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Valnir el Segador por Wayne England Nurgle

Valnir el Segador.

Hace unos doscientos años, el nombre de Valnir el Segador era temido a lo largo y ancho de las tierras de Kislev y el Imperio. Como gran guerrero de la Tribu del Cuervo tomó el camino entre las Montañas del Crepúsculo en dirección al Reino del Caos y se convirtió en un Guerrero del Caos, y posteriormente, con el paso del tiempo, en un temido y poderoso Paladín del Caos.

Allí por donde pasa Valnir, la plaga y la podredumbre lo acompañan. Pozos y fuentes se secan, y los ríos y torrentes se estancan. Los animales cogen la rabia y los humanos enferman y mueren. Muchas veces Valnir ha ganado una batalla antes de que empezara, destrozando con sus fanáticos Bárbaros ejércitos formados por hombres enfermos, debilitados por el Aliento de Nurgle.

Sólo Valnir y Nurgle saben cuántas almas se tendrán que segar antes de que pueda volver a descansar. Con el paso del tiempo Valnir ha llegado a odiar a todos los seres vivos porque se aferran insistentemente a las almas en vez de rendirlas sin más a su amo Nurgle. Su carne está completamente corrompida. Su Armadura del Caos está hecha pedazos. Los gusanos se retuercen en las cuencas de sus ojos. Sus entrañas rezuman entre los huecos de su armadura. Pero una terrible fuerza subyace en su armazón esquelético. Su puño es como el hierro, y ningún enemigo alcanzado por su terrible flagelo logra recuperarse jamás. Cuanto más mata, mayor es su vitalidad. Su cuerpo ha sido destruido muchas veces, y pese a ello siempre ha vuelto a levantarse, incluso con mayores ansias de matar y dejar un rastro de cadáveres putrefactos vacíos de esencia, mientras envía sus almas al Reino de Nurgle.

Historia[]

Hace más de doscientos años, el nombre de Valnir el Segador fue temido en las tierras de Kislev, Norsca y el Imperio. Se decía en su lejana y fría tierra norteña, que nadie podía rivalizar con Valnir en la batalla. La fuerza de su músculos y su habilidad con las armas eran tales que, por muchos, era considerado iguales a los guerreros del Gran Mastín. Sin embargo, mientras su tribu aplaudía sus muchas victorias y lo veía ascender para convertirse en su líder indiscutible y señor de la guerra, el propio Valnir no estaba contento.

No se enorgullecía de sus acciones o apariencia, ni se deleitaba con los lujos que su pequeño imperio de tierras conquistadas podía otorgar. Ninguna de las leyendas dice a que se debía esto, pero todos están de acuerdo en que Valnir siempre tuvo un rostro sombrío y un corazón apesadumbrado. De hecho, se dijo entre su gente que si la miseria de Valnir fluyera como un río desde su boca, entonces cubriría todas las tierras del norte con sus aguas amargas. Sin embargo, a pesar de la evidente desesperación de Valnir, no era apático ni derrotista. Aunque nadie podía decir por qué, Valnir odiaba el mundo con raro fervor y estaba decidido a imponer su miseria en todas las tierras de los hombres. Pero nada de lo que podía hacer el jefe de rostro demacrado, por terrible o cruel que fuera, parecía suficiente.

La desesperación de Valnir creció a medida que se le hizo más evidente que nada saciaría la terrible amargura de su corazón. La pura desesperanza de su estado llegó un día cuando él y sus guerreros se prepararon para descender sobre una aldea enemiga. Con lágrimas de frustración brillando en sus ojos muertos, Valnir declaró a sus hombres que no se preocupaba por la emoción o el clamor de la batalla, ni por la expansión de sus tierras o las dudosas alegrías de capturar esclavos. Todo lo que deseaba de la guerra era mostrarle al mundo lo que significaba sufrir como él lo hacía, y ninguna acción o tortura que pudiera concebir se acercaba a eso.

Los hombres de Valnir se asombraron, y lo hicieron más cuando Valnir declaró que no pelearía más batallas hasta que hubiera encontrado una manera de sostener un espejo ante el mundo que le mostrara la inutilidad de sus esfuerzos y la verdad de la desesperación. Sin más palabras, Valnir los abandonó.

Cuanto más al norte viajaba, y más se alejaba, las parpadeantes luces de los Desiertos del Caos actuaban como su brújula. Su miseria no tenía límites, y sin embargo, su resentimiento hacia el mundo en general lo impulsó siempre hacia adelante. Una vez más allá de las montañas y los fiordos de los Vargs, Valnir continuó hacia el norte a través de la capa de hielo hacia la tierra de los Kvelligs y los Aghols. Luego siguió, pasando por las tierras de los nómadas y avanzando hacia el interior de los Desiertos del Caos. Llegó a una amplia llanura que hacía eco con el aullido de los mastines. Cualquier hombre inferior se habría acobardado por el miedo ante aquel terrible sonido, pero a Valnir no le importaba. La muerte no era una amenaza para quien odiaba la vida. Continuó sin vacilar, y cuando los grandes perros de esa llanura vinieron a por él, se enfrentó a ellos con una determinación estoica. Eran criaturas enormes, con colmillos como dagas y garras cortantes, pero espada en mano, Valnir los fue abatiendo, sin aminorar una sola vez su paso.

Una y otra ve, fueron a por él, y una y otra vez los apartó de su camino. Finalmente, Valnir entró en las estribaciones más allá de las llanuras de los perros, y los ataques disminuyeron, y luego se detuvieron. Sin embargo, el demacrado guerrero no había escapado ileso. Su cara, piernas y brazos estaban cubiertos por laceraciones y desgarros, y era evidente que a causa de su creciente calor contenían la infección. Aun así, a Valnir no le importó. Continuó hacia el norte y hacia las montañas.

Entre los picos helados, Valnir luchó contra las grandes águilas de sangre, enormes criaturas aladas con los ojos y garras de gigantescos felinos. Sobrevivió a las avalanchas, los terremotos y las erupciones de los volcanes, hasta que finalmente alcanzó el punto más alto de la montaña y descendió por el otro lado, hacia las grandes capas de hielo que unían los Reinos Mortales con el deformado horror de los Desiertos del Caos.

Monstruos de horror indescriptible yacieron esperando en las profundidades debajo del hielo, emergiendo salvajemente en un esfuerzo por arrastrar a Valnir a una tumba acuosa. Pero Valnir los evitó. Un escalofrío desapacible sopló desde el norte, adormeciendo la mente de Valnir y desgastando su cuerpo malherido y con cicatrices. Pero aún así Valnir contnuó luchando. La magia del aire saturado brillaba con ilusiones y falsas visiones, más que suficiente para atraer a los desprevenidos o descuidados a su muerte. Pero con todo Valnir prevaleció, hasta que finalmente pisó la roca estéril que marcaba la frontera de los Desiertos del Caos.

Muchos guerreros y bárbaros se habían interpuesto en su camino a lo largo de ese viaje, así como también muchas criaturas infernales, pero ninguno pudo igualar los horrores que lo esperaban dentro de los Desiertos. Monstruos y deformes Engendros del Caos se interpondrían ante él, y sabía que las innumerables bandas de guerra de los mejores campeones del Caos deambulaban allí. Sin embargo, Valnir no dio la vuelta. La tierra misma se retorció y se combó a su alrededor, creando precipicios y simas, o también volcanes que se elevaban repentinamente desde el suelo, cubriendo la tierra con lava y ceniza. Enfermo por los humos nocivos que emanaban de la tierra cicatrizada, y con sus heridas inflamadas con suciedad y pus, Valnir comenzó a escuchar voces dentro de su cabeza, cada una de las cuales le decía que se rindiera y se sometiera, o bien se jurara a uno de los Señores del Caos. Pero Valnir se negó a someterse y se negó a buscar ayuda. Terminaría su búsqueda solo, tal como la había comenzado.

Continuó avanzando tambaleante hacia los grandes dientes del Reino del Caos. Alcanzaría el corazón de la decadencia, o moriría en el intento. Al borde de la locura, Valnir se encontró con un enorme árbol podrido. En cada rama colgaba una extraña fruta de tres bulbos, viscosa de corrupción y llena de gusanos. Alrededor de la base del árbol, retorcidas entre las raíces, estaban los cadáveres de docenas de criaturas y hombres muertos, cada uno en diferentes etapas de decadencia.

Cuando se acercó, Valnir sintió que una abrumadora sensación de desesperación lo inundaba, ahogando su amargura y privándole de toda determinación. Era un sentimiento que ni siquiera él, normalmente tan acostumbrado al sufrimiento y estoico en su miseria, podía tolerar. Aquí por fin estaba la claridad que había buscado. Cayó sobre sus rodillas en medio de la descomposición y la podredumbre, su cuerpo se desplomó y se tendió sobre el montón de cadáveres que tenía delante. Valnir abrazó finalmente la derrota, pero en lugar de renunciar a su vida, Valnir oró a esta fuente de desesperación, pidiendo el derecho a difundir su verdad en todas las tierras mortales.

Había pasado su prueba final. El propio Nurgle fue el estuario del cual brotó todo el temor y la miseria, y exigió que sus siervos se sometieran solo a él, mientras deseaban difundir Su Palabra por todo el mundo.

Nadie puede saber qué proceso divino y demoníaco transfiguró a Valnir. Basta con decir que Nurgle eligió bendecirlo, y que sus bendiciones lo transformaron en El Segador, el recolector de almas, cuya misión era matar y difundir el miedo y la enfermedad en nombre del Dios de la Desesperación. Concedió a Valnir un arma demoníaca de gran potencia, un flagelo que podía arrancar las almas tan fácilmente como las vidas. Grande fue el número de inocentes cuyas almas cosechó Valnir el Segador.

Largo y terrible fue el servicio de Valnir hacia su dios, y horroroso fue el sufrimiento que infligió en nombre de su amo. Cuando llegó la Gran Guerra contra el Caos, Valnir respondió a la llamada a las armas como muchos otros Paladines del Caos. Combatió para su dios en el asedio de Praag y en la titánica batalla de las Puertas de Kislev. En el apocalíptico combate final cargó contra Alexis, el Zar de Kislev, pero fue derribado y mortalmente herido. De alguna forma consiguió abandonar a rastras el campo de batalla. Sin embargo, indomable como siempre, de alguna manera Valnir logró tambalearse alejándose del campo de batalla.

Sus seguidores llevaron su cuerpo de regreso a sus tierras, ya que ese era su último deseo. Los Bárbaros de la Tribu del Cuervo construyeron un gran trono de piedra desde donde Valnir pudiera vigilar sus tierras ancestrales. Pero Valnir poseía la vitalidad infernal de su maestro y, aunque pasaron los años, el cuerpo de Valnir no se descompuso completamente, sino que parecía regenerarse al tiempo que se podría.

Así permaneció durante más de doscientos años. Pero la misión de Valnir todavía no había finalizado. Con el paso del tiempo , los vientos negros procedentes del Reino del Caos se habían fortalecido. Entre las tribus del norte se decía que el descompuesto cuerpo esquelético de Valnir despertaría, y que su campeón regresaría una vez más.

Y así fue cómo veinte décadas después tras la batalla en Kislev, Valnir se alzó una vez más, ni vivo ni muerto, sino como una criatura demoníaca alimentada por el poder de Nurgle, el Dios de la Podredumbre. Su alma había regresado a su cadáver. Valnir el Segador volvía a caminar sobre la tierra. Los Guerreros de la Tribu del Cuervo cayeron de rodillas en cuanto le vieron, y lo veneraron como un semidiós. Para ellos era la prueba viviente, si es que eso fuera necesario, de que el Señor de la Pestilencia está con ellos y que las tierras del sur pagarán caro por su victoria en Kislev.

El Fin de los Tiempos[]

Fin trans
El trasfondo de esta sección o artículo se basa en la campaña de El Fin de los Tiempos, que ha sustituido la línea argumental de La Tormenta del Caos.

Al comienzo de los eventos del Fin de los Tiempos, el cuerpo demoníaco de Valnir se había regenerado por completo, convirtiéndolo en un guerrero verdaderamente monstruoso. Era una masa andante de pústulas, gases apestosos y suciedad leprosa encerrada dentro de una Armadura del Caos negra e infestada de gusanos.

Valnir fue uno de los muchos campeones infames que buscaron ganar la gloria al matar a Valten. Dentro del Templo de Verena en ruinas de Middenheim, él y Wulfrik el Errante se enfrentaron en un feroz duelo para decidir quién de ellos tenía derecho a desafiar a los Elegidos de Sigmar. Durante horas, los dos lucharon, y ninguno de los cuales ganaba el combate. Cada vez que Valnir golpeaba a Wulfrik contra el suelo, este último volvía a levantarse un momento después, maldiciendo y acuchillando a su enemigo, sus golpes rebotando en la placa del Caos plagada de gusanos del otro. Eventualmente, el Segador pudo derribar a su oponente, rompiendo el gran escudo del guerrero con su mayal brutal.

Por desgracia, Valnir eligió dedicar su victoria a Nurgle mientras el Errante aún vivía. Esto le dio a Wulfrik los segundos que necesitaba para atrapar al Segador con la guardia baja, hundiendo su enorme espada en el espacio revestido de pus entre su casco y su coraza. La punta de la hoja atravesó el cuello de Valnir en una explosión de inmundicia, decapitando al gran guerrero.

Objeto Mágico[]

Fuentes[]

  • Suplemento: Paladines del Caos (5ª Edición), págs. 22, 24 y 25.
  • Liber Chaotica: Nurgle, págs. 33, 34, 36 y 37.
  • Compendio: El Fin de los Tiempos.
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