
El año 2522 vio el retorno de Mannfred von Carstein al mundo de los mortales. Mannfred, obsesionado por hacerse con el trono del Imperio y gobernar sobre todo el Viejo Mundo (incluso aunque le llevase toda la eternidad lograrlo), había estado esperando su oportunidad desde que fuera derrotado en el Pantano de Hel. El paso del tiempo apenas tiene consecuencias para una criatura de sangre inmortal, así que el depuesto Conde Vampiro se dedicó pacientemente a recuperar sus fuerzas y aguardar el momento adecuado para volver a golpear.
Mannfred había estado contemplado con gran interés cómo las tribus Kurgan que adoraban al Caos invadían en masa el Imperio, llevando la anarquía y la destrucción al Viejo Mundo antes de acabar siendo repelidos por una alianza de Enanos, Elfos y Hombres (que no obstante tuvieron que pagar un alto coste en bajas por dicha victoria). A medida que se desarrollaba este drama, Mannfred tenía cada vez más claro que esas tres razas unidas serían capaces de mantener a raya incluso a los infernales ejércitos de los Dioses Oscuros. El Conde Vampiro no estaba dispuesto a cometer el mismo error. Su plan consistía en abrir una brecha en la camaradería entre Elfos, Enanos y Humanos, pues estaba seguro de que si lograba minar la confianza que se tenían esas tres antiguas razas, su capacidad militar se debilitaría y haría al Viejo Mundo vulnerable a una conquista por parte de sus hordas de No Muertos.

Durante los años que transcurrieron hasta su reaparición, Mannfred viajó a lo largo y ancho del mundo buscando aliados a su causa. Sus estudios con los discípulos de Nagash, en las ruinas de Lahmia, se habían completado, y sus habilidades mágicas nunca habían sido más potentes. Sin embargo, los planes del último de los von Carstein eran muy ambiciosos. Mannfred estableció un espantoso pacto con los corruptos hechiceros espectro que aún seguían sirviendo a Nagash en el sur. Según dicho pacto, ellos le contarían sus secretos mágicos, y a cambio Mannfred les ayudaría a volver a convocar al Gran Nigromante y propiciar así la llegada de un nuevo orden mundial. En secreto los von Carstein llevaban siglos trabajando para lograr ese mismo objetivo, reuniendo en sus castillos todas las reliquias del reino de Nagash que habían podido encontrar. Pero aunque habían logrado grandes progresos al respecto, en última instancia seguían sin lograr resultados prácticos, pues en realidad Nagash era ya más un dios que un hombre, y su alma estaba más allá de las habilidades de los Condes Vampiro parar traerlo de vuelta al mundo de los mortales. Si se quería lograr una resurrección verdadera, sería necesario usar los rituales de la antigua Nehekhara combinados con el sacrificio de un alma poderosa e inocente. Sin embargo Mannfred, con uno de sus habituales golpes de genio, vio un modo de acelerar la vuelta de Nagash y al mismo tiempo de debilitar seriamente a aquellos que se le oponían.
Mannfred viajó desde los desiertos de Nehekhara hacia el norte, a las fértiles y templadas tierras de Bretonia. Dentro de lo posible prefería ir de incógnito, pero ocasionalmente se veía obligado a reanimar a los muertos de los cementerios locales para que luchasen a su lado, sobre todo cuando los caballeros de alguna región por la que trataba de pasar se reunían para expulsarlo de allí, La maestría de Mannfred sobre las artes mágicas más siniestras le permitió abrirse un sangriento camino a través de las montañas al este de Bretonia, hasta que localizó a Heinrich Kemmler, Señor de los Nigromantes, y a Krell, el Rey Tumulario, junto con su ejército de No Muertos enfundados en imponentes armaduras. Allí, bajo la luz de la luna llena y rodeado de colinas envueltas en la bruma, Kemmler se mostró de acuerdo con el plan de Mannfred. El amargado y maligno Señor de los Nigromantes estaba más que dispuesto a aprovechar cualquier oportunidad de reducir a cenizas la civilización que había dejado atrás. La guerra volvía a amenazar en el horizonte.
Un Plan Diabólico.[]

Mannfred Von Carstein
Mientras los retorcidos y densos bosques del Viejo Mundo pasaban del frondoso verde al marrón, el rojo y el dorado, la Delegación Fénix de Ulthuan marchó desde la línea costera de los Reinos Fronterizos hasta el sur del Imperio, en misión diplomática a Karaz-a-Karak. Estas visitas solían ser bastante tensas, pues los Elfos y los Enanos se habían enfrentado en el pasado en una cruenta guerra (la Guerra de la Barba), y aquellas viejas heridas seguían abiertas en sus corazones. Viendo la magnitud de las recientes invasiones del Caos, el rey Alto Elfo Finubar había aceptado parlamentar con el Gran rey de los Enanos, Thorgrim Custodio de Agravios, y cimentar su alianza de cara a los años venideros. En secreto, no obstante, ambos dignatarios tenían como objetivo principal asegurar la posición de su raza, y transmitir al otro la impresión de que eran lo bastante poderosos como para prevalecer si aquel pacto se acababa yendo al traste. El Rey de los Altos Elfos se había visto obligado a permanecer en Ulthuan, pues su pueblo estaba enfrascado en las cruentas guerras contra los Elfos Oscuros, pero para asegurarse de que el Gran Rey Enano no se sintiera ofendido al ver que los Altos Elfos habían mandado a parlamentar a un mero funcionario, Finubar encargó dicha tarea a su increíblemente bella hija Aliathra, una hechicera de gran talento. Los reyes Enanos son fáciles de enfadar, pero según se decía la Princesa Aliathra era tan carismática que incluso podría lograr que una Mantícora enfurecida acabara acurrucada con la cabeza en su regazo.
Las Montañas del Fin del Mundo están infestadas de pieles verdes, y la Delegación Fénix había sido atacada por tribus de Orcos varias veces en su viaje hacia las altas cumbres en las que se encontraba Karaz-a-Karak. Sin embargo, en todas esas ocasiones la gran pericia marcial del ejército de Altos Elfos, combinada con las habilidades mágicas de Aliathra, se habían bastado para poner en fuga a las hordas pieles verdes sin sufrir bajas destacables. La princesa elfa estaba segura de que aquellos despliegues de poder militar y taumatúrgico serían apreciados por los barbudos anfitriones que les esperaban en lo alto de las montañas, mientras que por su parte los Enanos no querían insultar a sus invitados apareciendo para “rescatarlos”. La delegación de Altos Elfos entró en Karaz-a-Karak sin mayores problemas, y con una gran demostración de cortesía y habilidad negociadora hizo realidad su alianza con los Enanos. Sin embargo, para cuando iniciaron el camino de vuelta a la costa, los agentes mortales de Mannfred ya habían hecho correr la voz por todas las montañas sobre la presencia de Altos Elfos. De resueltas de eso las tribus de pieles verdes se habían reunido en gran número; y además no estaban solas, pues ocultos en los oscuros valles de la región había dos enormes ejércitos de No Muertos, uno liderado por Mannfred y el otro por Heinrich Kemmler. Las fuerzas de la oscuridad estaban listas para activar su trampa.
Los portones de Karaz-a-Karak se abrieron, y de su interior surgió una verdadera muchedumbre de Enanos una guardia de honor de más de un millar de guerreros que marchaban flanqueando a la Delegación Fénix. La comitiva no había avanzado ni diez leguas, cuando las tribus de Orcos pusieron en funcionamiento su emboscada, descendiendo de pronto en tromba por las laderas con un ensordecedor grito de guerra que hizo que la misma montaña se estremeciera. A una orden de Orgrimm, el anciano Señor del Clan, los Enanos de la guardia de honor desplegaron sus muros de escudos creando un instantáneo bastión de acero mientras Yluthian, el príncipe consorte de Aliathra, alzaba el vuelo a lomos de Rudo, su noble Grifo. Los Maestros de la Espada de la princesa se cerraron en torno a ella para protegerla, y centenares de Arqueros Altos Elfos empezaron a lanzar limpias y mortíferas andanadas de flechas justo por encima de las cabezas de sus aliados Enanos. En menos de una hora, y para el disgusto de los refinados guerreros Altos Elfos, el valle quedó teñido de rojo con la apestosa sangre de los Orcos.
Solo cuando la mitad de las tribus pieles verdes hubieran sido eliminadas, Manfred se puso en acción. Súbitamente, los cielos se oscurecieron mientras enormes bandadas de murciélagos surgían de las cavernas y oberturas en las laderas montañosas. En el río que corría por el centro del valle acechaba un ejército de Guerreros Esqueleto astutamente ocultos, cuyas empapadas armaduras dejaban ver la desgastada heráldica de los von Carstein.

Una gran falange de Tumularios marchó desde los valles con Krell a la cabeza, avanzando incansable para interceptar el intento de huida de la Delegación Fénix. Por detrás suyo, el resto de las tribus de Orcos ya habían bloqueado la ruta de vuelta a Karaz-a-Krarak. De entre las nubes surgió un trío de gigantescos Engendros del Terror similares a murciélagos, y montados por Vampiros Strigoi. Una de estas bestias fue interceptada por Yluthian y su Grifo raudo, pero ni siquiera un combatiente de reflejos tan rápidos como él fu capaz de detener a los otros dos, que se lanzaron en picado contra las formaciones de guerreros Altos Elfos, lanzando agudos Chillidos y con sus putrefactas mandíbulas abiertas de par en par, ávidas por probar la tierna carne de sus enemigos.
Pero aún, el Nigromante entonó un doliente cántico del que se hicieron eco las montañas, y que tuvo como resultado que todos y cada uno de los Orcos que habían muerto hasta ese momento de la batalla se reanimaran súbitamente. Incluso los brazos y manos cercenados de aquellos que habían sido despedazados por las espadas de los Altos Elfos o las hachas de los Enanos empezaron a arrastrarse de nuevo hacia los muros de escudos de la guarda de honor Enana.
La anarquía se apoderó a continuación del campo de batalla fue la antítesis de la ordenada defensa que los aliados habían planteado hasta ese momento. A medida que el sol desaparecía tras las montañas, el número de No Muertos empezó a aumentar. La mayoría eran incinerados por al ardiente magia blanca de Aliathra, o cazados por las Grandes Águilas que habían acompañado a los Altos Elfos en su viaje, pero el resto llegaban al combate y atacaban directamente a los ojos y las caras de los Arqueros Altos Elfos con sus garras. En el primer plano de la batalla, los siervos No Muertos de Krell tomaron posición y lanzas en ristre cargaron contra las líneas de los Enanos, con el propio Krell allanándoles el camino a base de descargar a derecha e izquierda devastadores golpes de su temible gran hacha negra. Algunos de los espectrales jinetes de Krell, espíritus incorpóreos envueltos en llamas verdes, atravesaron con su carga el muro de escudos Enano y llegaron hasta las filas de los Maestros de la Espada Altos Elfos, dejando a su paso un reguero de cadáveres de veteranos Enanos, sus cuerpos pálidos y agarrotados convertidos en meras carcasas vacías tras haberles sido arrancada el alma.
La presión empezaba a resultar insufrible para los Enanos. Krell mató al Señor del Clan Orgrimm en combate personal, tras lo cual las tropas del Rey Tumulario desataron una masacre que hizo retroceder la línea de escudos hasta acabar por romperla. Los Barbaslargas, virtualmente enterrados bajo una montaña de pieles verdes No Muertos, no estaban en posición de ayudar a sus camaradas. Los Esqueletos de la horda de Mannfred pese a tener sus cuerpos literalmente cubiertos de flechas élficas clavadas, seguían combatiendo sin ceder un palmo de terreno gracias al férreo control de su maestro sobre la magia nigromántica. Pronto, no quedaría ni una flecha en los carcajs de los Arqueros Altos Elfos. La situación pintaba realmente mal para los aliados.
Fue entonces cuando Kemmler cimentó una vez y para siempre su reputación a ojos de los von Carstein. El Nigromante empezó una serie de siniestros cánticos, y de inmediato los Enanos que habían muerto en la batalla se alzaron de nuevo con sus cabezas colgando sobre los hombros y atacaron a la delegación élfica, a la vez que los Engendros del Terror que volaban en círculos volvían a lanzarse en picado. Los blindados cadáveres Enanos se cobraron un alto precio contra los horripilados soldados élficos. Sus hachas rúnicas subían y bajaban rítmicamente, teñidas de sangre élfica hasta la empuñadura. Como contrapunto al grotesco drama que se estaba desarrollando podía oírse la escalofriante risa de Mannfred von Carstein retumbando sobre el tronar de la batalla, disfrutando ante aquel macabro recordatorio de la Guerra de la Barba que tiempo atrás había enfrentado a Elfos y enanos. Finalmente, los Altos Elfos no tuvieron más remedio que huir, siguiendo a sus Grandes Águilas que ya habían partido hacía un buen rato, para hacer llegar cuanto antes a la corte de Ulthuan la noticia de aquella nueva traición.

Los Príncipes Dragón que formaban la reserva de Aliathra identificaron un punto débil en la línea de No Muertos y cargaron hacia allí con una fuerza explosiva, haciendo volar por los aires cabezas y extremidades cercenadas de No Muertos hasta que lograron abrir brecha en la trampa mortal que les había tendido Mannfred von Carstein. Entre estos valientes se encontraba la Princesa Elfa a lomos de su imponente corcel Salanir el Orgulloso. En torno suyo, la energía mágica empezó a crepitar, mientras lo que quedaba de la Delegación Fénix luchaba con toda la furia de Khaine para tratar de asegurar que la princesa escapase con vida. Y justo cuando parecía que los Príncipes Dragón iban a chocar de frente contra los Tumularios de Krell que les cerraban el paso en la parte baja de la ladera, Aliathra profirió un grito triunfal y todo el grupo de caballería élfica se alzó galopando en el cielo nocturno, como si bajo ellos se hubiera formado un puente de bruma sólida.
En ese momento el propio Mannfred decidió unirse por fin a la refriega. Descendiendo desde los rocosos picos montado en un descomunal Dragón Zombi, se dispuso a dar caza a la Princesa Elfa que huía sobrevolando las cabezas de los Tumularios como si fuera un dardo de luz blanca. En ayuda de Aliathra apareció de pronto el joven Príncipe Elfo Yluthian, que interceptó al Conde Vampiro e inició con él una desesperada batalla aérea para dar a Aliathra tiempo de escapar definitivamente. Sin embargo, a una orden mental del von Carstein los dos Engendros del Terror que aún quedaban en pie se lanzaron a sustituirle en la persecución.
En las laderas de la montaña, Heinrich Kemmler también tenía un último truco en la manga. El Nigromante hizo aparecer unos tentáculos de energía oscura con los que infundió de poder nigromántico a los dos Engendros del Terror, haciéndoles acelerar hasta alcanzar una velocidad endiablada. Al ver esto Aliathra giró sobre su montura, gesticuló con fiereza y uno de los Engendros del Terror quedó consumido en una cegadora deflagración de magia. Sin embargo, el otro cayó sobre ella con un Chillido tan agudo que la dejó inconsciente al instante. El monstruo capturó con sus garras a la princesa y a su acaballo, y dio media vuelta para volver a la batalla. Sin la magia de Aliathra para mantenerlos en vuelo, los Príncipes Dragón se precipitaron toscamente hasta el fondo del valle.
El duelo a gran altura entre Mannfred y el Príncipe Alto Elfo estaba alcanzando su sangriento clímax. A la sobrenatural rapidez del Conde Vampiro y el draconiano tamaño de su montura No Muerta, el Alto Elfo y su Grifo oponían una agilidad inigualable, atacando a su enemigo una y otra vez (el Elfo con su lanza, el Grifo con sus afiladas garras), mientras no paraban de moverse en torno suyo. El Conde Vampiro parecía ir perdiendo, pues hasta ese momento solo su Armadura de Templehof había impedido que el príncipe Yluthian atravesara su negro corazón de un lanzazo. Entonces, mientras el Alto Elfo se preparaba para dar una nueva pasada, Mannfred esbozó una sonrisa al ver al último Engendro del Terror pasar sobre ellos y dejar caer el cuerpo de Salanir, el corcel de Aliathra, que impactó de lleno contra el Príncipe Elfo y lo hizo caer de su silla. Mannfred aprovechó que aquella maniobra habría distraído momentáneamente al Grifo y le atravesó el cuello con su espada. Un segundo más tarde el Dragón Zombi abrió sus fauces como si fueran un gigantesco cepo y hundió sus dientes en la cabeza de la noble bestia, que se quebró con un horrible crujido. A una orden de Mannfred, el dragón Zombi lideró a su presa y dejó que su cadáver aún caliente cayese a plomo hacia el fondo del valle. Antes de que el Grifo muerto llegara a tocar el pedregoso suelo Kemmler ya lo había reanimado bajo su control, y lo mandaba de vuelta al grueso del combate para atacar a sus antiguos camaradas.
Así finalizó el papel de Mannfred en la batalla, pues el Conde Vampiro sabía muy bien que entre la nigromancia de Kemmler y la fuerza bruta de Krell los destrozados restos del ejército aliado de Enanos y Altos Elfos no tenían otra posibilidad que no fuera huir. Pronto, la corte de Ulthuan sería informada de que la hija del Rey Fénix había muerto mientras estaba bajo la protección de una guardia de honor de los Enanos, y así las viejas heridas entre ambas razas volverían a abrirse, en un intercambio de reproches y acusaciones cruzadas que no acabarían nunca. Mientras volvía hacia Nehekhara a lomos de su Dragón Zombi, y escoltado por el Engendro del Terror que llevaba entre sus garras a la inconsciente Princesa Elfa, Mannfred no pudo por menos que sonreír quedamente para sus adentros. Su plan estaba prácticamente cumplido.
Continúa aquí: La sombra de Nagashizzar.
Fuente[]
- Ejércitos Warhammer: Condes Vampiro (8ª Edición).