
Los Caballeros de la Plaga estaban acampados en una colina llana que se levantaba del suelo pantanoso al oeste de Praag. Una pista de madera de arbustos reforzada con troncos de árboles había sido colocada para permitir el paso a los caballos de los caballeros, pero en otra parte los Campeones de Nurgle vadeaban a través del fango y parecían contentos de hacerlo. Scarabus siguió la pista cuidadosamente, pues incluso ésta estaba resbaladiza con suciedad y limo. Estigma de Fuego, el Corcel del Caos de Scarabus, bufó airadamente mientras pasaban una hilera de estacas llenas de cabezas. Al otro lado de aquella espantosa cerca, un corpulento Campeón de Nurgle observaba a Scarabus desde el desordenado confort de un palanquín harapiento. Scarabus palmeó el cuello el ancho cuello del semental para calmarlo, sintiendo que su propio estómago se revolvía ante el hedor que se hacía cada vez más repugnante al entrar en el campamento de Nurgle.
Los estandartes de los Caballeros de la Plaga estaban dispuestos en un gran grupo en lo alto de la colina, de modo que colgaban como las velas de un barco marino en decadencia. Tan andrajosos estaban estos estandartes con la descomposición que era difícil adivinar los símbolos que se representan en ellos. Algunos parecían llevar las cabezas o cuerpos enteros de monstruosas moscas, mientras que otros insinuaban lo que alguna vez debió haber sido escenas vívidas de corrupción corporal. Alrededor de estas estandartes se reunían los propios Caballeros de la Plaga. Eran una masa que parecía rezumar con llagas y forúnculos, de modo que incluso su armadura corría con pus y brillaba con icor. Algunos parecían hinchados como cadáveres, otros tenían la piel que colgaba de ellos en pedazos donde el contagio se había dando un festín con su carne. Cuando bajó de la grupa de Estigma de Fuego, Scarabus sintió que el suelo le chupaba pegajosamente sus pies, pero no se atrevió a mirar hacia abajo para no ver qué suciedad había encontrado su paso.