciones y leyendas. Mas sus valerosos ejemplos no fueron sino alfileres de luz en una penumbra asfixiante. La cuarta parte de la población había muerto, bien por fuego demoníaco, bien por la plaga o por conflictos internos, y otra cuarta parte había huido a las montañas, buscando la seguridad en las tierras del Imperio o Tilea. Al mismo tiempo que Bretonia se regocijaba por el regreso de Gilles, lamentaba los horrores que se amontonaban ante el mismo. Los campesinos se volvían aún más hoscos y miserables; la nobleza contemplaba la que había sido la más hermosa tierra del Viejo Mundo, y se preguntaba qué habían hecho para merecerse semejante destino.

Desde su trono en Couronne, Gilles advirtió los males de la tierra, y los identificó como un presagio de tiempos aún más peligrosos que estaban por venir. Convocando a sus heraldos, el Sacremor declaró una guerra de Caballeros Noveles, cuya magnitud habría de superar cualquiera de las anteriores. Decretó que los Hijos de Bretonia eran los más valientes del mundo, y no esperarían mansamente a que el reino se derrumbara a su alrededor. La tierra sería limpiada, las criaturas del Caos masacradas y arrojadas al océano. Bretonia resistiría de nuevo: ¡por el honor, por el rey y por la Dama!

Enanos[]

Linea de defensa enana

Enanos defendiendo sus hogares ante los Orcos

Muy al Este de Bretonia, el Gran Rey Thorgrim Custodio de Agravios meditaba. Podía sentir que el mundo estaba cambiando, y no para mejor. En lo alto de su trono, enclavado en el gran salón del Pico Eterno, estaba absorto en la lectura de informes, que le traían de manera incesante cada hora. Todas eran noticias de funestos presagios, y el enfado crecía bajo su magnífica barba.

Los Enanos habían sido siempre una raza adusta, y un semblante sombrío era tan parte de su carácter como el hábito de considerar decadente todo lo sucedido desde los días de sus antepasados. Sin embargo, incluso una raza que gusta de encontrar defectos se encontraba sorprendida por lo siniestro de aquellas señales. Volcanes inactivos desde hacía mucho tiempo se agitaban, y los mismísimos cimientos del planeta se sacudían y temblaban. Incluso los más sensatos de los veteranos, aquellos canosos ancianos cuyas barbas habían crecido más, admitían que nunca habían contemplado tal magnitud de problemas, ni tampoco habían tenido tantos presentimientos como ahora.

Desde las cimas de sus torres de vigilancia en las cimas nevadas de las Montañas del Fin del Mundo, los Enanos observaron la tormenta que se avecinaba. Señalaron las crecientes tinieblas de las Tierras Oscuras, una creciente marea de oscuridad rasgada sólo por impactos de meteoritos de un enfermizo color verde que caían en llamas desde la luna maldita. Contemplaron a enemigos reuniéndose en números nunca vistos por Enanos vivos. Los límites de las Tierras Yermas, aquel semillero de Pieles Verdes, no paraban de expandirse y cada día llegaban más tribus de Ogros abriéndose camino desde la envolvente oscuridad del este. Algo terrible se estaba preparando en Sylvania, pues en sus fronteras se alzaban imponentes murallas de hueso que rodeaban la tierra, mientras nubes de magia negra se arremolinaban en las alturas. Por las laderas, temibles bestias se sacudían la inactividad con mayor frecuencia y ferocidad de la que podían recordar los más ancianos y malhumorados cuentacuentos.

Desde el norte llegaban las señales más amenazadoras y siniestras. Luces extrañas se retorcían sobre el horizonte y vendavales arcanos barrían las tierras. Los informes de Kraka Drak, la más lejana de las fortalezas en Norsca, hablaban de Demonios purgando las tierras y de una gran movilización: los bárbaros guerreros de los Dioses Oscuros se reunían en masa. Barbaslargas que recordaban los días oscuros que habían precedido a la Gran Guerra contra el Caos admitían que los presagios que se vislumbraban parecían igual de amenazadores que aquellos que habían anunciado aquella famosa invasión, quizás incluso peores.

Aquellas funestas noticias eran el motivo de la congoja de Thorgrim. Aunque su pueblo había menguado desde su época dorada, aquel tiempo en el que los reinos de las montañas estaban colmados de riquezas y el arte de la forja enana se encontraba en su cénit, todavía eran poderosos. Los enemigos embestían y se hacían añicos contra sus baluartes como olas contra un acantilado. Una y otra vez los Enanos marchaban para barrer a ejércitos invasores o limpiar los pasos de montaña de monstruos de pesadilla. Desde aquella era distante, cuando los Dioses Ancestrales caminaban entre ellos, los Enanos habían perdurado. Como bien atestiguaba el Gran Libro de los Agravios, se habían impuesto a invasiones demoníacas, a terremotos que habían destrozado montañas, a invasiones del norte y a los más grandes ejércitos que sus ancestrales enemigos habían podido reunir.

Mas la perspectiva de enfrentarse a todas y cada una de esas amenazas otra vez, todas al mismo tiempo, resultaba desalentadora. Incluso Thorgrim, vengador implacable de las afrentas a su pueblo, se sentía estupefacto ante la creciente enormidad de la tarea que se presentaba.

Algunos clanes, incluyendo la influyente hermandad de Herreros Rúnicos, llamaron la atención sobre el creciente número de enemigos y afirmaron que era el momento de sellar los asentamientos, para cerrar el paso a los males de lo que seguramente iban a ser tiempos difíciles. Entonces, como en otras épocas de calamidades, los Enanos estarían seguros, protegidos en el interior de sus inigualables fortalezas montañosas, a salvo mientras la superficie ardía con la guerra. Aunque seguirían siendo vulnerables a ataques subterráneos, aquellos que juraban que cerrar las puertas sería la salvación de los Enanos señalaron un debilitamiento de la presión por parte de sus némesis ancestrales, los Goblins Nocturnos y los sabandijas de los Skavens. Muchos asentamientos, incluidos Zhufbar y Karak-Azul, informaban de que los ataques constantes que castigaban el Camino Subterráneo se habían ralentizado o incluso cesado del todo. Sin embargo, los Enanos más habilidosos en el arte de la minería, aquellos que habían explorado más profundamente la oscuridad subterránea, sentían que esa paz vigilante no era sino una tregua, una señal de que sus astutos enemigos estaban planeando algo realmente siniestro. Afirmaban que el enemigo estaba reorganizando sus fuerzas, y algunos aseguraban incluso que habían descubierto nuevos y descarados túneles de acceso cuyo objetivo era debilitar a los Enanos.

Como siempre, Thorgrim Custodio de Agravios recibió los distintos consejos con una expresión amarga. Él también contemplaba los cielos brillantes, concediéndoles el mismo desdén acumulado con el que recibía los funestos informes. Endurecido por la edad y por muchas batallas, Thorgrim sabía que su pueblo estaba dividido. Muchos todavía lamentaban su decisión de ayudar a los Elfos de Ulthuan, un fallido intento de rescatar a la Niña Eterna de las garras vampíricas de Mannfred von Carstein. Pero la idea de atrancar las puertas con la esperanza de capear el desastre que se avecinaba no resultaba grata al Gran Rey.

Aunque un juramento le obligaba a mantener la promesa de ayudar al Imperio, Thorgrim sabía que si convocaba una reunión de las fortalezas, algunos de los reyes se opondrían a cualquier pretensión de marchar y enfrentarse de cara a las crecientes amenazas. El Rey Kazador ya había sellado las puertas principales de Karak-Azul. Tal era la recomendación del más grande Herrero Rúnico vivo, Thorek Cejohierro, que aconsejaba tener fe en los fuertes muros en vez de desperdiciar auxilio en aliados veleidosos. Además, el maestro herrero elevó personalmente al Gran Rey una petición de conceder prioridad a todos los esfuerzos para recuperar artefactos antiguos, pues tenía la esperanza de descubrir alguna poderosa reliquia de los Dioses Ancestrales que ayudaría a su causa. Thorek estaba convencido de que estaba a punto de encontrar el oculto paradero de la legendaria piedra portal de Valaya: los pilares y el dintel cubiertos de runas que la Diosa Ancestral había atravesado al salir por vez primera de la montaña viviente. Las fiables tradiciones sugerían que el descubrimiento de tales artefactos señalaría el comienzo de una nueva era dorada, un tiempo en el que los dioses volverían a caminar entre su pueblo una vez más.

Por supuesto, había otros que obedecerían de buena gana los deseos del Gran Rey, incluso si ello significaba salir en tropel de sus propios asentamientos. El Rey Alrik de Karak-Hirn había manifestado ya su compromiso de apoyar a Thorgrim, mientras que Ungrim Puñohierro, el Rey Matador de Karak-Kadrin, siempre estaba deseoso de batallas. Incluso el Rey Belegar de Karak-Ocho-Picos, encontrándose bajo asedio, prometió hacer lo que estuviese en su mano para cumplir sus juramentos al Gran Rey. Si los presagios estaban siendo interpretados correctamente, cada guerrero sería necesario, pues se aproximaba un tiempo de grandes calamidades.

Pesada resultaba la corona del Gran Rey, mientras contemplaba la puesta de sol sobre su reino de las montañas. Thorgrim había jurado tachar todas las afrentas anotadas en el Gran Libro de los Agravios, o morir en el intento. Y Thorgrim era un Enano de palabra.

Los Pieles Verdes[]

Portada Libro de ejército Orcos y Goblins 6ª edición por Adrian Smith

Kaudillo ante su ejército, preparados para la batalla

La guerra estaba en el aire, se difundía a través de las tierras como un reguero de pólvora. El humo se elevaba en cada horizonte y las nubes de aves carroñeras volaban bajo en círculos, anticipándose a la masacre. Con la promesa de la violencia llevada más allá por cada ráfaga de los crecientes vientos, los Orcos y Goblins comenzaron a aglomerarse, preparándose para una nueva y sangrienta edad.

Los Pielesverdes siempre han prosperado en la guerra. Existen tribus individuales en un estado constante de guerra, enfrentándose con enemigos, con rivales o entre ellos mismos si no se puede encontrar una mejor víctima. Sin embargo, a raíz del aumento de la violencia que afligía al mundo, los Pielesverdes ganaron una mayor importancia. Desde los ejemplares más arteros e insignificantes a los descomunales Kaudillos, todos comenzaron a sentir una descarga de impulsos más acelerada de propósito indescriptible pero impresionante. Creció dentro de ellos hasta que estuvieron llenos de energía, y sin embargo, a pesar del fervor apenas contenido, las luchas internas que constantemente han caracterizado a su especie, prácticamente cesaron. Era como si los Pielesverdes intuitivamente supieran que tales actos de beligerancia no podían satisfacerlos. En cambio, los Orcos y Goblins reprimieron sus ansias destructivas, manteniéndolas bajo control hasta que pudieran bramar a los cielos y dar rienda suelta en un momento salvaje. Anteriormente, un Orco o Goblin podían pasar toda su vida, corta y brutal como solía ser, y sentir solo una pizca de ese propósito. Junto al puro gozo por la batalla, esto era lo más cercano que los Pielesverdes se sentían a sus dioses, y ahora, este sentimiento se apoderó de ellos. 

Los Pielesverdes afectados tuvieron la abrumadora sensación de que algo grande se estaba gestando sin importar lo lejos que ellos estuvieran. En los más recónditos lugares, las tribus solitarias se sintieron obligadas a buscar y unirse a otros de su especie. Desde lo profundo de los yermos llegaron tribus nómadas de Orcos Zalvajes, mientras que los Goblins Silvanos salieron de sus guaridas boscosas sembrando el terror. En el norte, bajo nubes de mal agüero, en el Territorio Troll se vio que las dispersas tribus comenzaban a reunirse. Brutales gritos de guerra eran lanzados a los extraños cielos. 

Cuando las poblaciones de Pielesverdes fueron mayores, la creciente ola de compulsión alcanzó su punto culminante, aumentando de forma exponencial hasta que las masas verdes estallaron con la energía del ¡Waaagh!. En sus guaridas cavernosas de las Montañas del Fin del Mundo los Goblins Nocturnos se reunieron en grandes hordas, cada vez más ansiosos. Ejércitos de las sombrías Tierras Oscuras aullaban a una luna con extraños tonos que los miraba de reojo. El sitio más activo de todos era las Tierras Yermas: patria anárquica de las tribus de Orcos más allá de las montañas. La región bullía de energía,  como un rebosante caldero listo para hervir, un polvorín a la espera de tan sólo una chispa. 

En ese momento los Pielesverdes podrían haber dominado el mundo, al poder lanzar una cruzada para barrer todos los continentes. Si un solo señor de la guerra hubiera podido unir a todas las tribus de todo el mundo y aprovechar su poder en una fuerza unificada, entonces ninguna nación en solitario podría haberles hecho frente. Hubo una serie de poderosos líderes Pielesverdes, y cada uno de ellos tomaba una parte de esa fortaleza reunida. 

En la zona norte de las Montañas del Fin del Mundo, los Orcos y Goblins acudieron en masa a seguir a Grimgor Piel'ierro, violencia pura destilada en el musculoso cuerpo de un Orco Negro. Aunque tal vez fuera el más feroz de su especie, Grimgor carecía de un verdadero deseo de dirigir. Disfrutaba de la masacre y buscaba al enemigo más duro con el que podía pelear, pero a él no le importaba si un ejército lo seguía. De hecho, cuando algunos Pielesverdes que acudieron a su inspiradora brutalidad se pusieron en su camino, él se abrió camino a través de ellos con tanto gusto como si matara a cualquier otra cosa. Naturalmente, este despliegue de fuerza atrajo a más Pielesverdes bajo su estandarte, Orcos y Orcos Negros en particular. El ¡Waaagh! de Grimgor era enorme y peligroso, pero a su comandante no podía importarle menos conquistar nuevas tierras o saquear asentamientos, y en su lugar se dirigió al norte, tratando de desafiar a los grandes campeones que se reunían allí. Poco sabía Grimgor que su alboroto hacía tiempo que había sido predicho... 

Cuando se trata de ambición, hay un Pielverde que no puede ser igualado: Skarsnik, el Señor de la Guerra de los Ocho Picos. Incontables tribus se reunieron en torno a él. Las principales fueron de Goblins Nocturnos, pero muchos otros se unieron a él: Goblins Silvanos del bosque del culto de la araña, Orcos acorazados de los puestos de montaña y un gran número de torpes Trolls. Era su intención dar rienda suelta al ¡Waaagh! contra el muy odiado reino enano, pero por si acaso iba a erradicar cualquier Skaven que tuvieran al alcance de la mano (o, como los goblins decían, "kualkier koza vale la pena apuñalarla"). En la gran sala llena de setas de su guarida, anteriormente la fortaleza enana de Karak-Ocho-Picos, el Kaudillo Goblin Nocturno prometió botines incalculables a los Kaudillos que se habían reunido para luchar bajo su bandera. 

En el corazón de las Tierras Yermas, los tambores de guerra resonaban noche y día. En medio del furor, Wurrzag, gran profeta de su pueblo, buscó bajo la mirada de los tótems diseminados por esas tierras olvidadas. De las miles de tribus que se reunieron allí, no menos de una docena de Kaudillos consiguieron protagonismo, dividiendo a la horda recolectada entre ellos. 

Wurrzag siempre había soñado con encontrar al gran Kaudillo que podría reclamar el favor tanto de Gorko como de Morko, un señor de la guerra de los Pielesverdes que podría ser el último y romper el mundo en pedazos. Nunca la confusa y errante mente de Wurrzag se había movido con tanta claridad; nunca habían sido sus visiones más lúcidas. Wurrzag arrojaba y leía los huesos, y luego los arrojaba de nuevo, dejando que le apuntaran en la dirección correcta. Vomitó puras energías místicas verdes, bañándose en las visiones que suministraban. Wurrzag se tambaleaba y giraba alrededor del fuego haciendo su mejor danza de guerra en cada basto campamento que visitó. Sin embargo, a pesar de sus frenéticos escudriñamientos, no alcanzó ningún  éxito. Vagamente, Wurrzag comenzó a darse cuenta de que tal vez no debía buscar a un todopoderoso Señor de la Guerra, sino a dos: un puño de Gorko, y una mano de Morko... 

No todos los chamanes podían sintonizar su mente como Wurrzag y aprovechar el aumento de la energía del ¡Waaagh!. Cuando la manejaban miembros fuertes de su raza, los chamanes Orcos y Goblins manejaban una magia extraordinariamente poderosa. Algunos no podían hacer frente a la afluencia masiva de poder, sus propias mentes estaban llenas más allá de su capacidad con la magia desenfrenada. Estos individuos eran una amenaza para ellos y los que les rodeaban, ya que cuando no podían aguantarlo más, se sobrecargaban y sus cráneos estallaban haciendo llover energías mortales a su alrededor. Otros, que permanecieron al menos en un control parcial, pudieron dar rienda suelta a las fuerzas mágicas excedentes hacia los cielos, enviando incandescentes rayos verdes a los cielos, para desgarrar las nubes anormalmente bajas y lúgubres.

Bajo estas señales ominosas, los díscolos grupos partieron; una turbulenta masa de tropas, bestias y monstruos que comenzaron su propia cruzada de destrucción. Ellos estaban dispuestos a luchar contra todo y cualquier cosa que se interpusiera en su camino. Una vez más, el mundo se estremecía con los rugidos sonoros del ¡Waaagh!.

Los Reinos Ogros[]

Portada Reinos Ogros 6ª Karl Kopinski

Ogros dándose un festín

En las Montañas de los Lamentos, el cambio estaba en el aire. Las criaturas salvajes fueron las primeras en sentir las alteraciones, pues sus instintos reconocían las crecientes señales. Sin embargo, muy pronto incluso los propios Ogros, torpes y brutales como son, tuvieron que reconocer los presagios. No podían dejar de observar las luces multicolores que resplandecían con fuerza en el horizonte septentrional, visibles incluso durante el día. Ni tampoco podían ignorar las bolas de fuego que atravesaban los cielos nocturnos, las ardientes estelas verdes que irritaban los ojos que las contemplaban. La mayoría de los meteoritos cayeron en las Tierras Oscuras, pero algunos se estrellaron lo suficientemente cerca como para que pudieran sentirse sus notables impactos. Surgieron nubes de escombros que señalaban el lugar de los siniestros, desencadenando innumerables avalanchas y corrimientos de tierras que se desparramaron ruidosamente sobre los valles inferiores.

Lo más problemático de todo fue la actividad volcánica. Las Montañas de los Lamentos están llenas de volcanes, y los Ogros y bestias de esas tierras estaban más que acostumbrados a temblores esporádicos y erupciones ocasionales. Ahora, sin embargo, todos comenzaron a expulsar humo y hacer temblar las laderas circundantes. Al principio, esto excitó a los Ogros, especialmente cuando el padre de los volcanes, el poderoso Bocaenllamas, expulsó grandes géiseres de lava. Los sacerdotes panzafuegos que adoraban al dios-montaña viviente multiplicaron por diez sus sacrificios, esperando aplacar su hambre y por lo tanto ganar su favor. En las alturas, inmensos penachos de humo se mezclaban con las ahora extrañamente arremolinadas nubes.

Comenzó así una temporada de sangre, pues la atmósfera intranquila incitaba a las criaturas a cometer terribles hazañas de ira. Las bestias despertaban de largos sueños y aullaban furiosamente desde las cumbres nevadas. Rebaños de Rinobueyes se enfrentaban a manadas de lobos bajo la luminiscencia inquietante de la segunda luna. Las Quimeras, empujadas hacia el sur por los crecientes tumultos en el norte, sembraban el terror en las montañas, abalanzándose contra todo aquello que divisaban. Mantícoras cazadoras acechaban por todas partes, y eran incapaces de saciar su sed de sangre sin importar lo mucho que mataran. Los rugientes desafíos de los Cuernos Pétreos resonaban sobre los valles, y ni las tribus enteras de Ogros estaban a salvo de los ataques. Muchas tribus se vieron envueltas en prolongadas Guerras de las Bestias, luchas titánicas para defender sus campamentos en los valles de violentos asaltos casi continuos.

Mas los Ogros no se veían turbados en exceso, pues están hechos para el combate y la supervivencia incluso en las más duras condiciones. Al contrario, de la misma forma que un Colmillos de Sable localiza un rastro sangriento en la ladera de la montaña, los Ogros se sacudieron todo signo de letargo y pereza, dando la bienvenida a los huracanados vientos del norte con sonrisas llenas de dientes. Sabían que allá donde hubiera conflicto habría abundantes oportunidades, y los Ogros sintieron vehemente expectación por los festines venideros.

Sin embargo, los Ogros ya no estaban actuando como un reino unificado, dividiéndose en múltiples facciones diferentes en vez de en una única nación. La buena voluntad entre tribus que el Déspota Soberano Grasientus Dientedoro había inculcado a golpes con su triunfo en la Batalla del Bocaenllamas se había disipado, al menos parcialmente. El gran poderío y las tácticas de mano dura de Grasientus garantizaron que un núcleo de tribus se le mantuviesen leales. Sin embargo, los Ogros siempre han tenido una mentalidad independiente, y son propicios a sentirse estimulados por cambios de parecer momentáneos. Muchas tribus, especialmente aquellas fuera del alcance inmediato de Grasientus, olvidaron los juramentos a su soberano a la primera señal de que mejoraban sus propias oportunidades. Ante la elección de obedecer los caprichos de un señor distante, o bien aprovecharse de una oportunidad para saciar inmediatamente sus deseos de comida y riquezas, muchos otros obedecieron a sus instintos primarios.

La mayoría de tribus que se separaron del gobierno de su soberano residían en las zonas más septentrionales de las Montañas de los Lamentos. Los bárbaros humanos de los yermos habían efectuado una llamada a las armas, reuniéndose más al norte, bajo una tempestad creciente. Promesas de fáciles ganancias habían impulsado a muchos Ogros a unirse a los norteños, desapareciendo entre la floreciente tempestad. Otros, como Golgfag Comehombres y su ejército de saqueadores veteranos de mil batallas, avanzaron hacia el oeste, dirigiéndose al humo que se alzaba sobre muchos de los pasos y enclaves Enanos en las Montañas del Fin del Mundo. Allí la guerra estaba a punto de estallar, al igual que en las tierras humanas de más allá. Y donde había guerra, habría botín. Dirigidas por los Tripatruenos y los Garrotes de Piedra, numerosas tribus se atrevieron a penetrar en las Tierras Yermas, donde se desbocaron entre los abultados números de Pielesverdes, trepando hasta la cima de una jerarquía basada en la ley del más fuerte.

Grasientus Dientedoro se sintió muy molesto al enterarse de que cada una de sus palabras ya no estaba siendo obedecida al pie de la letra. Al soberano le enfurecía que las tribus se marcharan a buscarse su propia suerte una vez más, sin prestar atención a sus órdenes. Durante unos pocos y fugaces años, cuando Grasientus podía exigir obediencia a prácticamente todas las tribus de las Montañas de los Lamentos, se había jactado de poseer un reino que podía plantar cara a cualquier otra nación en el mundo. ¿Y ahora? Ahora estaba viendo como ese reino se escapaba a su control, escurriéndose de entre sus dedos tan resbaladizo como la grasa que rezuma de un asado. Su ira aumentaba con cada explorador Gnoblar que le traía noticias de nuevas deserciones.

Los Ogros no le dan demasiadas vueltas a ningún asunto. Su estilo es bascular entre dos extremos opuestos. Cuando se alzan victoriosos, se revuelcan en perezosa abundancia, tal vez nunca saciados, pero ciertamente dispuestos a pasarse días y semanas sin fin sin hacer otra cosa que estar tumbados, echándose comida al buche. Sin embargo, una vez despertados, ya sea por hambre u orgullo, los Ogros son como una fuerza de la naturaleza, golpeando de improvisto y con un fervor implacable, saqueando de manera que dejan tras de sí un rastro de destrucción.

Grasientus era un Ogro que podía comer más que cualquier otro de su raza; de hecho, más que otros cinco cualquiera de su especie. Pero por ahora ya había tenido bastantes festines. Una vez más, era el momento de mostrar a sus súbditos el poderío vasto y dominador que únicamente él poseía. Grasientus Dientedoro y sus tribus leales constituían una fuerza abultada que podía inducir el miedo en cualquier reino y reducir cualquier oposición a polvo.

Y entonces sucedió. Mientras Grasientus reunía a sus tribus y se lanzaba en persecución de traidores que habían partido recientemente, el Bocaenllamas entró en erupción.

El enorme volcán desfogó su furia hacia los cielos como nunca antes lo había hecho. Tal fue la fuerza de aquella explosión de fuego que resultaba visible incluso a través de la penumbra que envolvía las Tierras Oscuras, un brillo rojo y profundo que podía verse a través de casi todas las nubes de ceniza. Además, el rugido del Bocaenllamas inició una reacción en cadena: por todas las Montañas de los Lamentos, otros volcanes entraron también en erupción, uniéndose a un coro infernal que hizo temblar la tierra. El Bocaenllamas erupcionó tan violentamente que los Panzafuegos tuvieron que abandonar completamente sus laderas, excepto unos pocos Ogros obstinados que se quedaron y fueron engullidos por la lava.

Bajo la lluvia negra y una tormenta de rocas, huyendo del flujo de magma, comenzó el gran éxodo. Los Ogros, todos ellos, estaban ahora en marcha. Era una migración a una escala no vista desde que abandonaran las Antiguas Tierras de los Gigantes. Y el mundo habría de pagar un alto precio.

Los Skavens[]

Vidente Gris Skrittar Skaven

Vidente Gris recibiendo noticias de la superficie

Los Skavens habían esperado a que llegara su momento durante demasiado tiempo. El Imperio Subterráneo había sido siempre una colmena impulsada por la actividad esclavista, pero ahora el frenético ritmo de los hombres-rata se había acelerado. Cada clan, asentamiento o guarida pululaba activo y ambicioso. El trabajo demoledor, las confabulaciones, las guerrillas e incluso las intermediaciones entre facciones aliadas; todo había alcanzado nuevos extremos. Era como si a todos los Skaven les hubieran inoculado estimulantes de piedra bruja, lo cual, en unas pocas situaciones era lo que ocurría.

La red de informadores de los Skaven se había infiltrado en muchas naciones. Incrustados en diversos reinos, estos espías, tránsfugas y topos rebosaban de noticias. Llovían meteoritos de los cielos, los volcanes entraban en erupción y tormentas antinaturales precipitaban sobre las tierras. Considerando que el momento era el adecuado, los miembros del Consejo de los Trece desataron la primera fase de su plan maestro. Y con esa invasión a la superficie, una nueva era de dominación de los Skaven habría comenzado.

Tras haber abandonado con audacia sus guaridas, los Skavens emergieron a la superficie de manera que parecían no tener fin. Esto hizo que los reinos de Tilea y Estalia cayeran, abrumados por una campaña maestra de repentina violencia. Toda ciudad importante yacía en ruinas, horadadas con túneles y rematadas con harapientos estandartes ondeantes. Largas filas de supervivientes humanos fueron encadenados y dirigidos bajo la tierra; nuevos trabajadores que serían el combustible de la siguiente fase de su Plan Maestro.

El sabor de la victoria solo sirvió para espolear a los hombres-rata más lejos. Desde ambiciosos caudillos de clan hasta los gobernantes de los clanes más importantes, cada despótico tirano reconocía las oportunidades. Mientras se esparcía la ruina y la guerra por las tierras, su propio tiempo llamaba a la noche. Y así fue que los Skavens manejaban a sus esclavos con crueldad, apresurando a las ya abusadas masas adelante con un ritmo excesivo. Una multitud incontable de ellos trabajaron hasta morir, y sus cadáveres sirvieron para alimentar a los que quedaban.

La raza de alimañas siempre había crecido mediante una prolífica agitación. En el pasado, tales surgimientos fueron notorios debido a su breve existencia, típicamente seguidos de un colapso absoluto. Pero esta vez era diferente. Con los vientos que crecían fuertes con maleficencia, la entropía rabiando en el ambiente y la verdosa luna que ascendía más grande cada noche, una vitalidad antinatural revitalizaba a los Skavens una vez más.

Las cada vez más frecuentes lluvias de gloriosa piedra bruja procedentes de los cielos los vigorizaban aún más. Era como si la mismísima Rata Cornuda imbuyera a sus hijos con una energía y vitalidad infernales.

Los Skaven se alzarían pronto, como nunca antes.

Los Reyes Funerarios[]

Rey funerario y hidrofante

Rey funerario reuniendo a sus tropas ante las órdenes de Settra

Settra, el Rey de Reyes, no estaba ocioso como los potentados menores de su tierra, sus innumerables vasallos. Él observaba, vigilando su territorio, estudiando las señales.

Negras nubes de pájaros carroñeros se congregaban sobre los desiertos bañados por el sol de Nehekhara. La Luna Funesta ardía brillante, su malsana figura volviéndose más fuerte sin cesar. Extrañas tormentas surgían de repente para causar estragos. Los Demonios de más allá del reino espiritual acechaban la tierra una vez más, atacando en gran número.

Para Settra, quizás los más perturbadores eran los presagios expuestos ante él por unos pocos sacerdotes del Culto Mortuorio. Aquellos liches, individuos a quienes Settra consideraba altamente leales, hablaron de extraños susurros que procedían del Viento de Shyish, apasionadas llamadas que ofrecían promesas de poder.

Con una orden sin precedentes en las crónicas del pasado de Nehekhara, Settra convocó a su Hierofante y le encargó despertar a todos los reyes y levantar del sueño a todas las legiones. Había pasado mucho tiempo desde que la mitad de ellos fueran agitados de su estupor inmortal. la única vez en la historia en que todos habían estado despiertos fue durante la Guerra de los Reyes. El Gran Ritual de Nagash había hecho fluir magia negra por las tierras, concediendo vigor a los momificados y preservados reyes de Nehekhara y agitando los fosos de huesos de las ciudades muertas.

Ahora, tal era la amenaza que se cernía sobre Nehekhara que Settra se atrevería a arriesgarse a repetir el gran Choque de Reyes.

A través de la Tierra de los Muertos, los Sacerdotes Funerarios procedieron, tambaleándose, a cumplir con sus deberes. Sus cuerpos, que habían resistido mucho más allá de cualquier ciclo natural, estaban encorvados, demasiado fuertemente aprisionados por sus pieles marchitas. Y pese a su apariencia arrugada y endeble, poseían una sorprendente vitalidad, trabajando sin descanso, yendo de una tumba a la siguiente. Eran los pastores del largo sueño, los que despertaban a los muertos. Se rompían los sellos sagrados de las tumbas, se recitaban los ancestrales conjuros rituales y comenzaba a sonar el largo y monótono zumbido. Y entonces comenzaba otra vez.

Una vez más, las grandes ciudades de Nehekhara comenzaron a agitarse y ponerse en movimiento.

Desde la ciudad capital de Khemri cabalgaron Nekaph, el heraldo de Settra, y otros miles. Llevaban mensajes del Rey de Reyes y solicitaron reunión con aquellos recién levantados de sus tumbas. Portaban pergaminos que designaban órdenes, destinando patrullas, concediendo legiones para ser enviadas a otros lugares en el reino y estableciendo órdenes de marcha. La voluntad de Settra no sería rehusada.

En el Valle de los Huesos, el Gran Valle de los Reyes, los Necrotectos comenzaron a re-esculpir los erosionados rostros de las monumentales estatuas de los monarcas, iniciando los largos rituales que cubrirían la piedra con los controladores espíritus de los muertos. Por invitación del propio Settra, el maestro de tales artes, Ramhotep el Visionario, trasladó una larga columna de pétreas estatuas de guerra hasta Khemri. Allí se le encargó reforzar y ampliar la muralla de la más grande de las ciudades; construir algo nunca visto con anterioridad. Y así Ramhotep, con toda su inclemente energía, comenzó su mayor obra.

Al firme ritmo de los tambores, la Flota de Guerra de Khemri remó a lo largo del Gran Río Mortis para unirse a la armada de Zandri, el Puerto del Terror. Todo el Delta del Mortis estaba atestado de naves de guerra.

En Lybaras, el gran relicario de la Gran Reina Khalida era terreno vedado para los sacerdotes, mas sus rituales no fueron necesarios. Antes de que el Culto Mortuorio recibiera su mensaje, el poder de Asaph, la diosa áspid, había despertado a su campeona con un silbido sibilante. Así fue que Khalida, Gran Reina de Lybaras, recibió a los sacerdotes marchitos sentada en su trono. Sus legiones de arqueros estaban en formación y preparados cuando ella dio la bienvenida a los heraldos que llegaban a su ciudad.

Una legión tras otra marchó a través de las ardientes arenas, tomando posiciones para repeler a los invasores. Millares de carros enviaron nubes de polvo hacia los cielos. Ciertas criaturas se enterraban bajo las arenas movedizas, preparadas para surgir y tender emboscadas a la primera señal de intrusos.

Desde sus pirámides de enterramiento, los Sacerdotes Funerarios consultaron también los últimos presagios y se sintieron profundamente turbados. Los grandes poderes del mundo estaban en movimiento, y había un cambio en los Vientos de la Magia que arrastraba mareas de guerra y cambio.

La guerra no era ninguna novedad, pues el reino de los Reyes Funerarios había sido construido a base de batallas; sus invictas legiones eran tan poderosas y numerosas como siempre. De hecho, en su orgullo y arrogancia, muchos de los recientemente despertados reyes mostraban una actitud agresiva, regocijándose ante la perspectiva de una gran guerra. Para ellos la batalla que se avecinaba constituía una nueva oportunidad de demostrar su propia superioridad.

El cambio, sin embargo, no era bienvenido en la Tierra de los Muertos.

El gobierno de Settra era conocido como el Reinado de Millones de Años. Y el Gran Rey de Nehekhara pretendía que eso se cumpliera. Cualquiera que se atreviese a desafiar su autoridad o su inmortalidad muy pronto tendría que hacer frente a su ira.

Las Huestes de Nagash[]

Mucho más al norte de las arenas ardientes de Nehekhara, la oscuridad yacía sobre Sylvania. El aire estaba cargado de encantamientos apostáticos y una impía miasma que socavaba el valor de hasta el alma más valiente y disipaba las energías limpiadoras de los fieles. Sylvania era ahora una tierra que quedaba más allá del poder de la oración.

En las mazmorras del castillo de Sternieste, la principal fortaleza de Mannfred von Carstein en tiempos recientes, yacían nueve recipientes de poder divino; nueve mortales que se tambaleaban al borde de la muerte y cuya sangre palpitaba con la bendición de lo divino. Esa sangre era crucial para los planes de Mannfred; era la base sobre la cual había construido su mayor plan. Durante siglos, el vampiro había anhelado liberar Sylvania del yugo del Imperio para transformarla en un reino independiente donde gobernara la oscuridad y la fe no tuviera poder. Ahora, la sangre de los nueve había hecho su trabajo. Muros de huesos se alzaban en los límites de Sylvania, transformando la crepuscular provincia en una fortaleza en expansión.

Este proyecto había sido el trabajo de muchas vidas mortales, ya que los nueve no habían sido seleccionados caprichosamente; al contrario, sus líneas de sangre las había identificado una profecía cifrada enterrada en los libros de Nagash. Descifrar el código le había llevado décadas a Mannfred y, durante mucho tiempo, su mayor temor había sido que una o varias de las líneas de sangre se hubieran marchitado. Afortunadamente, no resultó ser el caso.

Entre los nueve recipientes divinos había tres grandes trofeos. Esos individuos eran nada menos que semidioses cuyo poder descansaba apenas oculto bajo un fino velo de carne. Morgiana Le Fay había sido la adquisición que Mannfred más había temido, pues históricamente su especie no había encontrado más que muerte en Bretonia. Al final, ella fue la primera en ser atrapada, entregada en las garras de Mannfred por Drycha de Athel Loren. La espectro de los árboles no dio explicaciones por sus actos, y Mannfred aceptó el regalo como un simbólico intento de matar al dador.

Aliathra, la Niña Eterna de Ulthuan, fue la siguiente presa capturada, alejada rápidamente en dos ocasiones de la protección de su propio pueblo y la de los Enanos de Karaz-a-Karak. El último en caer, y simbólicamente el más importante, fue Volkmar, el Gran Teogonista de Sigmar, empujado a Sylvania por su orgullo y capturado en batalla durante tal arrogante invasión. Era la sangre de Volkmar la que había completado el ritual apostático y había transformado la tierra que él había tratado de purificar en el oscuro paraíso que era ahora.

Finalmente, aunque el plan de Mannfred se había realizado a la perfección, no todo se había desarrollado como el Señor de Sylvania había previsto. Su reino no había sido inmune a las turbulencias de los últimos meses. Habían aparecido portales oscuros en aquellos lugares donde la muerte se había extendido con más fuerza, vomitando Demonios para echar a perder el orden y la tranquilidad de Sylvania. Pocas de tales incursiones habían durado mucho, ya que Sylvania no era una pendenciera provincia mortal y sus ejércitos eran fácilmente despertados para aplastar a los invasores.

Más preocupante aún fue que Mannfred descubrió que los humanos del Imperio habían echado a perder su gran obra. Durante la preparación de su encantamiento, Mannfred había mandado sus numerosísimas jaurías de necrófagos a que despojaran a todo templo, santuario y cementerio de Sylvania de sus símbolos sagrados, y los enterraran profundamente para que su santidad no causara problemas a los No Muertos.

En el momento de la captura de Volkmar, estos iconos los había arrancado de la tierra húmeda una mano hechicera, y los había utilizado en límites de Sylvania para formar una jaula de fe y luz que atara a la oscuridad. Ni Mannfred ni ninguno de sus secuaces podían cruzar ese anillo de luz sagrada y adentrarse en el mundo más allá.

Mannfred consideró esta prisión como obra de Balthasar Gelt, Patriarca Supremo de los Colegios de la Magia. Sirvió de poco identificar a su torturador. Gelt estaba en Altdorf, muy lejos del alcance de Mannfred; por lo que, en su lugar, su magia tendría que oponerse a la suya. Durante largos meses, Mannfred trató de superar las barreras establecidas sobre su reino, pero fue en vano. La magia que Gelt había utilizado para atar los sagrados símbolos a la frontera de Sylvania era a prueba de todo contrahechizo y destierro que el von Carstein pudiera conjurar. La pared de fe era un encantamiento mucho más sutil y duradero de lo que Mannfred había llegado a esperar de las toscas mentes de los magos humanos, y el vampiro no tardó en llegar a sospechar que Gelt no era su verdadero creador.

Con cada fracaso, el estado de ánimo de Mannfred se volvía cada vez más siniestro y la fachada de civilizado que llevaba como una capa se volvía cada vez más andrajosa a medida que su paciencia se desvanecía. ¿Acaso no era el más grande de los Von Carstein y heredero del poder de Nagash? Era imposible, de eso al menos estaba seguro, que las patéticas hechicerías de un simple humano cancelaran su propio y terrible poder. Sin embargo, imposible o no, el muro de fe de Gelt resistía todo intento de verlo deshecho.

Los otros vampiros de Sylvania sabían del siniestro estado de ánimo de Mannfred y de la causa de éste, pero era poco lo que podían hacer para apaciguar a su amo. De hecho, la mayoría enseguida abandonó cualquier intento, especialmente desde que Mannfred desolló personalmente a Tomas von Carstein por atreverse siquiera a abordar el tema del encantamiento de Gelt. Eran, en su mayor parte, poco ambiciosos; la mayoría de aquellos con gustos más allá de la dominación de campesinos atormentados por las supersticiones habían sido eliminados hacía mucho tiempo. Así que estaban bastante contentos con la situación tal y como estaba. Con el tiempo, tal vez, el hastío provocado por la vida eterna llevaría a los vampiros de Sylvania a ponerse en acción pero, por el momento, no veían razón alguna para exponerse a la ira de su amo. Dejaban a Lord Mannfred merodear en el Castillo Sternieste, mientras estudiaba detenidamente tomos polvorientos y pergaminos resecos; Sylvania era oscura, noche y día, y había ilimitados placeres crueles que podían saciar a su antojo.

Capítulo 1: Una alianza perversa[]

The End Times I - Nagash

(Otoño 2523 - Verano 2524)

La Batalla de La Maisontaal[]

La Batalla de la Madriguera Mordkin[]

La Caída de Heldenhame[]

Capítulo 2: El Ritual[]

(Otoño 2524)

Capítulo 3: Muerte en el Fin del Mundo[]

(Primavera 2524 - Invierno 2524)

La Batalla del Abismo del Cráneo[]

La Batalla de la Puerta de Valaya[]

Capítulo 4: Mareas Oscuras[]

(Verano 2524 - Verano 2525)

La Defensa de Alderfen[]

La Batalla de Heffengen[]

Capítulo 5: La Invasión de Nehekhara[]

(Invierno 2524 - Otoño 2525)

La Batalla del Agua Enferma[]

Emboscada en el Desierto Profundo[]

Última Batalla de Lahmia[]

Batalla de las Puertas de Khemri[]

Capítulo 1: El Ascenso de los Glottkin[]

The End Times II - Glottkin

(Verano 2525)

La Batalla de Marienburgo[]

Capítulo 2: El Viaje al Sur[]

(Verano 2525)

Guerra en el Drakwald[]

Capítulo 3: El Diluvio de Talabheim[]

(Verano 2525)

La Batalla de Talabheim[]

Capítulo 4: La Caída de Altdorf[]

(Otoño 2525)

La Caída de Altdorf[]

La Batalla del Templo de Shallya[]

Dioses y Monstruos[]

Capítulo 1: La Hacedora de Viudas[]

The End Times III - Khaine

(Invierno 2524 - Invierno 2525)

Masacre en la Puerta del Águila[]

Batalla de la Marca del Segador[]

Batalla de la Isla Marchita[]

Capítulo 2: Khaine Renacido[]

(Invierno 2525 - Invierno 2526)

Batalla de Withelan[]

El Deber de un Traidor[]

Batalla Final[]

Capítulo 1: Asalto a Lustria[]

The End Times IV - Thanquol

(Otoño 2523 - Invierno 2524)

Asalto a Itza[]

Las Brumas de Xlanhuapec[]

Capítulo 2: Sangre bajo las Montañas[]

(Otoño 2523 - Invierno 2523)

Batalla de la Ruptura de las Montañas[]

Capítulo 3: Götterdämmerung[]

(Otoño 2524 - Invierno 2525)

Batalla en el Gran Valle[]

Desastre en Karak-Kadrin[]

Capítulo 4: Las Campanas Suenan para Nuln[]

(Invierno 2524 - Primavera 2525)

Muerte desde Abajo[]

Capítulo 5: La Gran Guerra de Lustria[]

(Primavera 2525 - Otoño 2526)

Batalla Final de la Primera Ciudad[]

Capítulo 6 - La Batalla por Middenheim[]

(Verano 2527 - Otoño 2527)

Última Resistencia de Middenheim[]

Capítulo 7 - Marea Alta[]

(Invierno 2525 - Otoño 2527)

Batalla por Karaz-a-Karak[]

Capítulo 1 - Honor y Muerte[]

The End Times V - Archaon

(Verano 2528)

Batalla de las Ruinas de Bolgen[]

Batalla de la Última Carga[]

Capítulo 2: La Tierra de la Noche[]

(Primavera 2528 - Verano 2528)

Batalla de los Muertos y Enterrados[]

Asedio de la Pirámide Negra[]

Capítulo 3: Esperanza Renacida[]

(Verano 2526 - Otoño 2528)

La Batalla del Abismo[]

Defensa del Claro de la Eternidad[]

Capítulo 4: Al Borde del Abismo[]

(Otoño 2528)

Batalla de la Cacería de Sangre[]

Batalla por Middenheim[]

El Fin de Todas las Cosas[]

Anexos[]

Fuentes[]

  • The End Times I - Nagash.
  • The End Times II - Glottkin.
  • The End Times III - Khaine.
  • The End Times IV - Thanquol.
  • The End Times V - Archaon.
  • White Dwarf Weekly nº 50.
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