Wiki La Biblioteca del Viejo Mundo
Advertisement
Wiki La Biblioteca del Viejo Mundo
Fin trans
El trasfondo de esta sección o artículo se basa en la campaña de El Fin de los Tiempos, que ha sustituido la línea argumental de La Tormenta del Caos.
Zombies por Karl Kopinski

Una horda de Zombis

Aunque el disgusto de Mundvard era por lo general tan deliberado y lento como el veneno, el caos que había envuelto repentinamente su ciudad había despertado una cólera fría. Los astilleros hervían de violencia mientras las naves norteñas vertían su carga salvaje en las calles. Miles, quizás decenas de miles de Marienburgueses habían muerto en la última hora antes de que los ejércitos de la ciudad la abandonaran. La lucha amarga había consumido su reino de extremo a extremo. Tan numerosas eran las tribus que se derramaban en la ciudad que se había perdido en el espacio de unas pocas horas. Con el espectro de la enfermedad frecuentando las calles, era una locura creer que los vivos la protegerían más tiempo.

Un número sin precedentes de buques de guerra habían penetrado las defensas del puerto. Las aguas que besaban el puerto estaban llenas de cadáveres, y el cobrizo olor de la sangre derramada colgaba pesado en el aire. El olor de tanta sangre era electrizante para un vampiro, incluso uno tan autocontrolado como Mundvard. Habían pasado varias décadas desde que se había dado a las alegrías de la violencia desenfrenada - siglos, incluso. El vampiro se encontró alargando sus colmillos en previsión de la venganza roja, su forma de batalla amenazaba con liberarse atada a su blindaje de placas.

Si los vivos no podían contener la marea de caos, entonces los muertos tendrían que mantener la línea en su lugar. Después de todo, la peste era de poco interés para cualquiera en el lado equivocado de la tumba.

El vampiro cerró apretadamente sus ojos de escarabajo negro en señal de frustración. No había sido la astucia de un hechicero ni el celo de un cazador de brujas el que había forzado la mano de Mundvard, sino los brutos nada sutiles de los Desiertos del Caos. Se habría reído de la ironía, si sus propios amados planes no hubieran sido los que estaban pagando el precio. Incluso los elfos de la armada de Aislinn no habían podido con tal agresión súbita.

Mundvard caminó hasta el techo del ayuntamiento con su consorte Alicia detrás. Situado en lo alto por encima de las calles, el antiguo vampiro entonó las palabras de poder que hacía tiempo que había recogido de los más preciosos tomos de Vlad von Carstein. Con la adición de Alicia a la letanía, su efecto sobre los vientos etéreos fue instantáneo.

A lo largo y ancho de la ciudad portuaria, los adoquines se sacudieron y agrietaron, puertas de bodegas se abrieron de golpe y pasadizos ocultos desalojaron el polvo que los ocultaba de la vista. Legiones de muertos se abrieron paso libres de incontables lugares escondidos, una marea de cadáveres que estallaba hacia fuera de las paredes de yeso huecas, que desbordaba los áticos, y se arrastraba desde almacenes cuyos inventarios falsificados los habían escondido mejor que cualquier bóveda.

La muchedumbre de carne muerta que se sacudió a través de las calles hacia los invasores era un espectáculo repugnante, pero los norteños estaban demasiado preocupados con la caza de los últimos rezagados Marienburgueses para verlos.

Sólo cuando el Suidstrasse se lleno de extremo a extremo con cadáveres gimientes comenzaron los Glottkin a darse cuenta de que el camino estaba lleno de muertos vivientes.

Los Glottkin se sorprendieron con el cuadro espantoso que se les acercaba, pero no del todo desagradecidos.

Los tonos de podedumbre exhibidos tenían una extraña belleza para los adoradores de Nurgle, y los trillizos eran verdaderos conocedores. Unos de los cadáveres andantes se parecían mucho a hombres apelmazados de la cabeza a los pies con polvo de yeso, algunos estaban desecados y con la piel flácida. Otros en el flanco izquierdo tenían el púrpura de la carne en conserva, y los de la derecha eran poco más que esqueletos sin restos de carne. Todos y cada uno, se dirigían en la dirección de los asaltantes norteños.

Los caminos a ambos lados del Suidstrasse también estaban abarrotados de muertos. Ethrac susurró sus sospechas a su hermano, un practicante talentoso de las artes oscuras había invertido mucho en la ciudad portuaria de Marienburgo, y trataba de defenderla.

Sin embargo, con el gran número de guerreros que tenían a su disposición, incluso una ciudad llena de muertos inquietos haría poco para retardar el progreso de la invasión.

Saltando más allá de los trillizos llegaron los Malditos, una hueste de antiguos guerreros poderosos cuyas mutaciones eran tan graves que tenían más en común con Ghurk que con Otto. El señor de la guerra les hizo un gesto desinteresado hacia delante con su guadaña, pero la malvada de risa de Ethrac dejó claro que la pretensión de su hermano de comandar no estaba engañando a nadie. Los Malditos eran esclavos de sus propios instintos destructivos, y hacía tiempo que habían dejado de hacer caso a las palabras de los hombres.

Batalla de Marienburgo por Mark Holmes

La horda mutante cargó hacia la muchedumbre de carne muerta con un rugido aterrador, repartiendo golpes con pinzas con garras y puños con incrustaciones astadas. Siguieron adelante, avanzando un paso tras otro, escarbando entre cadáveres y omitiendo los agarrones de las manos, mientras hombro con hombro irrumpían haciendo pedazos a través de las filas de los muertos. Avanzaron una y otra vez por la masa de cuerpos pálidos, con extremidades agitándose y arañandolos desde todas las direcciones. Un momento más tarde, habían desaparecido por completo, perdidos en un laberinto de carne putrefacta que los vio cubiertos de malolientes fluidos de tumba hasta el último hombre.

Aullando desde la siguiente calle llegaron los Segadores Rojos, cada uno de ellos cubierto casi en su totalidad desde la cabeza a los pies con sangre derramada. Cinco banderas diferentes de Marienburgo se alzaban en alto en medio de ellos, trofeos ensangrentados mantenidos altos para llamar la atención de los dioses. Impactaron en el flanco de los guerreros esqueléticos en el borde de la horda no muerta, repartiendo golpes con espadas, escudos y puños. Sin embargo, por cada segador había una docena de esqueletos, y más buscaban la manera de salir de debajo de los adoquines rotos con cada minuto que pasaba.

Los Glottkin eran reacios a ver a sus nuevos aliados desperdiciarse de esa manera. Otto pateó fuertemente a Ghurk en la parte posterior de la cabeza, impulsándolo hacia delante a la refriega. A su lado, Ethrac murmuró uno de sus extraños cantos, y un momento después un puñado de los zombis que tropezaban hacia ellos cayó como la ceniza de un incendio apagado. Tuvo poco impacto. La horda todavía llenaba la calle hasta donde el ojo podía ver.

Los segadores rojos abrieron su camino a través de la línea de batalla de los no muertos en un torbellino de violencia, con sus hachas rompiendo huesos a izquierda y derecha hasta que se encontraron luchando hombro con hombro con los Malditos. Volaban extremidades y la sangre rancia salpicaba, un espectáculo para complacer a los más ardientes de los asesinos. Ghurk irrumpió para unirse a ellos, aplastando norteños y cadáveres por igual con la violencia de su carga. Sus extremidades oscilantes azotaron a izquierda y derecha, mientras la bilis ácida babeaba de sus mandíbulas mientras su intestino sobrenaturalmente distendido se preparaba ante la fiesta por venir.

Para no ser menos, Otto blandió su guadaña en amplios arcos, cortando cabezas de los cuellos con la facilidad de un jardinero cortando maleza. Había cientos, quizás miles de cadáveres que presionaban en contra de su posición, pero los hombres del norte habían nacido para luchar, y sus deseos de matar estaban en ellos. No habría nada que pudiera pararlos este día.

Un destello en el cielo hizo a Ethrac gritar una advertencia, señalando con el dedo torcido a una arremolinada aparición que se movía a través de los tejados hacia ellos. Parecía como el palanquín de una reina del sur, sin embargo era llevado por los cielos por un pequeño ejército de espíritus. Los escalones de piedra y cojines de seda del extraño transporte llevaban no una, sino tres mujeres de aspecto regio, pálidas como un amanecer de invierno.

Cada una de las mujeres era una visión de belleza que habría sido casi hipnótica para aquel que no hubiera dejado su humanidad atrás hacía mucho tiempo. Ethrac, sin embargo, había sido dotado de una visión bruja vista por su Abuelo, y las vio por lo que realmente eran - cosas muertas, atadas a una burla de la vida sólo por la magia oscura.

Horda nurgle en el imperio

Los Glottkin ante una estatua de Marienburgo

Mientras la construcción etérea flotaba por los tejados, un aullante campeón de los segadores rojos se abalanzó desde el segundo piso de un banco cercano a ella.

Cuando parecía que había calculado mal su salto, su mano manchada de sangre atrapó el pasamanos del palanquín volador. Balanceando locamente el carro, se aupó a sí mismo en la base de sus escalones de piedra. Gritando alabanzas a Khorne, levantó su hacha para golpear.

La más alta de las tres mujeres pálidas susurró algo con una voz como la seda deslizándose húmeda sobre una losa de una tumba, con sus maquillados ojos ardiendo. Un momento más tarde, el campeón de Khorne se sentó a los pies de las vampiresas extrañas, tan dócil como un cachorro dándole el pecho. Las dos mujeres menores sacaron pañuelos de encaje y los mantuvieron en sus narices, con sus blancos rostros dulces torciéndose con asco mientras su reina cortaba la garganta del guerrero y lo empujaba hacia la calle de abajo con un empujón de su menudo pie.

Sin hacer caso, Ghurk se sumergió aún más en la ciénaga pantanosa de extremidades que se agarraban a él, Otto felizmente cortaba en trozos los cadáveres que subían por la corpulenta descomposición de su hermano. A su lado, Ethrac despedía rayos de energía entrópica hacia donde los muertos se apelotonaban pesadamente, lo que reducía a los resucitados a piscinas de pegajoso lodo negro. A pesar de todo el progreso que estaban haciendo, la multitud de cadáveres que los asaltaba estaba siendo reforzada por los Marienburgueses asesinados recientemente que salpicaban los adoquines.

Aunque los norteños que invadían la ciudad al principio parecían como una marea imparable, cada guerrero que caía disminuía el ejército de los Glottkin un poco más y reforzaba el de su enemigo. No había escasez de muertos; incluso aquellos que habían sido despedazados eran lentamente cosidos de nuevo por las fuerzas nigrománticas derramadas por las calles. Algunos de los hombres de las tribus asesinados incluso se ponían de pie y se daban la vuelta hasta caer sobre aquellos que una vez llamaron hermanos con los arañantes dedos y mordientes bocas.

Era una ecuación de vida y muerte que los trillizos no podían permitir que continuara. Los Glottkin continuaron, caminando a través de la horda de muertos vivientes en busca de cualquiera que fuera el poder maldito que animaba el sinfín de cadáveres que abarrotaban las calles.

De vuelta en el muelle, a la sombra de las naves de la plaga, los espectros condenadores que Mundvard había unido a su servicio hacía mucho tiempo cortaban con sus guadañas a través de la piel de los Desaguados que el avance norteño había dejado atrás. Los tambaleantes engendros arremetían a izquierda y derecha, desesperados por poner fin al castigo cruel que los espectros estaban repartiendo sobre ellos. Sus extremidades densamente musculosas pasaban a través de las formas de neblina fina sin causar el más mínimo daño. Gemidos lastimeros se levantaron de las semillas de Ghurk mientras eran separados uno a uno, con su sangre sucia derramándose sobre el muelle en el mar.

No muertos contra nurgle

Los No Muertos de Mundvard luchan contra las bestias de Nurgle

Desde las cubiertas de cada barco, más partidas de guerra de guerreros de Norsca treparon por encima de las bordas para unirse a la lucha. Los rayos del sol fueron borrados por un momento, y un enorme esqueleto de murciélago se posicionó en la proa del Lobo Verde. Se inclinó hasta el muelle y abrió sus mandíbulas óseas desmesuradamente. El extraño poder del grito de la bestia se derramó sobre los muelles, rompiendo todas las ventanas en un radio de una milla y desgarrando la mente de aquellos cerca. Engendros y miembros de tribus del norte cayeron por igual a los adoquines, dando espasmos como la captura de un barco de arrastre antes de caer mortalmente quieta.

El sonido del chillido del engendro del terror era la señal que los Glottkin necesitaban. Otto y Ethrac compartieron una mirada significativa, mientras ambos llegaban a la misma conclusión - eso no era una criatura normal, sino un monstruo no muerto con la potencia suficiente para cambiar el flujo de la batalla. No habría refuerzos de las naves de la plaga hasta que mataran a la cosa que frecuentaba los muelles, y si los Glottkin eran separados de sus compañeros, la vanguardia de la invasión perdería el impulso rápido. Ninguno de los hermanos, ni siquiera Ghurk, quería aplastar su mejor esperanza de victoria con una muerte temprana.

Sin embargo, el chillido ensordecedor significaba una oportunidad para una victoria rápida. Cuando una poderosa bestia esclava atacaba, su creador no estaría muy lejos, y los Glottkin eran muy conscientes de que los no muertos que atacaban estaban siendo guiados por un maestro invisible. Era una lógica con la que todos los señores de la guerra del norte estaban familiarizados - corta la cabeza de una fuerza enemiga, y el cuerpo morirá.

A una sugerencia susurrada de Ethrac, Ghurk se abrió camino saliendo de una multitud gimiente, atravesando muertos y pisoteando a través de las calles llenas de esparcidos cadáveres hacia los terrenos baldíos que llevaban a los muelles. Detrás de ellos llegaban una docena de tribus todavía habrientas de batalla.

A medida que los Glottkin se acercaban al páramo gris cerca del puerto, se encontraron con una amplia pared de carne no muerta y huesos enmohecidos. Por encima de ellos volaban nubes de murciélagos negros ocultando el sol, con la forma del esqueleto gigante del terror abismal entre ellos. En el flanco estaban las formas brillantes de espíritus truncados de su descanso, y allí, en el centro de la línea de batalla estaba la forma de armadura carmesí de un vampiro.

Batalla de marienburgo mundvard glottkin

Mundvard se acerca a su presa

Las tribus norteñas no necesitaban ningún incentivo más allá de la vista del enemigo. Cargaron hacia adelante, alzando sus voces para gloria del Señor de la Decadencia. Casi inmediatamente, se encontraron con una tormenta de murciélagos que los azotaba y les hacía sangrar, pero no pudieron detener su carga. Huesudos dedos se abrieron camino de la apelmazada tierra del yermo, delincuentes enterrados despertando de su sueño mortal para servir a Mundvard una vez más en la no muerte. Los norteños pisotearon, aplastaron y cortaron. Su ferocidad contuvo el agotamiento durante un tiempo, pero poco a poco - y fatalmente - estaban empezando a caer. En la refriega irrumpieron los Glottkin, con la fuerza de la veloz carga de Ghurk aplastando los esqueletos convocados hasta esparcir los huesos. El vampiro envió a sus capturados espectros tumularios en formación de arco desde el flanco para interceptarlos, pero Ethrac había visto venir esta eventualidad, y pronunció un hechizo de desatar la vida que rompió la maldición de la tumba. Dentro de sus desiguales capas, los cuerpos de los espectros aullantes se convirtieron más corpóreos hasta que las vestiduras de la tumba cayeron, dejando sólo los frágiles cuerpos de los magos parpadeando en su lugar. Una banda de guerra de Norsca cargó, y antes de que los asombrados magos pudieran disfrutar de la segunda oportunidad de vida que les habían otorgado, fueron cortados en meros trozos de carne.

De repente Mundvard estaba allí, cortando y acuchillando el intestino de Ghurk. Otto golpeó bajo con su guadaña, pero el vampiro era rápido como una serpiente, y lo conducía una rabia fría. Su espada se clavó profunda - demasiado profunda, ya que la bilis que se derramaba de las tripas de Ghurk cegó a Mundvard por un crítico momento. Otto golpeó con la punta de su guadaña a través del cuello del vampiro, sosteniéndolo el tiempo suficiente para que Ghurk lo recogiera con su gran tentáculo. Con un rugido, el goliat mutante lanzó al vampiro lejos de la costa. Privado de su orientación, el ejército de los muertos se derrumbó en los adoquines.

Justo cuando los Glottkin reunían a sus hombres una vez más, valientes clarines sonaron al borde de la ciudad - refuerzos del Imperio que venían a luchar. Otto levantó su guadaña, con su hermano atendiendo las heridas de Ghurk mientras se preparaban para otra dura batalla. Lucharían través de una docena de ejércitos si así tenía que ser, la leyenda de los Glottkin estaba comenzando.

La Lucha de los Irregulares[]

Gran Espadero de Carroburgo

Gran Espadero

Aldred von Carroburgo cabalgaba a la cabeza de los Irregulares de Reikland a las afueras de Marienburgo. El espigado humo del fuego era llevado sobre el aullante viento desde la costa. Fuego, y algo peor...

A pesar de que hizo una gran simulación de rabia ante el ignominioso destino al que había sido empujado, la ira de von Carroburgo era poco más que un escudo contra el temor de que el Mariscal de la Reiksguard lo había enviado a su muerte. En total su ejército contaba con poco más de doscientos hombres, y aunque resplandecía con los colores de Altdorf y Reikland, era una fuerza lastimosa al lado de una invasión enemiga que había saqueado una de las ciudades más ricas del Viejo Mundo en un día.

Alrededor del fruncido general, marchaban los guerreros de rostro sombrío de los Irregulares de Reikland, manteniendo el ritmo del compás del tamborilero. Se acercaron al yermo pantanoso que rodeaba la ciudad portuaria, atentos a cualquier signo del enemigo. Tal como el mensaje había dicho, la ciudad portuaria había sido invadida por un ejército de un tamaño desalentador. El olor de la sangre todavía estaba fresco en el aire, aunque la ciudad en ruinas parecía que había caído hacía años.

Aves carroñeras daban vueltas en el aire, evitando las columnas de humo que llegaban hacia el oscuro cielo. De vez en cuando el viento llevaba el hedor de la muerte y el sabor de la decadencia, causando murmullos de preocupación ondulando a través de las filas de soldados. El mensaje de los Guardias de Reikland había dicho que los invasores habían traído la enfermedad, una palabra que generaba malestar hasta en el corazón del guerrero más robusto. Cada uno de los Irregulares de Reikland había empapado un pañuelo en vinagre listo para atarlo en su rostro ante el menor indicio de peste.

Los Irregulares pasaron ante una señal de devastación tras otra mientras se abrían camino a lo largo de las afueras de la ciudad. Allí estaba el gran templo de Manann, con sus vidrieras destrozadas y su famosa cúpula escalonada aplastada. Allí estaba el camino a el Islote de Rijker, con las puertas de la fortaleza bien abiertas y sus prisioneros presumiblemente desaparecidos hacía mucho. Las estatuas y gárgolas yacían destrozadas en las calles, con sus cuerpos demasiado estropeados para reconocerlos esparcidos por el medio. Parches venosos de musgo negro se tendían sobre los adoquines y se arrastraban hacia arriba por las paredes de piedra, con su textura esponjosa y desagradable bajo los pies. La ciudad parecía haber sido afectada por un centenar de años de entropía en el espacio de un solo día.

El ejército de socorro marchó hacia adelante alrededor de la frontera de la ciudad, en busca de una sección de la ciudad por la que valiera la pena luchar. Ladrando una orden, von Carroburgo detuvo a sus hombres y escuchó con fuerza. Allí estaba - un cántico bajo, que venía de los muelles hacia el oeste. A la orden del capitán, el tamborilero de los Alas Doradas dio el ritmo para formar. Los Irregulares se desplegaron en un frente amplio que cruzaba el yermo con las espadas desenvainadas y los ojos bien abiertos.

Una horda de rugientes norteños se derramó alrededor de los edificios destartalados al final del Suidstrasse. Al ver a las tropas de Altdorf, se extendieron en una floja línea de batalla, golpeando con sus hachas y mazas sobre sus escudos. Andando pesadamente venía detrás un montículo viviente de carne podrida, con dos norteños horribles agarrados a los cuernos que se elevaban desde sus hombros mientras crujía hacia ellos.

Batalla de marienburgo caos irregulares

Los Guerreros del Caos luchan contra los regimientos del Imperio

Von Carroburgo gritó la orden de aguantar, con el cansancio que arrastraban sus miembros convirtiéndose en un recuerdo lejano. Sus hombres rugieron en respuesta, bloqueando sus alabardas y lanzas contra los lacados escudos heráldicos antes avanzar hacia adelante como una pared estrecha de metal. Golpearon a la horda de norteños que cargaba en perfecta unión, ensartando y decapitando cuerpos sin armadura incluso cuando las hachas de los norteños se estrellaban a través de clavículas y escudos alzados por igual.

Un hinchado campeón vestido de la cabeza a los pies de metal oxidado se abrió paso a través del apiñamiento, gorgoteando un reto ininteligible. El espadón herencia de Von Carroburgo brillaba con luz de plata mientras él giraba y se lanzaba hacia adelante en una perfectamente ejecutada Estocada de Schwarzhelm. El golpe atravesó la placa frontal del campeón, pero el norteño seguía avanzando, con su cuerpo musculoso inclinándose sobre el ayudante de von Carroburgo, Hensa, y llevándose una profunda herida en su casco con cuernos.

En el extremo derecho de la batalla, los jóvenes nobles que cubrían el flanco de von Carroburgo abrieron fuego, con sus pistolas martilleando disparos de plata contra los agitados mutantes que se tambaleaban hacia ellos. Se hicieron valer, volando brazos extendidos y gimientes cabezas de los horrores abandonados por los dioses que los perseguían antes de girar sus caballos y huir hacia cobertura.

Desafortunadamente para ellos, sus ágiles tácticas de evasión llamaron la atención del ojo del norteño con túnica en lo alto del mutante gigante. La figura encorvada murmuró algo ininteligible, y un momento después los pistoleros encontraron que sus caballos enfermaban, se volvían frágiles, para por último colapsarse en un montón de huesos rotos. Los norteños mutantes estaban sobre ellos un momento después, rasgando con garras y mordiendo con la boca las gargantas de los caídos.

Mientras la caballería que protegía sus flancos trataba en vano de permanecer al alcance de las armas, la infantería en el centro de la línea de los Irregulares luchó para mantenerse contra la enorme horda que chocaba contra ellos. La supervivencia era la única cosa en las mentes de los Irregulares, la supervivencia y el mantenimiento obstinado de la posición. Su única esperanza era mantenerse firmes, para capear el temporal y esperar que los invasores se aplastaran contra ellos como olas contra un acantilado. Con cada uno de sus regimientos luchando en armonía y los Grandes Espaderos de Carroburgo asegurando su línea con sus rivales los Espadas Pálidas, todavía tenían la esperanza de que el ataque tambaleante de los norteños pudiera ser mitigado, y tal vez roto.

Hacia el flanco derecho, los Alas Doradas habían llevado al corazón la determinación y la habilidad con que los Grandes Espaderos estaban matando a sus enemigos, y la luz de Sigmar ardía en el ojo de cada hombre. Esta guerra era una verdadera guerra, no una cacería fronteriza, y una parte de los soldados del Imperio que lucharon ese día siempre la había anhelado.

A la orden gritada de su capitán, el muro de soldados uniformados que formaban el centro de su línea de batalla se preparó y empujó hacia delante, llevando sus músculos al límite mientras luchaban contra los aullantes invasores de Norsca que buscaban romper sus filas. Von Carroburgo apretó los dientes y condujo su caballo de guerra hacia adelante entre la muchedumbre, matando a los objetivos más altos y más fuertemente musculosos con su espada ancestral. Mazas y martillos rebotaban en sus piernas y caderas blindadas, mutilando los flancos de su caballo y haciendo que trastabillara. Haciendo una mueca de dolor, continuó luchando, con el rostro salpicado con la sangre caliente de los norteños y las manchas carmesíes de sus propias heridas. Pero no estaban derrotados - ni mucho menos, de hecho. Poco a poco, aunque pareciera increíble, los alabarderos y grandes espaderos obligaron a los norteños a retirarse. La precisa instrucción armamentística del Imperio les habían preparado para tales disputas, y la habilidad y grupos de apoyo sólidos contaban tanto como la fuerza bruta.

Batalla de marienburgo irregulares

Los Bárbaros del Caos luchan contra los Irregulares

Los Irregulares empujaron y empujaron, conduciendo a las hordas de Norsca hacia atrás poco a poco con paso laborioso. Los hombres de las tribus presionando cerca sólo obstaculizaban a sus compañeros, previniendo que fijaran sus pies en su prisa por cargar hacia la línea del frente. Von Carroburgo rugió con sed de batalla mientras saboreaba la victoria en el aire, conduciendo la punta de su espada hacia el rostro de un matón mutado que trataba de desmontarlo de su caballo.

Sin embargo, un terrible giro del destino iba a robar al final la victoria del Imperio. Mientras empujaban a los norteños hacia atrás, se habían impulsado más hacia los muelles, y al hacerlo, se encontraron patinando en adoquines resbaladizos con sangre y esponjosos charcos de musgo de tumba, y desordenados cadáveres abiertos a cuchilladas.

Primero uno, después un puñado, y después una veintena de tropas estatales resbaló y se deslizó mientras los restos empapados de la ciudad muerta los llevaban al suelo. Era la apertura que los norteños necesitaban. Con un bramido de hambre que sacudió a los Irregulares hasta el núcleo, los miembros de las tribus levantaron sus armas en alto y renovaron su ataque frenético.

Mientras que las líneas de batalla aguantaban, la disciplina y el entrenamiento de las tropas del Imperio eran un arma potente que les permitía igualar las probabilidades en contra de la fuerza bruta de sus enemigos. En el caos de un turbio combate cuerpo a cuerpo, era poco más que inútil. El salvajismo y la sed de sangre de las tribus de Norsca aumentaba mientras la batalla en las afueras de la ciudad se convertía en una masacre. Intestinos desparramados y extremidades sin cuerpo enredaron las piernas de los que seguían de pie, evitando su escapada.

Batalla de marienburgo glottkin

Los Glottkin se unen a la batalla

Golpeando contra la turbia reyerta llegó la masa parecida a un canto rodado del mutante gigante, con su brazo tentaculado azotando adelante y atrás pulverizando norteños y Altdorfers por igual. El señor de la guerra del casco sin adornos que lo montaba reía mientras cortaba cabezas de los cuellos con la hoja de su guadaña, rociando de vez en cuando gotas de fluido intestinal en las filas enemigas de los bucles de intestinos que colgaban de sus entrañas. Ese era el tipo de guerra que los salvajes de Norsca amaban sobre todos los demás - sucio, anárquico y vil. Aunque los Fronterizos pelearon una valiente retirada mientras sus compañeros eran tragados por la marea de Norsca, fueron los únicos irregulares que sobrevivieron a la batalla ese día en los yermos de Marienburgo. El resto del ejército fue cortado en pedazos. Los Grandes Espaderos de Carroburgo fueron los últimos en morir, luchando hasta el último contra las olas de hachas tajantes y punzantes espadas oxidadas. La ciudad portuaria había caído, y el Imperio tenía su primera experiencia con la entropía y la aflicción que la iba a consumir en los próximos meses.

La Batalla de Marienburgo
 Prefacio | Planeando el Jardín de Nurgle | Convócalos a Todos | Contendientes | Batalla | Tras la Batalla de Marienburgo

Fuentes[]

  • The End Times II - Glottkin.
Advertisement