
Guerreros del Caos
"¡Más agua! Más agua!"
El lamento, surgía por todos los rincones de la ciudad en llamas. Pero ya no había agua, los pozos se habían secado. Los baños y las fuentes estaban enterrados, mientras que los edificios, se desmoronaban en grandes montones de ceniza y llamas. Las chispas y las llamas corrían del tejado al frontón , a medida que una nube de humo oscurecía las estrellas.
Los demasiado jóvenes, demasiado viejos o demasiado malheridos para ocupar su lugar defendiendo las murallas, se volvieron desesperadamente hacia sus prójimos en busca de algún signo de esperanza. Pero toda esperanza se había esfumado con la última gota de agua. Un fuerte viento, propagó las llamas a través de las murallas, avivando el fuego y convirtiendo Pragg en un horno. A lomos de ese mismo viento, surgieron los rugidos y alaridos provocadores del ejército del Caos que los estaba asediando; la bestial carcajada de los Hombres Bestia, las estridentes risotadas de los Daemons y el grosero bramido de algunas monstruosidades inimaginables, irrefrenables y atroces durante su momento de triunfo.
Desde la alta torre de vigilancia de la Muralla Norte, Ivan Talikof, capitán de la Puerta Norte, observaba cómo ardía su ciudad.
-La calle de los Plateros casi ha sido destruida...- declaró, sin apartar sus ojos grises de las llamas.
-Lo siento, Iván...- se lamentó Vladimir, que compartía la guardia nocturna.
Puso su pesada mano enguantada sobre el hombro de Iván. Habían sido amigos desde antes de la guerra, cuando Iván era el hijo menor del platero y Vladimir uno de sus cuatro aprendices. La guerra contra el Caos lo había cambiado todo. Los hermanos de Iván habían muerto y su padre había quedado lisiado hacía tres años mientras luchaba en las colinas. Ahora ya no le quedaban aprendices.
-¿De qué me sirve eso, Vladimir?- respondió débilmente Iván, mientras contemplaba la ciudad en llamas, con el rostro inexpresivo y vacío. -Nos han vencido y lo saben...
Observaba impotente cómo la línea de llamas saltaba hacia la calle de los Carniceros y bailaba por la calle de los Marineros.
-Ánimo, amigo mío...- le exhortó suavemente Vladimir. -Esta misma mañana, un jinete del Imperio ha roto sus líneas. Se dice que hay un ejército en camino para relevarnos. Estarán aquí mañana o pasado mañana.
-Mañana...- susurró Iván. -Yo también he oído los rumores. Está en boca de todos. Dicen que el mismísimo Magnus el Piadoso lidera un ejército imperial para salvarnos del Caos. Le da a la gente algo en que creer. Yo ya no puedo creer, Vladimir. Ya no queda nada. Cada gota de fe me ha sido exprimida.
Vladimir no dijo nada. Ya había visto morir la esperanza dentro de los hombres. Sabía que ésta era otra clase de muerte, pues un hombre no puede vivir sin esperanza más de lo que puede vivir sin corazón. Pensó en la gente que había conocido cuando empezó la guerra, entre ellos los hermanos de Iván, ahora todos muertos. Pensó en el padre de Iván (lisiado y amargado) y en su hermana Caesia, que yacía gritando en el manicomio.
"El caos los destruyó antes de acabar con ellos."
De repente, una bola de fuego estalló sobre la torre de vigilancia y pequeñas gotas de llamas mágicas, salpicaron el tejado de pizarra. Vladimir se agachó mientras las ardientes y candentes pavesas caían en cascada por los lados de la esbelta torre. Cuando se levantó, vio que Iván no se había movido y que una de las gotas de fuego le había golpeado en la mejilla y le había dejado un largo tajo oscuro. Otra bola de fuego, estalló a su izquierda y luego, con un poderoso estruendo y un destello sulfuroso, la gran Puerta Norte de Pragg estalló en pequeños fragmentos.
-¡¡La puerta!!- aulló Vladimir con todas sus fuerzas, mientras agarraba la campana de alarma y empezaba a tocarla con todas sus fuerzas.
Los refuerzos, se apresuraron a salir de sus puestos a lo largo de la muralla. Las bolas de fuego caían densamente sobre el suelo detrás de las murallas. Vladimir empezó a ver víctimas. Un hombre corría de un lado a otro como una criatura viviente de fuego mientras otros le perseguían, golpeando las llamas con sus capas. Un poderoso grito surgió de las filas de los enemigos mientras las fuerzas del Caos avanzaban hacia el portal. Vladimir abandonó la campana y se dirigió lo más rápido que pudo hacia la escalera.
-Ya vienen...- sentenció.
Pero Iván ya no estaba allí.
En el lugar donde se alzaba la Puerta Norte de Pragg, sólo quedaba un agujero desgarrado envuelto en humo y una oscuridad arremolinada. Parte de la muralla, había caído sobre la puerta, bloqueándola parcialmente y aplastando a varios defensores, cuyos brazos y piernas destrozados, sobresalían de los escombros. Entumecidos por la explosión y conmocionados por la repentina muerte de sus camaradas, los supervivientes se movían como autómatas, apilando piedras y maderos sueltos sobre la mampostería caída, para cerrar la puerta lo mejor que sabían. Pero ya era demasiado tarde.
De entre las sombras surgió un hombre bestia.
Era más rápido que sus compañeros debido a sus patas mutadas y poderosamente musculosas, lo que le permitió saltar por encima de la tosca barrera de mampostería caída, mientras que los que venían detrás luchaban por cruzarla. Levantó su enorme cabeza de cabra y lanzó un bramido desafiante. En sus poderosas manos en forma de garra, sostenía una pesada cimitarra que esgrimió en un arco reluciente, derribando a dos soldados antes de que tuvieran la oportunidad de moverse. Su segundo bramido se vio interrumpido y el Hombre Bestia, se partió en dos. El deforme cadáver se desplomó en el suelo, con una flecha negra clavada en su grueso cuello. Animados, los defensores formaron rápidamente un muro de escudos y alzaron sus lanzas para hacer frente a la inevitable embestida.
El resto de los Hombres Bestia llegaron a la vez, arrastrándose sobre los escombros y el polvo, abriéndose paso torpemente entre los restos. Por una vez, el poder del Caos jugó a favor de los defensores, ya que la destrucción de la puerta había producido suficientes escombros como para dificultar seriamente el ataque de las criaturas. Reducido a paso de tortuga por esta barrera, su ímpetu se vio frenado y toda la fuerza de su ataque, quedó neutralizada. Los defensores que llevaban arcos se apresuraron a tomar posiciones a ambos lados de la brecha y empezaron a eliminar a los Hombres Bestia a medida que se abalanzaban sobre el montículo. Pronto, los cadáveres empezaron a amontonarse y los pocos atacantes que tuvieron la suerte de esquivar las flechas, fueron rápidamente abatidos por los lanceros.
Una nueva flecha negra dio en el blanco y un hombre bestia se desplomó sobre el montón de muertos.
Era una criatura especialmente grande, con cabeza de toro y un tercer cuerno que le sobresalía de la frente. Cada lancero, se preparaba para la siguiente embestida. Cada arquero, sacaba una nueva flecha y buscaba un nuevo blanco. Pero ninguna cabeza cornuda sobresalía de la pila de cadáveres. Por un momento todo quedó en silencio y los defensores aflojaron el agarre de sus armas. Entonces llegó la oscuridad, como un humo espeso y aceitoso. Rezumaba a través de la puerta y se asentaba a sus pies. Unos oscuros zarcillos se movían de un lado a otro y cuando tocaban una superficie sólida, parecían adherirse a ella.
Como empujado por fuerzas titánicas, el montón de escombros y cadáveres fue desplazado lentamente. Pequeñas rayas de energía mágica, se retorcían a través del portal. Los defensores volvieron a sacar sus armas, pero no hubo un solo hombre entre ellos que lo hiciera sin que se le encogiera el corazón.
Muy despacio, como si no se diera cuenta del peligro, un tenebroso jinete atravesó el portal y se detuvo. El aire aún estaba cargado de magia tenebrosa y la oscuridad, parecía coagularse alrededor del jinete, como si éste la absorbiera y volviera a atraerla hacia sí... si es que eso era posible. Su armadura era de hierro negro bruñido y en la mano derecha, llevaba una poderosa espada de guerra afilada y brillante. Parecía temblar con vida propia y malévola.
El jinete movió lentamente la cabeza hacia delante y hacia atrás hasta que su mirada se posó en los defensores. Pudieron ver que sus ojos eran rojos y brillaban como carbones dentro del yelmo negro que llevaba la incalificable runa que marcaba a su portador como Campeón de Tzeentch.
El Campeón del Caos, empezó a reír de forma lenta y acompasada.
La espada, escapó volando de las manos del Campeón y las cabezas de cuatro de los soldados fueron cortadas en un instante. Sus cuerpos cayeron al suelo chorreando sangre carmesí. El jinete tenebroso rió más fuerte y la espada volvió a volar, atravesando a un hombre y empalando a otro que estaba detrás de él.
Algunos hombres trataron de esquivar la espada con sus propias armas, o intentaron esquivarla con sus escudos, pero sus brazos eran como los tiernos miembros de un bebé comparados con la fuerza sobrenatural de aquella Hoja del Caos. Un arquero disparó una flecha contra el jinete, sólo para ver cómo la armadura negra desviaba su flecha sin esfuerzo. El desventurado arquero, dejó caer su arco y echó a correr, pero llegó demasiado tarde para escapar de la hoja negra que lo cortó en dos. El resto de los defensores huyeron.
La espada se deslizó suavemente hacia el jinete tenebroso. Su extraño brillo, pareció desvanecerse y su vida interior pareció atenuarse. El Campeón envainó la Espada del Caos, levantó la cabeza y miró lentamente a su alrededor. Allí de pie, solo, cerrándole el paso hacia Pragg, había un hombre alto y pálido, con el uniforme de Capitán de la Puerta. Tenía una mejilla herida y goteaba sangre. El jinete lo miró un momento antes de hablar.
-¿No tienes miedo, Capitán?- le preguntó, con una voz era ligera y suave, inocente y extrañamente convincente.
Era una voz totalmente inesperada viniendo como venía del gigantesco Campeón de Tzeentch.
-Ya no- respondió duramente Iván.
Se sorprendió al oír lo tosca y vulgar que sonaba su propia voz en comparación con la del jinete tenebroso.
-¿Es que no le temes a la muerte?- se interesó el Campeón del Caos, con una nota de genuina curiosidad.
-A la Muerte...- replicó Iván. -¡ Que si yo le tengo miedo! Llevo el manto de la muerte como una capa de invierno para calentarme. El mundo también está bajo su sombra y se calienta bastante.
Iván hizo un ademán salvaje, como si quisiera abarcar la ciudad en llamas. Levantó la espada, que parecía pesar mucho en sus manos.
-¡Entonces estás loco!- exclamó el Campeón, al tiempo que parecía satisfecho de haber resuelto el enigma.
-Loco... ¿Yo?- replicó Iván con la misma voz desapasionada. -No... a menos que sea locura preferir la muerte a la abominación.
Se lanzó hacia delante y trató de golpear al Campeón del Caos, pero el caballo del jinete tenebroso se encabritó y la espada de Iván cortó el aire. Del hocico del caballo resoplaron llamas y sus ojos también parecieron brillar con una furia disimulada. El Campeón del Caos se rió.
-¡¡LUCHA!!- gritó Iván con furia ciega, -¡Lucha maldito cobarde!
Blandió su espada una y otra vez, pero al caer cada golpe el jinete tenebroso lo esquivaba hábilmente, apartando su gran corcel negro de la trayectoria de la hoja. El Campeón del Caos volvió a reír. Iván cayó de rodillas temblando de furia. El jinete desenvainó un largo cuchillo de color mortecino, ignorando la Espada del Caos que ya había matado a tantos y que, a decir verdad, ahora estaba demasiado saciada de sangre como para ser tentada a salir de su vaina.
Al hacerlo sonó otra voz, la voz áspera pero refrescantemente humana de Vladimir.
-¡¡Corre, Iván... corre!!- le gritó Vladimir mientras salía de las sombras, blandiendo su espada de acero en un arco reluciente.
Se lanzó sobre el jinete. Esta vez el guerrero tenebroso no retrocedió, pues había estado tan concentrado en Iván que no había visto a Vladimir acercarse sigilosamente en la oscuridad. La espada de Vladimir rebotó en la armadura de hierro bruñido con un chirrido desgarrador, como si hubiera golpeado a un ser vivo y no a un metal inanimado. El caballo negro dio una voltereta cuando su jinete lo llamó con fuerza al freno, dando una patada con sus grandes cascos herrados y golpeando a Vladimir en la sien. La espada del vigilante se le escapó de las manos y cayó al suelo sin sentido.
Iván no se había quedado menos sorprendido por el ataque que el Campeón del Caos. Ahora empuñaba su espada y se ponía en pie de un salto, gritando el nombre de su amigo mientras lo hacía.
-¡Vladimir...!- gritó, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
Vladimir yacía inmóvil y de su cabeza manaba sangre oscura. Iván saltó entre el cuerpo de su amigo y el Campeón del Caos. El jinete aún tenía su largo cuchillo en la mano, y ahora apuntaba con su hoja directamente a Iván. Iván levantó su propia espada y se preparó para luchar.
-¡Maldito seas, demonio del Caos!- gritó desesperado.
El Campeón espoleó a su caballo. Luego lo frenó de golpe y tiró de la criatura sobrenatural hacia atrás.
-Adiós, Capitán...- graznó y lanzó el cuchillo con una precisión infalible.
Con un fuerte golpe, la hoja se incrustó en un trozo roto de madera de la puerta. El Campeón del Caos rió suavemente y volvió a cruzar la puerta con su caballo.
-Volveremos a vernos!- gritó mientras desaparecía en la oscuridad.
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Praag en llamas
En cada barrio de Praga ardían una docena de fuegos y en muchos lugares las llamas se unían para formar una gran conflagración. Las llamas saltaban fácilmente a través de las estrechas divisiones entre los tejados de tejas, de modo que tan pronto como una casa se incendiaba, le seguía su vecina, hasta que calles enteras ardían. Columnas de chispas se elevaban en el aire nocturno y volvían a encender nuevos fuegos en otras partes de la ciudad. Los vigilantes repartían gruesas mantas y escobas para apagar el fuego, otros supervisaban la distribución de sacos de arena o cubos de orina para sofocar las llamas. Los pocos con experiencia en la lucha contra el fuego llevaban garfios y largas pértigas para demoler los edificios en llamas o derribar construcciones sólidas para crear cortafuegos.
-Por todos los dioses que necesitamos agua...- exclamó Nikolai limpiándose el hollín aceitoso de la cara.
Vio cómo la séptima casa de la calle de los Plateros se estrellaba contra el suelo. Los maderos rotos aún ardían en algunos lugares, pero las ancianas y los niños ya estaban sofocando las llamas con tierra suelta. Notó que le sangraban las manos de haber estar tirando de las toscas cuerdas de cáñamo.
-Es muy poco probable- respondió André.
Al igual que Nikolai, era corpulento, fuerte y de estatura media. También él estaba cubierto de hollín y suciedad, y su chaqueta de cuero estaba rasgada por la caída de una ventana de cristal. Enarbolaba un pesado garfio de hierro sobre un hombro y cogía una pala con la otra mano.
-El siguiente, es el barrio de los guarnicioneros...- apuntó Nikolai.
Ambos miraron al cielo, buscando con los ojos cualquier señal de cambio en el viento que pudiera llevar chispas a otras partes de la ciudad. André no asintió. Cansados, se alejaron hacia el oeste, dejando que los lugareños se ocuparan de los restos de fuego que quedaban. Al llegar al final de la calle de los Plateros, pasaron junto a las ruinas del santuario de Taal y se dirigieron al norte por la calle del Templo. Esta zona había quedado destruida la noche anterior, cuando un aluvión de bolas de fuego mágicas asoló el centro de la ciudad. Entre los escombros, pequeñas llamas de fuego mágico seguían lamiendo la mampostería derrumbada.
A medida que se acercaban a la calle de los Guarnicioneros, las ruinas daban paso a calles estrechamente pobladas con pasarelas de madera elevadas por encima del nivel del suelo. Los pisos superiores de los antiguos edificios parecían elevarse precariamente sobre sus cabezas; algunos edificios llegaban tan lejos que se unían con el vecino de enfrente y formaban un tejado arqueado.
En tiempos normales, era una guarida de ladrones y granujas, donde sólo vivían los más pobres y desesperados de Praag. Era una de las zonas más antiguas y concurridas de la ciudad, que André y Nikolai habrían evitado normalmente. Esta noche la calle estaba desierta, así que Nikolai y André la recorrieron en un inquietante silencio.
Al final de la calle de los Guarnicioneros, la calle daba paso a un pequeño cruce. Allí se había reunido una pequeña multitud. Era una muchedumbre fea y desaliñada. Muchos de ellos estaban marcados por enfermedades o heridas. Algunos llevaban las cicatrices del hierro candente que los marcaba como ladrones, mendigos y prostitutas. En toda la ciudad se formaban grupos para ayudar a combatir los incendios, pero en ninguna parte había visto Nikolai un grupo tan lamentable y desesperanzado.
-¡ Eh, los de ahi!- los llamó Nikolai mientras se acercaban a la multitud. -¿Tenéis cubos o escobas? ¿Hay arena o tierra? Al menos podríais haber hecho un montón...
La gente, que parecía completamente desprevenida en todos los sentidos, permaneció quieta y en silencio, como aturdida. Los bomberos se acercaron y, al hacerlo, una voz resonó detrás de ellos.
-No os ayudarán.
Nikolai y André se dieron la vuelta y descubrieron que a sólo diez pasos detrás suyo, se alzaba la inconfundible forma de un Campeón del Caos.
El campeón era enorme, una cabeza más alto que cualquiera de los dos. Aunque las sombras lo ocultaban parcialmente, la armadura del guerrero brillaba a la luz del fuego y su reflejo parecía danzar sobre la superficie metálica, revelando un complejo patrón de decoración entretejida, mientras las chispas de luz resplandecían sobre los detalles de esmalte y las joyas cuidadosamente incrustadas. El casco del guerrero cubría por completo su cabeza, pero a través de las oscuras rendijas de los ojos un pequeño destello parecía brillar con la intensidad de una piedra preciosa. El guerrero avanzó hacia la luz rojiza de la ciudad en llamas.
-No te ayudarán...- repitió, su voz suave contenía un leve rastro del dialecto del Imperio hablado por la nobleza del sur.
El paladín, sacó su espada de hoja ancha de su vaina incrustada de joyas. Al hacerlo, otras cuatro figuras emergieron de las sombras. Dos de ellas eran hombres bestia, con el cuerpo cubierto de pelaje oscuro y ataviados con armaduras de cadenas bien gastadas sobre cotas de cuero manchadas. Uno, llevaba un escudo con una calavera en llamas y ambos, empuñaban largas espadas que brillaban a la luz del fuego. Los otros dos podrían haber sido humanos alguna vez, pero ya no: uno parecía tener un par de brazos extra, pero era difícil de decir, ya que todo su cuerpo estaba cubierto de una larga piel escarlata. El otro tenía la forma de un hombre, pero el caparazón quitinoso, las pinzas y los ojos de un cangrejo. El hombre cangrejo avanzó arrastrando los pies con un extraño ruido metálico.
Con un chasquido inesperado, André lanzó su garfio contra el hombre cangrejo, golpeándole entre los ojos.
La criatura emitió un extraño chillido inhumano cuando el garfio se le clavó en el caparazón. El hombre cangrejo se abalanzó hacia delante, blandiendo con rabia sus pesadas pinzas. Se oyó un breve grito gorgoteante seguido de un crujido cuando arrancó la cabeza de André de los hombros y la arrojó al suelo. Nikolai se volvió apresuradamente hacia la multitud, con la esperanza de encontrar aliados entre los habitantes de Praag, pero en su lugar, sólo encontró un silencio de ojos vacíos e indiferentes. El Guerrero del Caos sacudió su yelmo y se rió lentamente.
-¿ Y ahora qué esperanza te queda?- se jactó el paladín. -No más de la que tuvieron estas pobres gentes, abandonadas, sufriendo desesperadamente en tu orgullosa ciudad de Praag. Fueron ellos quienes abrieron las puertas de las alcantarillas y nos dejaron pasar. Ya ves, no tienen nada que perder porque la enfermedad y la pobreza les han arrebatado todo lo que alguna vez les hizo humanos... Mírales a los ojos ¡ahora!
Nikolai se giró y de repente, se dio cuenta de que la multitud lo había rodeado mientras el campeón hablaba.
Estaban a su alrededor, apretujándole con su aliento apestoso y sus harapos mugrientos. Intentó apartarlos en vano, aunque era inútil, sus manos tiraban y desgarraban su ropa y su piel, y sus puños lo golpeaban contra el suelo junto al cuerpo de André. Antes de que la oscuridad acabara con él, oyó la risa grave del campeón y reconoció por primera y última vez el odio en los ojos de los pobres de Praag.